Un Puerto Rico en ruinas sufre un éxodo masivo
Más de 150.000 boricuas se han ido a Florida desde el huracán María en una estampida que podría llegar a convertirse en la mayor ola migratoria de la historia del Caribe
Pablo de Llano
Orlando, El País
Lo que sabe Nadja de Orlando, la ciudad a la que la trajo su madre hace dos semanas, es que cerca está Disney y que allí vive Cenicienta, que es "bella, bella, bella".
Luego, la niña de tres años se levanta, toma una escoba y se pone a barrer bailando el suelo de cemento de la nave a la que fueron el martes a por productos de ayuda que reparte a los puertorriqueños recién llegados la ONG CASA. Nadja y su madre Zuleyka Rivera, de 26 años, triste aunque se esfuerce en sonreir, son dos de los más de 150.000 que se han ido de la isla a Florida en dos meses desde el impacto del huracán María.
El éxodo, causado por las extremas dificultades para vivir en un Puerto Rico devastado, ya está al nivel o ha superado al de los cubanos del Mariel en los ochenta o a los desplazamientos provocados por el huracán Katrina. Su ritmo vertiginoso no tiene freno. "Todo parece indicar que se acelerará y se convertirá en la ola migratoria más grande y sostenida en la historia de la isla y quizás del Caribe", dice Jorge Duany, especialista en Puerto Rico de la Florida International University. Entre 1945 y 1965 hubo un flujo de 640.000 boricuas –gentilicio de la isla– a EE UU, y de 2000 a 2016 otro de 696.000, apunta Duany, intensificado desde hace una década por la interminable recesión puertorriqueña.
El año pasado residían en EE UU 5,4 millones de personas originarias de la isla, dos más que los 3,4 millones que vivían en la isla antes de María. La nueva estampida agravará el despoblamiento de Puerto Rico y su crisis económica por más que se disparen las remesas. Los efectos del huracán son tan demoledores como sus vientos: mientras el país sigue en ruinas, con las infraetructuras en un estado deplorable, la mitad de la población sin energía eléctrica y con el pronóstico de que no se recuperará hasta 2044 –según José Alameda, catedrático de la Universidad de Puerto Rico–, otra generación en edad productiva hace las maletas.
La idea de marcharse es "un ansia generalizada", dice desde Puerto Rico la escritora y periodista Ana Teresa Toro, de 34 años. "Es dolorosa la sensación que impera de que muchos estarían mejor en cualquier otra parte. Pero también es doloroso preguntarse: ¿qué calidad de vida alcanzaremos como país después de esto? Es triste. La casa se nos fue. Metafóricamente para unos. Literalmente para muchos".
María destruyó en su totalidad 57.000 viviendas, dejó daños mayores en 254.000 y menores en 205.000. La casa de Jesús Caldera, de 31 años, perdió el techo, y Jesús Caldera ha emigrado a Orlando para tener un techo nuevo. Hace unos días que alquiló un apartamento donde su hijo Rohan, de cinco años, disfruta rodando por la moqueta de un hogar aún vacío de muebles y en el que duermen en un colchón en el suelo. El niño ya va a la escuela. Jesús por ahora no tiene coche y lo lleva cada mañana en un carrito enganchado a una bici. Son cinco kilómetros, 45 minutos de pedaleo. "Me viene bien", bromea, "en Puerto Rico había dejado de hacer deporte".
"Mi plan es quedarme aquí", afirma Caldera, que también ha traído a su hija Zoe, de cuatro años. "Si no los tuviera a ellos tal vez no me hubiera ido y habría aguantado allí. Pero mi prioridad es su futuro y su seguridad". Decidió emigrar cuando al suplicio que implicaban tareas como abastecerse de gasolina o de agua potable se sumó el temor a posibles brotes infecciosos como la leptospirosis, que puede ser mortal. "En EE UU estoy tranquilo y los niños aprenden inglés", dice.
–Oh, shit! –exclamaba Rohan poco antes ensimismado en un videojuego con el teléfono de su padre.
Caldera, que en la isla trabajaba de vendedor de coches, ya se ilusiona con la idea de poder llegar a comprarse una de esas furgonetas mastodónticas que se estilan en EE UU. Tal vez en 2020, si le ha ido bien, pueda ir subido a su monstruo a votar en las próximas elecciones presidenciales. Puerto Rico es un Estado Libre Asociado a EE UU y los boricuas tienen derecho a voto si residen en un de los 50 estados americanos. Caldera dice que no es "muy político" pero tiene claro que si Donald Trump se presentase a la reelección "jamás" lo votaría. Lo mismo dice Zuleyka Rivera, que no olvidará su grosería cuando visitó la isla tras el huracán y lanzó rollos de papel de cocina a la gente como si estuviera jugando al baloncesto. "Eso dolió mucho. Fue una falta de respeto", dice.
