Camino al totalitarismo
CARLOS-D-MESA
Nunca voté por Evo Morales. No me equivoqué. No sólo por las diferencias de concepción política y de proyecto de futuro para Bolivia, sino por la naturaleza intrínseca que vi cuando -siendo yo presidente- él era jefe de la oposición.
No me cabe la menor duda de que Morales es una de las figuras políticas más relevantes de nuestra historia y esa realidad no cambiará cualquiera sea el desenlace de su paso por la vida pública. Su mayor fuerza ha sido siempre el carácter entre simbólico y mítico que le ha conferido ser el primer Presidente indígena del país.
La Constitución de 2009 completó el objetivo que había iniciado la Revolución de 1952 y que desarrolló el periodo democrático anterior a 2006: movilidad e inclusión social y combate frontal a la discriminación, y al racismo. Los astros alineados le regalaron la mayor bonanza económica de nuestra historia, lo que le permitió un gobierno de gasto e inversión combinados, que dejó un saldo de crecimiento de la clase media, reducción de la pobreza y mejora de las condiciones generales de vida en el país. A la par, altos niveles de prebendalismo, corrupción y frecuentes acciones autoritarias.
Pero Morales traía consigo el veneno letal del caudillismo en su peor versión, la construcción de un liderazgo mesiánico, un vergonzoso culto a la personalidad y la falacia traducida en la aseveración: “El proceso de cambio soy yo”. El Presidente, calificado por sus obsecuentes servidores por su supuesta “clarividencia”, ratificó lo que no es otra cosa que su verdadero móvil, la toma, el disfrute y la preservación indefinida del poder total.
Toda la retórica de transformación de valores, la construcción de un nuevo edificio democrático, el compromiso de que la Constitución de 2009 no sólo era un tiempo de renovación, sino que contaba con una estructura legal que, como alguna vez dijo el vicepresidente García Linera, “ningún cachafaz podrá vulnerar”, se pisoteó sin contemplación ni rubor alguno cuando no convenía a sus intereses.
Tanto en 2011 como en 2017, la elección de las autoridades del Órgano Judicial no es otra cosa que la instalación en esa instancia de empleados del Poder Ejecutivo que obedecen sus órdenes y “moldean” la ley al servicio del autoritarismo. Es lo que el Tribunal Constitucional ha hecho dos veces. Los insignificantes personajes que lo integran (con el voto de menos del 5% de los ciudadanos) no merecen ser recordados, pero deben ser juzgados por prevaricato, como tornillos que son de una maquinaria bien engrasada.
En 2013, vulnerando el mandato expreso de la CPE, habilitaron de modo penoso la tercera elección del Primer Mandatario. En 2017, antes de irse, cumplen la tarea sucia de degradar la CPE al declarar inaplicables cuatro de sus artículos, se mofan de la soberanía popular expresada el 21F y pretenden que la Convención Interamericana de Derechos Humanos los avala. Niegan el espíritu de su artículo 23, que garantiza derechos de los ciudadanos frente a eventuales arbitrariedades del poder, y quieren olvidar que la Comisión Interamericana de DDHH se pronunció en 1993 expresamente en contra de la interpretación del “Derecho Preferente”, en un fallo específico e inequívoco sobre este tema (informe 30/93, caso 10.804).
Como si este régimen fuera producto de una revolución y no del voto popular, nos dicen que llegaron para quedarse. Si la ley que ellos mismos promulgaron les es útil bien, si no la desechan y, sin más, ¡declaran inconstitucional la propia Constitución! que con gran pompa y circunstancia promulgó con su firma el Presidente en la ciudad de El Alto, el 7 de febrero de 2009. Cae el velo, lo único que importa es el poder total. ¿El proyecto histórico? Gobernar por siempre…
Evo Morales, finalmente, ha cruzado el río que separa la democracia del totalitarismo. Lo que viene es muy claro, la preparación de un proceso electoral que garantice el triunfo del Presidente-candidato al costo que sea necesario. El celofán democrático -ya inútil- seguirá intentando cubrir el corazón autoritario que late en el pecho de los gobernantes, que quieren mandar a Bolivia hasta el último día de sus vidas.
Escribo estas líneas desde una convicción expresada públicamente innumerables veces, la del ciudadano que ni es ni quiere ser candidato a la presidencia de Bolivia.
Carlos D. Mesa Gisbert fue presidente constitucional de Bolivia.
