Costa reparte oro y carbón
El delantero hizo su primer gol en el Wanda, pero fue expulsado por ir a celebrarlo con la grada cuando ya tenía amarilla. Antes marcó Correa.
Patricia Cazón
As
El rey Costa fue de los primeros en llegar. Dos horas antes de que Munuera Montero anunciara con su silbato que en el Wanda Metropolitano podían empezar a depositarse regalos, allí estaba ya, con prisa por empezar. Se quitaba los guantes, se los ponía. Se miraba las piernas, expectante, con ese mordisco que Lleida le había dejado, en su tercer debut con esa camiseta, la rojiblanca de su vida, cicatrizando. Su cofre eran las botas. Lleva seis meses acopiando goles. Afuera llovía pero como si no mojara. La cubierta protege, algo, la grada se va poblando. El Atleti es Melchor, el estadio nuevo, Gaspar, y ese rey con el 18 a la espalda, Baltasar. Llevan tres Navidades esperándolo. Ayer se estrenaba en casa pero jugó como si nunca se hubiese ido. Si hace tres días fue gol, susto y gresca en cinco minutos, ayer, en uno, pasó del gol a la expulsión. Costa en esencia. La vida a su lado sigue siendo rock and roll.
El Getafe se presentó en el campo como lo que es: equipo intenso y rocoso, de los que piden pico y pala. Pero a Simeone este enero le trajo su bota ganzúa, la de Costa. Si Ángel intentó sorprender a Oblak con una vaselina que hubiese firmado una abuela, de tierna, el hispano-brasileño respondió con una rosca desde fuera del área que se fue besando el palo, llena de pólvora. Porque con Costa el Atleti es una bomba de relojería con el temporizador en marcha. En cualquier momento, boom, estalla una defensa. Dieciocho minutos resistió la del Getafe.
Dieciocho minutos en los que este Atleti demostró cuánto lo cambia Costa. Es hambre y coraje, contagia a la grada, libera a Griezmann. El primero fija a los centrales, y el francés, sin grilletes, en la mediapunta, acecha y se mueve entre líneas, buscándole las vueltas y los espacios a las defensas. Con Koke moviendo al equipo a su antojo, Correa y Carrasco eran avispas en cada carrera.
En una, Grizi envió fuera un balón que Costa le sirvió tras matarlo de cabeza. En la siguiente vino el gol. Y es retrato del Atleti que viene: Griezmann tiene la pelota, Costa despista llevándose a cuatro defensas y Correa recibe, solo. Toque de primeras con el exterior y a la red de Emi Martínez, debutante. No se desmontó al Getafe, sin embargo, que siguió rascando. Aunque sus delanteros continuaran mirando a Oblak con ojos de abuela.
Pero entonces a Munuera Montero, sin porqué, se le calentó la mano y cada roce, o palabra, o pasar por allí, se hizo amarilla. Siete sacó del bolsillo en la primera parte, cinco al Atleti, dos al Getafe. Casi todas absurdas, para desquicie de grada y equipos. Cada balón se convirtió en una guerra y sus tarjetas, en vez de calmar, eran gasolina sobre unos futbolistas con la piel de fósforo. El descanso llegó, en medio del caos, tan necesario como una tila.
Nada más regresar, vio la tarjeta un Costa, codazo a Djené, que seguía a lo suyo: abrir su cofre, dejar su gol. Siete minutos después se lo serviría Vrsaljko, tras otro centro perfecto desde la derecha. El estadio rugía y Costa, tras rematar, corrió a hacer eso que el corazón le pedía, lo que llevaba tanto esperando: celebrar con la grada. Se abrazó a ella, lo gritó... Cinco segundos de euforia y un partido de condena. Porque sólo cuando volvió al césped entendió por qué Koke no dejaba de tironear de su camiseta hacia atrás: otro tarjetón amarillo se depositaba ante sus ojos. Su cara de sorpresa no ablandó al árbitro: roja, a la ducha y su equipo, con diez. Era el 68’.
Bordalás intentó apretar con Gaku pero el Atleti resistió a lomos de un Gabi multiplicado en un partido en realidad ya terminado. Lo hizo cuando Costa se fue, el primero, antes de tiempo. La razón para madrugar un 6 de enero o calarse de lluvia. Ese rey capaz de repartir a la vez oro y carbón. La fiesta a la que uno siempre quiere ser invitado. Genio y figura, es imposible no amarle.
