ANÁLISIS / La parábola del intervencionismo desde las Azores al Twitter
Occidente se aleja de las operaciones militares a gran escala, Rusia las abraza, mientras las redes sociales se instalan como herramienta central de influencia e interferencia
Andrea Rizzi
Madrid, El País
Las autoridades iraníes han acusado repetidamente a potencias extranjeras de fomentar las protestas que han sacudido el país en los últimos días. No hay duda de que los Gobiernos de Estados Unidos, Arabia Saudí e Israel verían con agrado la caída del régimen de la República Islámica y de que los iraníes tienen razones históricas para sospechar de intervenciones foráneas. Los servicios secretos estadounidenses y británicos armaron un golpe de Estado contra el Gobierno del primer ministro Muhamad Mosadeq en 1953 y la actuación occidental durante la guerra con Irak en los ochenta no fue una inmaculada concepción. Pero esos eran otros tiempos, y en esta ocasión los iraníes no han mostrado ninguna prueba concluyente de que haya habido interferencias extranjeras.
De lo que sí hay evidencias es del giro copernicano en la visión tanto del intervencionismo militar como de las interferencias políticas internacionales en los últimos años. Las icónicas fotos de las Azores —en las que quedan retratados George W. Bush, Tony Blair, José María Aznar y José Manuel Durão Barroso mientras preparan la invasión de Irak— marcan un apogeo de las políticas de intervencionismo a partir del cual se han producido inflexiones evidentes. Las fotos son de hace 15 años, y dieron paso a una operación de cambio de régimen de dudosísima legalidad internacional y sin ninguna duda de pésima planificación y ejecución. Solo dos años antes, en circunstancias muy diferentes, había empezado una amplia operación militar internacional en Afganistán contra los talibanes y Al Qaeda; en 1999, una gran operación aérea de la OTAN vinculada a la crisis de Kosovo.
Hoy, esa clase de operaciones a gran escala son una opción generalmente aborrecida por los líderes occidentales. Tanto para objetivos de cambio de régimen (como fue Irak), como de lucha al terrorismo (Afganistán) o catástrofe humanitaria/interés estratégico (Kosovo, debilitamiento Serbia). No hubo ningún planteamiento serio de intervención para frenar lo que el secretario general de la ONU describió como una operación de limpieza étnica de libro contra los rohingyas birmanos (650.000 refugiados, un tercio de la población de Kosovo) ni para paliar el brutal sufrimiento de la población yemení (al menos un millón de enfermos de cólera). Nadie tampoco se planteó desembarcos masivos de tropas para desbaratar el Califato, que ha sido un centro de fomento del terror igual de temible que el Afganistán de los talibanes y Al Qaeda. Ni siquiera el uso reiterado de armas químicas por parte del régimen de Bachar el Asad convenció a Barack Obama para intervenir rotundamente en Siria. El concepto de “responsabilidad de proteger”, que afloró hace unos años y tuvo su reflejo en la intervención en Libia en 2011, parece haber naufragado tristemente.
Cada circunstancia es diferente, pero el caso es que Occidente parece rehuir operaciones militares abiertas y a gran escala, y opta por acciones a escala menor y de la mano de actores locales, como es el caso en Irak, Siria y menor medida Libia. Rusia, en cambio, ha hecho el recorrido inverso, mostrando en la última década una disponibilidad al combate inédita desde hacía décadas. Lo muestran Georgia (2008), Ucrania (2014) y Siria (2015). China, la gran incógnita, se prepara en silencio, potenciando sus capacidades. Ya se verá para qué.
En el plano del intervencionismo político, también ha habido mutaciones genéticas. Precisamente Obama abanderó una estrategia de interferencia indirecta, la idea de influir en países adversarios a través de la interacción con los mismos, alentando una apertura al mundo de estos regímenes que, en su cálculo, acabaría cambiando su naturaleza. Lo hizo con Cuba, y con Irán. Una estrategia que en algunos aspectos recuerda la Ostpolitik del canciller alemán Willy Brandt, pero redoblada por el potencial transformador de Internet y las redes.
Obviamente no hay margen para la naïveté en las relaciones internacionales. Las interferencias encubiertas son moneda corriente. Es memorable la grabación filtrada de una conversación entre Victoria Nuland, entonces vicesecretaria de Estado, y el embajador de EE UU en Ucrania en el apogeo del Maidán en la que los dos discuten de cómo debería quedar el naciente nuevo Gobierno de Kiev y se intuye un grado de implicación que no atiende a las normales labores diplomáticas. En la Casa Blanca estaba Obama.
Rusia trata de forma cada vez más evidente de desestabilizar países adversarios fomentando la crispación en el seno de sus sociedades, vía ciberrobo de documentos sensibles o de difusión de bulos dañinos. China ha tendido a evitar inmiscuirse en la política de países fuera de su área de influencia, centrándose en los negocios, pero es cada vez más asertiva en su entorno. El propio Irán, que denuncia en estos días interferencias ajenas, no duda en proyectar su influencia en otros países a través de la correa de transmisión de la comunidad chií.
Trump, que ha abandonado la política de Obama de influencia a través de la interacción, espolea vía Twitter una confrontación incendiaria con adversarios (Corea del Norte, Irán) o aliados en desgracia (en estos días, Pakistán). Su retórica parece a veces un intervencionismo abierto en lugar de encubierto.
La agregación de las redes al tradicional arsenal de medios de interferencia (presiones vía intereses económicos, kompromat, músculo militar, etc.) metamorfosea una praxis tan vieja como la realpolitik. Puede que esta sea inevitable. Puede también que aquellos que creen en las democracias liberales esperaran algo más en defensa de los sirios gaseados o de los birmanos perseguidos.