Nunca voté por Evo Morales. No me equivoqué. No sólo por las diferencias de concepción política y de proyecto de futuro para Bolivia, sino por la naturaleza intrínseca que vi cuando -siendo yo presidente- él era jefe de la oposición.
No me cabe la menor duda de que Morales es una de las figuras políticas más relevantes de nuestra historia y esa realidad no cambiará cualquiera sea el desenlace de su paso por la vida pública. Su mayor fuerza ha sido siempre el carácter entre simbólico y mítico que le ha conferido ser el primer Presidente indígena del país.
La Constitución de 2009 completó el objetivo que había iniciado la Revolución de 1952 y que desarrolló el periodo democrático anterior a 2006: movilidad e inclusión social y combate frontal a la discriminación, y al racismo. Los astros alineados le regalaron la mayor bonanza económica de nuestra historia, lo que le permitió un gobierno de gasto e inversión combinados, que dejó un saldo de crecimiento de la clase media, reducción de la pobreza y mejora de las condiciones generales de vida en el país. A la par, altos niveles de prebendalismo, corrupción y frecuentes acciones autoritarias.
Pero Morales traía consigo el veneno letal del caudillismo en su peor versión, la construcción de un liderazgo mesiánico, un vergonzoso culto a la personalidad y la falacia traducida en la aseveración: “El proceso de cambio soy yo”. El Presidente, calificado por sus obsecuentes servidores por su supuesta “clarividencia”, ratificó lo que no es otra cosa que su verdadero móvil, la toma, el disfrute y la preservación indefinida del poder total.
Toda la retórica de transformación de valores, la construcción de un nuevo edificio democrático, el compromiso de que la Constitución de 2009 no sólo era un tiempo de renovación, sino que contaba con una estructura legal que, como alguna vez dijo el vicepresidente García Linera, “ningún cachafaz podrá vulnerar”, se pisoteó sin contemplación ni rubor alguno cuando no convenía a sus intereses.
Tanto en 2011 como en 2017, la elección de las autoridades del Órgano Judicial no es otra cosa que la instalación en esa instancia de empleados del Poder Ejecutivo que obedecen sus órdenes y “moldean” la ley al servicio del autoritarismo. Es lo que el Tribunal Constitucional ha hecho dos veces. Los insignificantes personajes que lo integran (con el voto de menos del 5% de los ciudadanos) no merecen ser recordados, pero deben ser juzgados por prevaricato, como tornillos que son de una maquinaria bien engrasada.
En 2013, vulnerando el mandato expreso de la CPE, habilitaron de modo penoso la tercera elección del Primer Mandatario. En 2017, antes de irse, cumplen la tarea sucia de degradar la CPE al declarar inaplicables cuatro de sus artículos, se mofan de la soberanía popular expresada el 21F y pretenden que la Convención Interamericana de Derechos Humanos los avala. Niegan el espíritu de su artículo 23, que garantiza derechos de los ciudadanos frente a eventuales arbitrariedades del poder, y quieren olvidar que la Comisión Interamericana de DDHH se pronunció en 1993 expresamente en contra de la interpretación del “Derecho Preferente”, en un fallo específico e inequívoco sobre este tema (informe 30/93, caso 10.804).
Como si este régimen fuera producto de una revolución y no del voto popular, nos dicen que llegaron para quedarse. Si la ley que ellos mismos promulgaron les es útil bien, si no la desechan y, sin más, ¡declaran inconstitucional la propia Constitución! que con gran pompa y circunstancia promulgó con su firma el Presidente en la ciudad de El Alto, el 7 de febrero de 2009. Cae el velo, lo único que importa es el poder total. ¿El proyecto histórico? Gobernar por siempre…
Evo Morales, finalmente, ha cruzado el río que separa la democracia del totalitarismo. Lo que viene es muy claro, la preparación de un proceso electoral que garantice el triunfo del Presidente-candidato al costo que sea necesario. El celofán democrático -ya inútil- seguirá intentando cubrir el corazón autoritario que late en el pecho de los gobernantes, que quieren mandar a Bolivia hasta el último día de sus vidas.
Escribo estas líneas desde una convicción expresada públicamente innumerables veces, la del ciudadano que ni es ni quiere ser candidato a la presidencia de Bolivia.
Carlos D. Mesa Gisbert fue presidente constitucional de Bolivia.