Patricia Cazón
As
El rey Costa fue de los primeros en llegar. Dos horas antes de que Munuera Montero anunciara con su silbato que en el Wanda Metropolitano podían empezar a depositarse regalos, allí estaba ya, con prisa por empezar. Se quitaba los guantes, se los ponía. Se miraba las piernas, expectante, con ese mordisco que Lleida le había dejado, en su tercer debut con esa camiseta, la rojiblanca de su vida, cicatrizando. Su cofre eran las botas. Lleva seis meses acopiando goles. Afuera llovía pero como si no mojara. La cubierta protege, algo, la grada se va poblando. El Atleti es Melchor, el estadio nuevo, Gaspar, y ese rey con el 18 a la espalda, Baltasar. Llevan tres Navidades esperándolo. Ayer se estrenaba en casa pero jugó como si nunca se hubiese ido. Si hace tres días fue gol, susto y gresca en cinco minutos, ayer, en uno, pasó del gol a la expulsión. Costa en esencia. La vida a su lado sigue siendo rock and roll.
El Getafe se presentó en el campo como lo que es: equipo intenso y rocoso, de los que piden pico y pala. Pero a Simeone este enero le trajo su bota ganzúa, la de Costa. Si Ángel intentó sorprender a Oblak con una vaselina que hubiese firmado una abuela, de tierna, el hispano-brasileño respondió con una rosca desde fuera del área que se fue besando el palo, llena de pólvora. Porque con Costa el Atleti es una bomba de relojería con el temporizador en marcha. En cualquier momento, boom, estalla una defensa. Dieciocho minutos resistió la del Getafe.
Dieciocho minutos en los que este Atleti demostró cuánto lo cambia Costa. Es hambre y coraje, contagia a la grada, libera a Griezmann. El primero fija a los centrales, y el francés, sin grilletes, en la mediapunta, acecha y se mueve entre líneas, buscándole las vueltas y los espacios a las defensas. Con Koke moviendo al equipo a su antojo, Correa y Carrasco eran avispas en cada carrera.
En una, Grizi envió fuera un balón que Costa le sirvió tras matarlo de cabeza. En la siguiente vino el gol. Y es retrato del Atleti que viene: Griezmann tiene la pelota, Costa despista llevándose a cuatro defensas y Correa recibe, solo. Toque de primeras con el exterior y a la red de Emi Martínez, debutante. No se desmontó al Getafe, sin embargo, que siguió rascando. Aunque sus delanteros continuaran mirando a Oblak con ojos de abuela.
Pero entonces a Munuera Montero, sin porqué, se le calentó la mano y cada roce, o palabra, o pasar por allí, se hizo amarilla. Siete sacó del bolsillo en la primera parte, cinco al Atleti, dos al Getafe. Casi todas absurdas, para desquicie de grada y equipos. Cada balón se convirtió en una guerra y sus tarjetas, en vez de calmar, eran gasolina sobre unos futbolistas con la piel de fósforo. El descanso llegó, en medio del caos, tan necesario como una tila.
Nada más regresar, vio la tarjeta un Costa, codazo a Djené, que seguía a lo suyo: abrir su cofre, dejar su gol. Siete minutos después se lo serviría Vrsaljko, tras otro centro perfecto desde la derecha. El estadio rugía y Costa, tras rematar, corrió a hacer eso que el corazón le pedía, lo que llevaba tanto esperando: celebrar con la grada. Se abrazó a ella, lo gritó... Cinco segundos de euforia y un partido de condena. Porque sólo cuando volvió al césped entendió por qué Koke no dejaba de tironear de su camiseta hacia atrás: otro tarjetón amarillo se depositaba ante sus ojos. Su cara de sorpresa no ablandó al árbitro: roja, a la ducha y su equipo, con diez. Era el 68’.
Bordalás intentó apretar con Gaku pero el Atleti resistió a lomos de un Gabi multiplicado en un partido en realidad ya terminado. Lo hizo cuando Costa se fue, el primero, antes de tiempo. La razón para madrugar un 6 de enero o calarse de lluvia. Ese rey capaz de repartir a la vez oro y carbón. La fiesta a la que uno siempre quiere ser invitado. Genio y figura, es imposible no amarle.