Las turbulencias que nos esperan
Los encarcelamientos están actuando de aguijón que despierta a un independentismo en horas bajas
Lluís Bassets
El País
Hay dos formas al menos, ambas bien interesantes, de leer la súbita estampida de los dos bancos catalanes y de 2.000 empresas, una como reproche y otra como advertencia. La primera es bien clara. Los empresarios que callaron durante cinco años ahora se precipitan a votar con los pies: ustedes, con lo que están haciendo, no tienen mi adhesión. Junqueras lo minimizó con excusas de mal pagador, como si los empresarios no atendieran a las señales de los mercados, a la actitud de los inversores o al significado de la salida de la zona euro, y sí a las presiones del malvado Rajoy o a la ideología supuestamente conservadora y españolista de quienes tomaron tales decisiones. O peor aún, tal como lo interpretó uno de sus economistas de cabecera, como si hubieran sido las imágenes de la reprobable actuación policial el 1-O, y no el propio referéndum unilateral e ilegal con sus propósitos de independencia automática e inmediata, las que hubieran provocado el pánico empresarial.
Si esta lectura es diáfana sobre la imposibilidad de una independencia catalana, profecía que se confirma a sí misma desde el momento en que la hace suya una parte tan sustancial de la sociedad, la segunda lectura, como admonición, es la que explica lo que está sucediendo ahora, una vez liquidado el proyecto de independencia fácil y feliz y cuando nos dirigimos hacia un camino que se antoja lleno de curvas, barrancos y obstáculos, si es que no nos espera una catástrofe de dimensiones desconocidas. Lo que dice la admonición es descorazonador porque es una apuesta por el peor de los escenarios una vez visto que no habrá independencia: esto va duro y va para largo; gocemos lo que tenemos hoy porque lo que tendremos mañana será peor; que no regrese nadie de los que se han ido; y que se den prisa quienes todavía están a tiempo de ponerse a resguardo. La causa de tan preocupante indeterminación, que no permite otear una salida al conflicto ni siquiera en el horizonte bien próximo de las elecciones del 21-D, es la ausencia de dirección, o de liderazgo si se quiere, en ninguna de las dos partes enfrentadas.
El Gobierno de Rajoy es el más débil que haya tenido la democracia. Por su mayoría parlamentaria insuficiente, por la corrupción devastadora que ha erosionado la credibilidad de su partido y por la personalidad del propio presidente. A ello se añade un nuevo desequilibrio de poderes, que algunos observadores como Juan Rodríguez Teruel (Procés y judicialización de la megapolítica, Agenda Pública) consideran una fenómeno generalizado, entre el Ejecutivo y el Judicial, de forma que este último es el llamado a resolver los grandes problemas, ante la ausencia de compromiso y de voluntad política por parte de los gobernantes.
Este fenómeno se ha encarnado de forma concreta en la llamada judicialización de la política en el conflicto catalán, resultado del subarriendo a los fiscales, jueces y Tribunal Constitucional de la tarea de cerrar el paso al proyecto independentista. Resultado de este subarriendo es que la política se ve sometida a los ritmos y a las contradicciones de la justicia, y no al contrario como ingenuamente denuncian algunos al pretender que los jueces establezcan treguas en función de las convocatorias electorales más delicadas.
El movimiento independentista, por su parte, constantemente dividido y enfrentado, ha tenido su tracción directora principal fuera de las instituciones, sea el gobierno, sean los partidos, hasta el punto de contar con una dirección invisible escurridiza, sobre la que hay más conjeturas que noticias comprobadas, especialmente respecto a su composición y estructura permanente. El análisis empírico demuestra además la existencia de una dinámica de radicalización desde el primer día, lo que lleva a que siempre ganen las posiciones más extremas, que suelen coincidir con las de la CUP. Junto a la determinación con que se levantan quienes dirigen el movimiento ante cada golpe recibido, todo hace pensar que nada les frenará si no es una derrota definitiva y sin paliativos.