Jesús Caldera y su hijo Rohan en un centro de ayuda a emigrantes puertorriqueños en Orlando.
Jesús Caldera y su hijo Rohan en un centro de ayuda a emigrantes puertorriqueños en Orlando. PABLO DE LLANO
Florida es un estado determinante en las presidenciales y suele decidirse por la mínima. Trump lo ganó en 2016. Si se vuelve a presentar su mala imagen entre los boricuas podría costarle cara por el aumento del peso demográfico de esta comunidad, de por sí de tendencia demócrata, en Orlando y en el resto de Florida Central. "Pero el Partido Demócrata no puede darlo por hecho", advierte Michael Grunwald, residente en Florida y periodista de Político, "porque a Marco Rubio, si fuera el candidato republicano, le podría ir mejor con los boricuas; y en 2016 Trump tuvo un resultado mejor de lo esperado en esta zona, donde el influjo de puertorriqueños demócratas podría espolear el voto blanco republicano".
Con todo, las preocupaciones de los recién llegados de la isla son otras, más apremiantes, y parte de ellos piensan en regresar cuando las cosas se vayan normalizando. Rivera no se saca de la cabeza a su hijo Kenniel, de nueve años, que se ha quedado en Puerto Rico con su padre, del que ella está divorciada y que tiene la custodia del niño. "Si no tuviera allí a mi hijo posiblemente me quedaría en Orlando, pero me preocupa que pase necesidades y quiero estar con los dos".
Mientras tanto viven en casa de la abuela paterna de Nadja, María Rosa Torres, de 74 años. La señora abre con una sonrisa la puerta de la vivienda de planta baja, en un típico barrio suburbial americano, cuando madre e hija regresan al atardecer del centro de ayuda de CASA, donde a la pequeña le regalaron dos peluches, un perro de colores con la lengua fuera y una muñeca a la que bautizó enseguida "Princesa".
La abuela, que vive con un hija, había estado dos años en Orlando tratándose de una afección pulmonar y en verano se encontraba mejor y decidió regresar a Puerto Rico. Semanas después llegó María y volvieron sus problemas respiratorios. "Fue tan fuerte que se llevó hasta el viento. Nos dejó sin aire", dice Torres con el talento natural caribeño para la visión poética de la realidad –por nefasta que sea–. "Así que me vine para recuperar el oxígeno", cuenta junto a la puerta, de la que ya cuelga un centro navideño con bolas brillantes.
"Ahora aún no me atrevo, pero cuando haya luz volveré", dice María Rosa. "Mi tierra es mi tierra".
Pablo de Llano
Orlando, El País
Lo que sabe Nadja de Orlando, la ciudad a la que la trajo su madre hace dos semanas, es que cerca está Disney y que allí vive Cenicienta, que es "bella, bella, bella".
Luego, la niña de tres años se levanta, toma una escoba y se pone a barrer bailando el suelo de cemento de la nave a la que fueron el martes a por productos de ayuda que reparte a los puertorriqueños recién llegados la ONG CASA. Nadja y su madre Zuleyka Rivera, de 26 años, triste aunque se esfuerce en sonreir, son dos de los más de 150.000 que se han ido de la isla a Florida en dos meses desde el impacto del huracán María.
El éxodo, causado por las extremas dificultades para vivir en un Puerto Rico devastado, ya está al nivel o ha superado al de los cubanos del Mariel en los ochenta o a los desplazamientos provocados por el huracán Katrina. Su ritmo vertiginoso no tiene freno. "Todo parece indicar que se acelerará y se convertirá en la ola migratoria más grande y sostenida en la historia de la isla y quizás del Caribe", dice Jorge Duany, especialista en Puerto Rico de la Florida International University. Entre 1945 y 1965 hubo un flujo de 640.000 boricuas –gentilicio de la isla– a EE UU, y de 2000 a 2016 otro de 696.000, apunta Duany, intensificado desde hace una década por la interminable recesión puertorriqueña.
El año pasado residían en EE UU 5,4 millones de personas originarias de la isla, dos más que los 3,4 millones que vivían en la isla antes de María. La nueva estampida agravará el despoblamiento de Puerto Rico y su crisis económica por más que se disparen las remesas. Los efectos del huracán son tan demoledores como sus vientos: mientras el país sigue en ruinas, con las infraetructuras en un estado deplorable, la mitad de la población sin energía eléctrica y con el pronóstico de que no se recuperará hasta 2044 –según José Alameda, catedrático de la Universidad de Puerto Rico–, otra generación en edad productiva hace las maletas.
La idea de marcharse es "un ansia generalizada", dice desde Puerto Rico la escritora y periodista Ana Teresa Toro, de 34 años. "Es dolorosa la sensación que impera de que muchos estarían mejor en cualquier otra parte. Pero también es doloroso preguntarse: ¿qué calidad de vida alcanzaremos como país después de esto? Es triste. La casa se nos fue. Metafóricamente para unos. Literalmente para muchos".
