El Ejército siembra la incertidumbre en las favelas
Los vecinos de los arrabales pobres de Río se muestran divididos sobre los beneficios de la intervención militar para poner fin a la espiral de violencia
Felipe Betim
Rio de Janeiro, El País
Son las once de la mañana de un viernes que debería ser uno más en la Vila Kennedy. Por las calles de esta favela de Río de Janeiro se ve a un barbero, navaja en mano, unos jóvenes cruzando la calle, de la mano o en bici, y a unos jubilados en la terraza de un establecimiento dándole a la cerveza o jugando al billar. Y, en mitad de todo ello, fusiles y carros de combate.
Es la nueva normalidad de esta y otras favelas desde que el presidente del país, Michel Temer, firmara el pasado 16 de febrero un decreto que dejaba en manos del Ejército la seguridad del Estado de Río de Janeiro. Aquello era una respuesta a la incontenible espiral de violencia que había consumido al tercer Estado más poblado de Brasil, sobre todo su capital, un lugar donde en 2017 fueron asesinadas 6.731 personas (40 homicidios por 100.000 habitantes, según datos oficiales).
Pero la decisión de Temer también abría una serie de preguntas de difícil respuesta. Ya que en la historia de Brasil nunca se ha suspendido la autonomía de ningún Estado, ¿qué tenía que sentir la población? ¿Miedo, alivio? ¿Pánico? Ahora que sus calles, escenario de tiroteos en apariencia perennes, pasaban a tener aún más armas, ¿acabaría la violencia o se multiplicaría?
“Si no me quitan el derecho de andar por la calle con libertad, pues que entren. El Ejército parece ser mejor que la policía”, opina Wellington, negro, de 33 años, mientras sale de una tienda con varios amigos. Y, con característica melancolía brasileña, añade: “Pero creo que la operación no funcionará”. Mientras cruza la calle, una excavadora de las Fuerzas Armadas arranca unos amasijos de hierro y cemento del suelo. Servían de escudos, instalados por los narcotraficantes que dominan la comunidad. Hasta ahora, frenaban la entrada de las autoridades.
Si la respuesta de Wellington suena ambigua es porque también lo son las opiniones en la inmensa mayoría en las favelas. Tras una semana de intervención, es demasiado pronto para saber si la presencia del Ejército ha cambiado algo, pero demasiado tarde como para no notar su presencia. Por ejemplo, el martes, en la favela Kelson’s, las tropas llegaron al extremo de inspeccionar las mochilas de los niños pequeños que iban al colegio. Fueron severamente criticadas. Y una visita de EL PAÍS al lugar dos días después no aclaró si la medida había servido de algo o no: había varios jóvenes, de entre 12 y 15 años, exhibiendo pistolas.
Otra de las ideas del Ejército ha sido fotografiar a todos los vecinos posibles de Vila Kennedy. Y sus documentos de identidad también. Según las tropas, era para que luego un comando pudiese cotejar los rostros con la información de la policía y averiguar así a los antecedentes policiales de cada uno, si los hubiera. La idea, creen algunos, era romper con el mito de que, en palabras de Wellington, “los narcotraficantes matan pero al menos saben quiénes son los vecinos, la policía juzga por la apariencia”.
También por esto se criticó duramente a las tropas. La Defensora del Pueblo y la Orden de Abogados de Brasil tildaron la táctica de abuso. Pero si se le pregunta a Vinicius, de 22 años, incluso ese abuso ha sido una mejora: él cuenta que la policía entraba en su casa y le torturaba con la cabeza cubierta por una bolsa de plástico.
Cuando EL PAÍS llegó a su casa, había cinco hombres de las Fuerzas Armadas haciéndole preguntas, sin violencia física. “Los soldados son más suaves”, admite. Y, en referencia a las torturas, suspira: “Ya estoy acostumbrado”.
Lo mismo opina la vecina de Vinicius, Clara, y no por ello está convencida de que esta medida sirva de nada. “Son más educados, pero en poco tiempo se irán y todo volverá a ser como antes. Vivimos dentro de casa porque siempre hay tiroteos. Si quieren hacer algo por nosotros, que lo hagan bien. De lo contrario, mejor que no vengan”, dice. Se refiere a la falta de ambición real del plan, otra de las quejas principales de los habitantes de las favelas.
En Kelson’s los mayores aún están obligados a caminar 40 minutos para llegar a un centro de salud y aquí sigue sin llegar el correo porque los carteros “tienen miedo”, según un vecino, Luciano. Otro añade: “No se puede solucionar el problema solo con violencia. Tienen que resolver lo social, que los niños tengan salud pública y una buena escuela. Pero solo vienen a reprimirnos”, cuenta un vecino que no quiere identificarse.
Fusiles en las calles
De vuelta a la otra favela, Vila Kennedy, Davi dice lo mismo: “Falta trabajo, salud y educación. Dentro de poco los militares se irán. Y habrá más tiroteos, más coches robados, más escudos contra la policía. Si al menos después nos trajeran más proyectos sociales, más deporte, más cultura para los niños…”.
Tantas fotos y revisiones a las mochilas de los niños y tanta presencia de fusiles en la calle, ¿han valido la pena? El pasado viernes, cuando se cumplía una semana del comienzo de la intervención militar, fueron detenidas 27 personas. Y lo cierto es que, al menos por ahora, los tiroteos han parado.
Quién sabe cuándo volverán, si mañana o a finales de año, cuando está previsto el final de la intervención militar. “Ojalá se queden aquí y no se vayan”, se congratula una vecina de cierta edad, con el saco de la comida del perro recién comprado a cuestas. “Los chavales estaban demasiado arrogantes, enseñando sus armas por las calles”.
