Trump va a reconocer Jerusalén como capital de Israel pese a las protestas
Crece la presión de la UE y los países musulmanes para frenar el giro proisraelí del presidente de EEUU
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Donald Trump ha dado la mano a la discordia. En un gesto destinado a desatar la ira en Oriente Próximo, el presidente de Estados Unidos va a reconocer a Jerusalén como capital de Israel, aunque por “motivos logísticos” el traslado de la Embajada desde Tel Aviv requerirá meses o años. De nada han servido las advertencias de la Unión Europea ni del presidente francés, Emmanuel Macron, ni las súplicas y amenazas de los países musulmanes. El presidente Trump, lejos de cualquier consenso, ha vuelto a demostrar que sólo es fiel a sus intereses.
Jerusalén es una herida abierta. Un laberinto del que nadie ha encontrado la salida. Hace 70 años, el acuerdo de partición de Palestina situaba provisionalmente a la ciudad bajo administración internacional. Pero pronto la parte occidental fue ocupada por Israel y tras la guerra de los Seis Días, en junio de 1967, también la oriental. Justo aquella que los palestinos consideran su capital.
En este avispero, Trump ha jugado con fuego. Sabedor de que todas las embajadas radican en Tel Aviv, ha dejado que se filtrase su intención de reconocer la capitalidad de Jerusalén e incluso ha alertado a las legaciones estadounidenses de la posibilidad de protestas. Guardando silencio, al igual que hiciera con su retirada del pacto contra el cambio climático, ha permitido que la tensión escénica se elevase al máximo. El resultado ha sido que en Oriente Próximo y Europa se han multiplicado las presiones para que abandonase la idea, mientras él, con todos los focos apuntándole, se sentaba encima del barril de pólvora a meditar. Es su forma de hacer política.
La decisión oficial será comunicada hoy en un discurso. Su intención es reconocer la “realidad histórica” de Jerusalén y trasladar en cuanto sea posible la embajada. Este cambio de sede ya fue acordado por el Congreso en 1995, pero por “seguridad nacional” lo han postergado desde entonces todos los presidentes. La Casa Blanca argumenta que el movimiento, aunque deseado, es ahora mismo imposible por cuestiones logística. “No hay forma de hacerlo rápidamente. Solo por permisos y seguridad puede tardar años”, señaló un portavoz.
En cualquier caso, el reconocimiento de Jerusalén, con su enorme carga simbólica, supone entrar en territorio hostil. No solo acaba con un consenso internacional mantenido durante décadas por Estados Unidos, sino que arruina, al menos en el corto plazo, los intentos del yerno y asesor presidencial, Jared Kushner, de forjar un acuerdo en Oriente Próximo y acercar Israel a países de mayoría suní como Egipto, Arabia Saudí o Jordania para crear un escudo antiiraní.
En contrapartida, Trump reafirma su fe proisraelí, que tan buenos réditos electorales le proporcionó, y, como ya hizo en febrero, lanza el aviso a los palestinos de que el pasado no le ata y de que su objetivo es abrir un nuevo ciclo donde ni siquiera la solución de dos Estados es necesaria.
Indignación
Es un giro radical y de alta capacidad desestabilizadora. Un nuevo vendaval que ha sido recibido con consternación en una zona devastada por décadas de sangre y fuego. El movimiento islamista Hamás, que controla la franja de Gaza, ya ha amenazado con una nueva Intifada, y la OLP calificó la medida como el “beso de la muerte” para la paz. En Turquía el presidente Recep Tayyip Erdogan sacó a relucir su intención de tomar represalias. “Podrían ir tan lejos como romper nuestras relaciones diplomáticas con Israel. Es una línea roja para el orbe musulmán”, sentenció.
De forma menos belicosa, aunque con las mismas dosis de indignación, se expresó la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), que aglutina a los países musulmanes. En un comunicado, advirtió a EE UU que el traslado supondría reconocer a esta ciudad como la capital del Estado israelí e ignorar la ocupación militar de Jerusalén Este, territorio palestino. “Sería una agresión descarada, no solo contra la comunidad árabe e islámica, sino también contra los derechos de los musulmanes y los cristianos por igual, y contra los derechos nacionales de los palestinos”, remachó.
Del lado europeo, el presidente francés, Emmanuel Macron, intentó sin éxito frenar a Trump en una conversación telefónica en la que le recordó que “la cuestión de Jerusalén debería tratarse en el marco de las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, aspirando a la creación de dos Estados que vivan juntos en paz con Jerusalén como capital”. Tampoco tuvo mayor éxito la jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, quien pidió “evitar toda acción que mine una solución a dos Estados entre Israel y Palestina”. Ni musulmanes ni europeos fueron escuchados. La Casa Blanca, nuevamente, desoyó a la comunidad internacional.