María destruyó en su totalidad 57.000 viviendas, dejó daños mayores en 254.000 y menores en 205.000. La casa de Jesús Caldera, de 31 años, perdió el techo, y Jesús Caldera ha emigrado a Orlando para tener un techo nuevo. Hace unos días que alquiló un apartamento donde su hijo Rohan, de cinco años, disfruta rodando por la moqueta de un hogar aún vacío de muebles y en el que duermen en un colchón en el suelo. El niño ya va a la escuela. Jesús por ahora no tiene coche y lo lleva cada mañana en un carrito enganchado a una bici. Son cinco kilómetros, 45 minutos de pedaleo. "Me viene bien", bromea, "en Puerto Rico había dejado de hacer deporte".
"Mi plan es quedarme aquí", afirma Caldera, que también ha traído a su hija Zoe, de cuatro años. "Si no los tuviera a ellos tal vez no me hubiera ido y habría aguantado allí. Pero mi prioridad es su futuro y su seguridad". Decidió emigrar cuando al suplicio que implicaban tareas como abastecerse de gasolina o de agua potable se sumó el temor a posibles brotes infecciosos como la leptospirosis, que puede ser mortal. "En EE UU estoy tranquilo y los niños aprenden inglés", dice.
–Oh, shit! –exclamaba Rohan poco antes ensimismado en un videojuego con el teléfono de su padre.
Caldera, que en la isla trabajaba de vendedor de coches, ya se ilusiona con la idea de poder llegar a comprarse una de esas furgonetas mastodónticas que se estilan en EE UU. Tal vez en 2020, si le ha ido bien, pueda ir subido a su monstruo a votar en las próximas elecciones presidenciales. Puerto Rico es un Estado Libre Asociado a EE UU y los boricuas tienen derecho a voto si residen en un de los 50 estados americanos. Caldera dice que no es "muy político" pero tiene claro que si Donald Trump se presentase a la reelección "jamás" lo votaría. Lo mismo dice Zuleyka Rivera, que no olvidará su grosería cuando visitó la isla tras el huracán y lanzó rollos de papel de cocina a la gente como si estuviera jugando al baloncesto. "Eso dolió mucho. Fue una falta de respeto", dice.
Jesús Caldera y su hijo Rohan en un centro de ayuda a emigrantes puertorriqueños en Orlando.
Jesús Caldera y su hijo Rohan en un centro de ayuda a emigrantes puertorriqueños en Orlando. PABLO DE LLANO
Florida es un estado determinante en las presidenciales y suele decidirse por la mínima. Trump lo ganó en 2016. Si se vuelve a presentar su mala imagen entre los boricuas podría costarle cara por el aumento del peso demográfico de esta comunidad, de por sí de tendencia demócrata, en Orlando y en el resto de Florida Central. "Pero el Partido Demócrata no puede darlo por hecho", advierte Michael Grunwald, residente en Florida y periodista de Político, "porque a Marco Rubio, si fuera el candidato republicano, le podría ir mejor con los boricuas; y en 2016 Trump tuvo un resultado mejor de lo esperado en esta zona, donde el influjo de puertorriqueños demócratas podría espolear el voto blanco republicano".
Con todo, las preocupaciones de los recién llegados de la isla son otras, más apremiantes, y parte de ellos piensan en regresar cuando las cosas se vayan normalizando. Rivera no se saca de la cabeza a su hijo Kenniel, de nueve años, que se ha quedado en Puerto Rico con su padre, del que ella está divorciada y que tiene la custodia del niño. "Si no tuviera allí a mi hijo posiblemente me quedaría en Orlando, pero me preocupa que pase necesidades y quiero estar con los dos".
Mientras tanto viven en casa de la abuela paterna de Nadja, María Rosa Torres, de 74 años. La señora abre con una sonrisa la puerta de la vivienda de planta baja, en un típico barrio suburbial americano, cuando madre e hija regresan al atardecer del centro de ayuda de CASA, donde a la pequeña le regalaron dos peluches, un perro de colores con la lengua fuera y una muñeca a la que bautizó enseguida "Princesa".
La abuela, que vive con un hija, había estado dos años en Orlando tratándose de una afección pulmonar y en verano se encontraba mejor y decidió regresar a Puerto Rico. Semanas después llegó María y volvieron sus problemas respiratorios. "Fue tan fuerte que se llevó hasta el viento. Nos dejó sin aire", dice Torres con el talento natural caribeño para la visión poética de la realidad –por nefasta que sea–. "Así que me vine para recuperar el oxígeno", cuenta junto a la puerta, de la que ya cuelga un centro navideño con bolas brillantes.
"Ahora aún no me atrevo, pero cuando haya luz volveré", dice María Rosa. "Mi tierra es mi tierra".