Felipe Betim
Rio de Janeiro, El País
Son las once de la mañana de un viernes que debería ser uno más en la Vila Kennedy. Por las calles de esta favela de Río de Janeiro se ve a un barbero, navaja en mano, unos jóvenes cruzando la calle, de la mano o en bici, y a unos jubilados en la terraza de un establecimiento dándole a la cerveza o jugando al billar. Y, en mitad de todo ello, fusiles y carros de combate.
Es la nueva normalidad de esta y otras favelas desde que el presidente del país, Michel Temer, firmara el pasado 16 de febrero un decreto que dejaba en manos del Ejército la seguridad del Estado de Río de Janeiro. Aquello era una respuesta a la incontenible espiral de violencia que había consumido al tercer Estado más poblado de Brasil, sobre todo su capital, un lugar donde en 2017 fueron asesinadas 6.731 personas (40 homicidios por 100.000 habitantes, según datos oficiales).
Pero la decisión de Temer también abría una serie de preguntas de difícil respuesta. Ya que en la historia de Brasil nunca se ha suspendido la autonomía de ningún Estado, ¿qué tenía que sentir la población? ¿Miedo, alivio? ¿Pánico? Ahora que sus calles, escenario de tiroteos en apariencia perennes, pasaban a tener aún más armas, ¿acabaría la violencia o se multiplicaría?
“Si no me quitan el derecho de andar por la calle con libertad, pues que entren. El Ejército parece ser mejor que la policía”, opina Wellington, negro, de 33 años, mientras sale de una tienda con varios amigos. Y, con característica melancolía brasileña, añade: “Pero creo que la operación no funcionará”. Mientras cruza la calle, una excavadora de las Fuerzas Armadas arranca unos amasijos de hierro y cemento del suelo. Servían de escudos, instalados por los narcotraficantes que dominan la comunidad. Hasta ahora, frenaban la entrada de las autoridades.
Si la respuesta de Wellington suena ambigua es porque también lo son las opiniones en la inmensa mayoría en las favelas. Tras una semana de intervención, es demasiado pronto para saber si la presencia del Ejército ha cambiado algo, pero demasiado tarde como para no notar su presencia. Por ejemplo, el martes, en la favela Kelson’s, las tropas llegaron al extremo de inspeccionar las mochilas de los niños pequeños que iban al colegio. Fueron severamente criticadas. Y una visita de EL PAÍS al lugar dos días después no aclaró si la medida había servido de algo o no: había varios jóvenes, de entre 12 y 15 años, exhibiendo pistolas.
Otra de las ideas del Ejército ha sido fotografiar a todos los vecinos posibles de Vila Kennedy. Y sus documentos de identidad también. Según las tropas, era para que luego un comando pudiese cotejar los rostros con la información de la policía y averiguar así a los antecedentes policiales de cada uno, si los hubiera. La idea, creen algunos, era romper con el mito de que, en palabras de Wellington, “los narcotraficantes matan pero al menos saben quiénes son los vecinos, la policía juzga por la apariencia”.
También por esto se criticó duramente a las tropas. La Defensora del Pueblo y la Orden de Abogados de Brasil tildaron la táctica de abuso. Pero si se le pregunta a Vinicius, de 22 años, incluso ese abuso ha sido una mejora: él cuenta que la policía entraba en su casa y le torturaba con la cabeza cubierta por una bolsa de plástico.
Cuando EL PAÍS llegó a su casa, había cinco hombres de las Fuerzas Armadas haciéndole preguntas, sin violencia física. “Los soldados son más suaves”, admite. Y, en referencia a las torturas, suspira: “Ya estoy acostumbrado”.
Lo mismo opina la vecina de Vinicius, Clara, y no por ello está convencida de que esta medida sirva de nada. “Son más educados, pero en poco tiempo se irán y todo volverá a ser como antes. Vivimos dentro de casa porque siempre hay tiroteos. Si quieren hacer algo por nosotros, que lo hagan bien. De lo contrario, mejor que no vengan”, dice. Se refiere a la falta de ambición real del plan, otra de las quejas principales de los habitantes de las favelas.
En Kelson’s los mayores aún están obligados a caminar 40 minutos para llegar a un centro de salud y aquí sigue sin llegar el correo porque los carteros “tienen miedo”, según un vecino, Luciano. Otro añade: “No se puede solucionar el problema solo con violencia. Tienen que resolver lo social, que los niños tengan salud pública y una buena escuela. Pero solo vienen a reprimirnos”, cuenta un vecino que no quiere identificarse.
Fusiles en las calles
De vuelta a la otra favela, Vila Kennedy, Davi dice lo mismo: “Falta trabajo, salud y educación. Dentro de poco los militares se irán. Y habrá más tiroteos, más coches robados, más escudos contra la policía. Si al menos después nos trajeran más proyectos sociales, más deporte, más cultura para los niños…”.
Tantas fotos y revisiones a las mochilas de los niños y tanta presencia de fusiles en la calle, ¿han valido la pena? El pasado viernes, cuando se cumplía una semana del comienzo de la intervención militar, fueron detenidas 27 personas. Y lo cierto es que, al menos por ahora, los tiroteos han parado.
Quién sabe cuándo volverán, si mañana o a finales de año, cuando está previsto el final de la intervención militar. “Ojalá se queden aquí y no se vayan”, se congratula una vecina de cierta edad, con el saco de la comida del perro recién comprado a cuestas. “Los chavales estaban demasiado arrogantes, enseñando sus armas por las calles”.