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Donald Trump ha dado la mano a la discordia. En un gesto destinado a desatar la ira en Oriente Próximo, el presidente de Estados Unidos va a reconocer a Jerusalén como capital de Israel, aunque por “motivos logísticos” el traslado de la Embajada desde Tel Aviv requerirá meses o años. De nada han servido las advertencias de la Unión Europea ni del presidente francés, Emmanuel Macron, ni las súplicas y amenazas de los países musulmanes. El presidente Trump, lejos de cualquier consenso, ha vuelto a demostrar que sólo es fiel a sus intereses.
Jerusalén es una herida abierta. Un laberinto del que nadie ha encontrado la salida. Hace 70 años, el acuerdo de partición de Palestina situaba provisionalmente a la ciudad bajo administración internacional. Pero pronto la parte occidental fue ocupada por Israel y tras la guerra de los Seis Días, en junio de 1967, también la oriental. Justo aquella que los palestinos consideran su capital.
En este avispero, Trump ha jugado con fuego. Sabedor de que todas las embajadas radican en Tel Aviv, ha dejado que se filtrase su intención de reconocer la capitalidad de Jerusalén e incluso ha alertado a las legaciones estadounidenses de la posibilidad de protestas. Guardando silencio, al igual que hiciera con su retirada del pacto contra el cambio climático, ha permitido que la tensión escénica se elevase al máximo. El resultado ha sido que en Oriente Próximo y Europa se han multiplicado las presiones para que abandonase la idea, mientras él, con todos los focos apuntándole, se sentaba encima del barril de pólvora a meditar. Es su forma de hacer política.
La decisión oficial será comunicada hoy en un discurso. Su intención es reconocer la “realidad histórica” de Jerusalén y trasladar en cuanto sea posible la embajada. Este cambio de sede ya fue acordado por el Congreso en 1995, pero por “seguridad nacional” lo han postergado desde entonces todos los presidentes. La Casa Blanca argumenta que el movimiento, aunque deseado, es ahora mismo imposible por cuestiones logística. “No hay forma de hacerlo rápidamente. Solo por permisos y seguridad puede tardar años”, señaló un portavoz.
En cualquier caso, el reconocimiento de Jerusalén, con su enorme carga simbólica, supone entrar en territorio hostil. No solo acaba con un consenso internacional mantenido durante décadas por Estados Unidos, sino que arruina, al menos en el corto plazo, los intentos del yerno y asesor presidencial, Jared Kushner, de forjar un acuerdo en Oriente Próximo y acercar Israel a países de mayoría suní como Egipto, Arabia Saudí o Jordania para crear un escudo antiiraní.
En contrapartida, Trump reafirma su fe proisraelí, que tan buenos réditos electorales le proporcionó, y, como ya hizo en febrero, lanza el aviso a los palestinos de que el pasado no le ata y de que su objetivo es abrir un nuevo ciclo donde ni siquiera la solución de dos Estados es necesaria.
Indignación
Es un giro radical y de alta capacidad desestabilizadora. Un nuevo vendaval que ha sido recibido con consternación en una zona devastada por décadas de sangre y fuego. El movimiento islamista Hamás, que controla la franja de Gaza, ya ha amenazado con una nueva Intifada, y la OLP calificó la medida como el “beso de la muerte” para la paz. En Turquía el presidente Recep Tayyip Erdogan sacó a relucir su intención de tomar represalias. “Podrían ir tan lejos como romper nuestras relaciones diplomáticas con Israel. Es una línea roja para el orbe musulmán”, sentenció.
De forma menos belicosa, aunque con las mismas dosis de indignación, se expresó la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), que aglutina a los países musulmanes. En un comunicado, advirtió a EE UU que el traslado supondría reconocer a esta ciudad como la capital del Estado israelí e ignorar la ocupación militar de Jerusalén Este, territorio palestino. “Sería una agresión descarada, no solo contra la comunidad árabe e islámica, sino también contra los derechos de los musulmanes y los cristianos por igual, y contra los derechos nacionales de los palestinos”, remachó.
Del lado europeo, el presidente francés, Emmanuel Macron, intentó sin éxito frenar a Trump en una conversación telefónica en la que le recordó que “la cuestión de Jerusalén debería tratarse en el marco de las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, aspirando a la creación de dos Estados que vivan juntos en paz con Jerusalén como capital”. Tampoco tuvo mayor éxito la jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, quien pidió “evitar toda acción que mine una solución a dos Estados entre Israel y Palestina”. Ni musulmanes ni europeos fueron escuchados. La Casa Blanca, nuevamente, desoyó a la comunidad internacional.