Arde el Madrid
Hay cierta belleza en ver arder al equipo de Zidane, al menos desde la distancia
Rafa Cabeleira
El País
Tres cosas significaban la felicidad más absoluta para mi bisabuela Elvira: que al Madrid le pitasen un penalti a favor, que el toro derribase al caballo durante el tercio de varas y sentarse a contemplar el fuego mientras comía gusanitos de maíz. Que yo recuerde, nunca salió de casa sin su caja de cerillas y una navaja chata que le servía para casi todo. En cuatro rastrojos secos adivinaba ella una oportunidad de gozo y esa fue, quizás, la mejor lección que yo haya recibido jamás sobre la verdadera naturaleza del madridismo: disfrutan del fuego, viven del fuego, son el fuego.
Arde cada poco tiempo el Madrid y con gran virulencia, un poco como Galicia pero sin necesidad de declarar el Santiago Bernabéu como zona catastrófica, al menos no de momento. Todo comienza con pequeñas fallas que parecen controladas: los pitos a un determinado jugador, el runrún con las decisiones del entrenador, las miradas desconfiadas hacia el palco, un artículo de opinión… Nadie les concede gran importancia porque, como ya he dicho, el madridismo es el fuego y no se teme a sí mismo. Entonces aparece el olor a chamusquina, se desata un cierto pánico, suena una especie de gong y de la nada aparece un personaje de chiste (“dicen que van un español, un italiano y un francés”) para apagar el incendio con la poca agua que debe caber dentro de una Copa de Europa. Detonante, acelerador y remedio: así es y ha sido siempre el madridismo.
Hay cierta belleza en ver arder al Madrid, al menos desde la distancia. Uno siente una especie de escalofrío que le recorre la espalda, mitad placer y mitad temor, consciente del sufrimiento que azota al máximo rival pero temeroso de las futuras consecuencias. Del último gran incendio, aquel que adelantó el carnaval de Cádiz a diciembre con la alineación indebida de Denís Chéryshev, se levantó el club blanco conquistando la Liga de Campeones en primavera y repitiendo entorchado al año siguiente, como si acumular vasijas formase parte de su arcaico plan antincendios. Es un mecanismo de acción-reacción que parece funcionar pero de difícil implementación en otros clubes. Tan solo Luis Enrique fue capaz de algo semejante en Barcelona, un club de naturaleza tan líquida que necesita fluir para campeonar. El del asturiano fue el enésimo ejemplo de que uno debe nacer madridista para dominar las llamas, poco importa si muda la piel por el camino: prendió la pira tratando de expedientar a Leo Messi, atizó las flamas hasta provocar la convocatoria de elecciones y terminó conquistando un triplete majestuoso que nos permitió, por primera vez en nuestra historia, refocilarnos felices entre cenizas.
Después de ganar dos Ligas de Campeones en año y medio vuelven a divisarse pequeñas fogatas en las gradas del Bernabéu, en los bares, en las colas del supermercado, en los editoriales… En cualquier otro club se concedería la partida al fuego procediendo al balance de daños y planificando la siguiente temporada pero no en el Real Madrid donde, como en el París de Ninotchka, “la sirena nunca es una voz de alarma sino una morena”. Por si alguien albergaba dudas sobre por qué caminan tan alegres y risueñas las mocitas madrileñas, con la que está cayendo, ahí tienen la respuesta: siempre llevan una caja de cerillas en el mandil.
Rafa Cabeleira
El País
Tres cosas significaban la felicidad más absoluta para mi bisabuela Elvira: que al Madrid le pitasen un penalti a favor, que el toro derribase al caballo durante el tercio de varas y sentarse a contemplar el fuego mientras comía gusanitos de maíz. Que yo recuerde, nunca salió de casa sin su caja de cerillas y una navaja chata que le servía para casi todo. En cuatro rastrojos secos adivinaba ella una oportunidad de gozo y esa fue, quizás, la mejor lección que yo haya recibido jamás sobre la verdadera naturaleza del madridismo: disfrutan del fuego, viven del fuego, son el fuego.
Arde cada poco tiempo el Madrid y con gran virulencia, un poco como Galicia pero sin necesidad de declarar el Santiago Bernabéu como zona catastrófica, al menos no de momento. Todo comienza con pequeñas fallas que parecen controladas: los pitos a un determinado jugador, el runrún con las decisiones del entrenador, las miradas desconfiadas hacia el palco, un artículo de opinión… Nadie les concede gran importancia porque, como ya he dicho, el madridismo es el fuego y no se teme a sí mismo. Entonces aparece el olor a chamusquina, se desata un cierto pánico, suena una especie de gong y de la nada aparece un personaje de chiste (“dicen que van un español, un italiano y un francés”) para apagar el incendio con la poca agua que debe caber dentro de una Copa de Europa. Detonante, acelerador y remedio: así es y ha sido siempre el madridismo.
Hay cierta belleza en ver arder al Madrid, al menos desde la distancia. Uno siente una especie de escalofrío que le recorre la espalda, mitad placer y mitad temor, consciente del sufrimiento que azota al máximo rival pero temeroso de las futuras consecuencias. Del último gran incendio, aquel que adelantó el carnaval de Cádiz a diciembre con la alineación indebida de Denís Chéryshev, se levantó el club blanco conquistando la Liga de Campeones en primavera y repitiendo entorchado al año siguiente, como si acumular vasijas formase parte de su arcaico plan antincendios. Es un mecanismo de acción-reacción que parece funcionar pero de difícil implementación en otros clubes. Tan solo Luis Enrique fue capaz de algo semejante en Barcelona, un club de naturaleza tan líquida que necesita fluir para campeonar. El del asturiano fue el enésimo ejemplo de que uno debe nacer madridista para dominar las llamas, poco importa si muda la piel por el camino: prendió la pira tratando de expedientar a Leo Messi, atizó las flamas hasta provocar la convocatoria de elecciones y terminó conquistando un triplete majestuoso que nos permitió, por primera vez en nuestra historia, refocilarnos felices entre cenizas.
Después de ganar dos Ligas de Campeones en año y medio vuelven a divisarse pequeñas fogatas en las gradas del Bernabéu, en los bares, en las colas del supermercado, en los editoriales… En cualquier otro club se concedería la partida al fuego procediendo al balance de daños y planificando la siguiente temporada pero no en el Real Madrid donde, como en el París de Ninotchka, “la sirena nunca es una voz de alarma sino una morena”. Por si alguien albergaba dudas sobre por qué caminan tan alegres y risueñas las mocitas madrileñas, con la que está cayendo, ahí tienen la respuesta: siempre llevan una caja de cerillas en el mandil.