Andrea Rizzi
Madrid, El País
Las autoridades iraníes han acusado repetidamente a potencias extranjeras de fomentar las protestas que han sacudido el país en los últimos días. No hay duda de que los Gobiernos de Estados Unidos, Arabia Saudí e Israel verían con agrado la caída del régimen de la República Islámica y de que los iraníes tienen razones históricas para sospechar de intervenciones foráneas. Los servicios secretos estadounidenses y británicos armaron un golpe de Estado contra el Gobierno del primer ministro Muhamad Mosadeq en 1953 y la actuación occidental durante la guerra con Irak en los ochenta no fue una inmaculada concepción. Pero esos eran otros tiempos, y en esta ocasión los iraníes no han mostrado ninguna prueba concluyente de que haya habido interferencias extranjeras.
De lo que sí hay evidencias es del giro copernicano en la visión tanto del intervencionismo militar como de las interferencias políticas internacionales en los últimos años. Las icónicas fotos de las Azores —en las que quedan retratados George W. Bush, Tony Blair, José María Aznar y José Manuel Durão Barroso mientras preparan la invasión de Irak— marcan un apogeo de las políticas de intervencionismo a partir del cual se han producido inflexiones evidentes. Las fotos son de hace 15 años, y dieron paso a una operación de cambio de régimen de dudosísima legalidad internacional y sin ninguna duda de pésima planificación y ejecución. Solo dos años antes, en circunstancias muy diferentes, había empezado una amplia operación militar internacional en Afganistán contra los talibanes y Al Qaeda; en 1999, una gran operación aérea de la OTAN vinculada a la crisis de Kosovo.
Hoy, esa clase de operaciones a gran escala son una opción generalmente aborrecida por los líderes occidentales. Tanto para objetivos de cambio de régimen (como fue Irak), como de lucha al terrorismo (Afganistán) o catástrofe humanitaria/interés estratégico (Kosovo, debilitamiento Serbia). No hubo ningún planteamiento serio de intervención para frenar lo que el secretario general de la ONU describió como una operación de limpieza étnica de libro contra los rohingyas birmanos (650.000 refugiados, un tercio de la población de Kosovo) ni para paliar el brutal sufrimiento de la población yemení (al menos un millón de enfermos de cólera). Nadie tampoco se planteó desembarcos masivos de tropas para desbaratar el Califato, que ha sido un centro de fomento del terror igual de temible que el Afganistán de los talibanes y Al Qaeda. Ni siquiera el uso reiterado de armas químicas por parte del régimen de Bachar el Asad convenció a Barack Obama para intervenir rotundamente en Siria. El concepto de “responsabilidad de proteger”, que afloró hace unos años y tuvo su reflejo en la intervención en Libia en 2011, parece haber naufragado tristemente.
Cada circunstancia es diferente, pero el caso es que Occidente parece rehuir operaciones militares abiertas y a gran escala, y opta por acciones a escala menor y de la mano de actores locales, como es el caso en Irak, Siria y menor medida Libia. Rusia, en cambio, ha hecho el recorrido inverso, mostrando en la última década una disponibilidad al combate inédita desde hacía décadas. Lo muestran Georgia (2008), Ucrania (2014) y Siria (2015). China, la gran incógnita, se prepara en silencio, potenciando sus capacidades. Ya se verá para qué.
En el plano del intervencionismo político, también ha habido mutaciones genéticas. Precisamente Obama abanderó una estrategia de interferencia indirecta, la idea de influir en países adversarios a través de la interacción con los mismos, alentando una apertura al mundo de estos regímenes que, en su cálculo, acabaría cambiando su naturaleza. Lo hizo con Cuba, y con Irán. Una estrategia que en algunos aspectos recuerda la Ostpolitik del canciller alemán Willy Brandt, pero redoblada por el potencial transformador de Internet y las redes.
Obviamente no hay margen para la naïveté en las relaciones internacionales. Las interferencias encubiertas son moneda corriente. Es memorable la grabación filtrada de una conversación entre Victoria Nuland, entonces vicesecretaria de Estado, y el embajador de EE UU en Ucrania en el apogeo del Maidán en la que los dos discuten de cómo debería quedar el naciente nuevo Gobierno de Kiev y se intuye un grado de implicación que no atiende a las normales labores diplomáticas. En la Casa Blanca estaba Obama.
Rusia trata de forma cada vez más evidente de desestabilizar países adversarios fomentando la crispación en el seno de sus sociedades, vía ciberrobo de documentos sensibles o de difusión de bulos dañinos. China ha tendido a evitar inmiscuirse en la política de países fuera de su área de influencia, centrándose en los negocios, pero es cada vez más asertiva en su entorno. El propio Irán, que denuncia en estos días interferencias ajenas, no duda en proyectar su influencia en otros países a través de la correa de transmisión de la comunidad chií.
Trump, que ha abandonado la política de Obama de influencia a través de la interacción, espolea vía Twitter una confrontación incendiaria con adversarios (Corea del Norte, Irán) o aliados en desgracia (en estos días, Pakistán). Su retórica parece a veces un intervencionismo abierto en lugar de encubierto.
La agregación de las redes al tradicional arsenal de medios de interferencia (presiones vía intereses económicos, kompromat, músculo militar, etc.) metamorfosea una praxis tan vieja como la realpolitik. Puede que esta sea inevitable. Puede también que aquellos que creen en las democracias liberales esperaran algo más en defensa de los sirios gaseados o de los birmanos perseguidos.