Se entiende así la dificultad de remansar la tensión entre un Gobierno democrático muy débil, que debe respetar la división de poderes, y un movimiento con mayorías insuficientes pero muy amplias, que se encuentra dividido y acosado, pero a la vez dirigido con determinación bolchevique. Nada conduce a las transacciones entre dos partes, al contrario, por lo que al final de las cuentas cada una de ellas descarta cualquier opción que no sea la aniquilación del adversario, aunque sea pagando el precio más alto posible para una victoria pírrica e inútil. También permite entender el último meandro del conflicto, en el que la eficaz aplicación del artículo 155 por parte de Rajoy se ha visto inmediatamente neutralizada por el desastre producido por la juez Lamela con el auto de encarcelamiento del vicepresidente Oriol Junqueras y de ocho consejeros más, que está actuando como un aguijón removilizador para un independentismo que se hallaba ya en horas bajas.
Lluís Bassets
El País
Hay dos formas al menos, ambas bien interesantes, de leer la súbita estampida de los dos bancos catalanes y de 2.000 empresas, una como reproche y otra como advertencia. La primera es bien clara. Los empresarios que callaron durante cinco años ahora se precipitan a votar con los pies: ustedes, con lo que están haciendo, no tienen mi adhesión. Junqueras lo minimizó con excusas de mal pagador, como si los empresarios no atendieran a las señales de los mercados, a la actitud de los inversores o al significado de la salida de la zona euro, y sí a las presiones del malvado Rajoy o a la ideología supuestamente conservadora y españolista de quienes tomaron tales decisiones. O peor aún, tal como lo interpretó uno de sus economistas de cabecera, como si hubieran sido las imágenes de la reprobable actuación policial el 1-O, y no el propio referéndum unilateral e ilegal con sus propósitos de independencia automática e inmediata, las que hubieran provocado el pánico empresarial.
Si esta lectura es diáfana sobre la imposibilidad de una independencia catalana, profecía que se confirma a sí misma desde el momento en que la hace suya una parte tan sustancial de la sociedad, la segunda lectura, como admonición, es la que explica lo que está sucediendo ahora, una vez liquidado el proyecto de independencia fácil y feliz y cuando nos dirigimos hacia un camino que se antoja lleno de curvas, barrancos y obstáculos, si es que no nos espera una catástrofe de dimensiones desconocidas. Lo que dice la admonición es descorazonador porque es una apuesta por el peor de los escenarios una vez visto que no habrá independencia: esto va duro y va para largo; gocemos lo que tenemos hoy porque lo que tendremos mañana será peor; que no regrese nadie de los que se han ido; y que se den prisa quienes todavía están a tiempo de ponerse a resguardo. La causa de tan preocupante indeterminación, que no permite otear una salida al conflicto ni siquiera en el horizonte bien próximo de las elecciones del 21-D, es la ausencia de dirección, o de liderazgo si se quiere, en ninguna de las dos partes enfrentadas.
El Gobierno de Rajoy es el más débil que haya tenido la democracia. Por su mayoría parlamentaria insuficiente, por la corrupción devastadora que ha erosionado la credibilidad de su partido y por la personalidad del propio presidente. A ello se añade un nuevo desequilibrio de poderes, que algunos observadores como Juan Rodríguez Teruel (Procés y judicialización de la megapolítica, Agenda Pública) consideran una fenómeno generalizado, entre el Ejecutivo y el Judicial, de forma que este último es el llamado a resolver los grandes problemas, ante la ausencia de compromiso y de voluntad política por parte de los gobernantes.
Este fenómeno se ha encarnado de forma concreta en la llamada judicialización de la política en el conflicto catalán, resultado del subarriendo a los fiscales, jueces y Tribunal Constitucional de la tarea de cerrar el paso al proyecto independentista. Resultado de este subarriendo es que la política se ve sometida a los ritmos y a las contradicciones de la justicia, y no al contrario como ingenuamente denuncian algunos al pretender que los jueces establezcan treguas en función de las convocatorias electorales más delicadas.
El movimiento independentista, por su parte, constantemente dividido y enfrentado, ha tenido su tracción directora principal fuera de las instituciones, sea el gobierno, sean los partidos, hasta el punto de contar con una dirección invisible escurridiza, sobre la que hay más conjeturas que noticias comprobadas, especialmente respecto a su composición y estructura permanente. El análisis empírico demuestra además la existencia de una dinámica de radicalización desde el primer día, lo que lleva a que siempre ganen las posiciones más extremas, que suelen coincidir con las de la CUP. Junto a la determinación con que se levantan quienes dirigen el movimiento ante cada golpe recibido, todo hace pensar que nada les frenará si no es una derrota definitiva y sin paliativos.
Se entiende así la dificultad de remansar la tensión entre un Gobierno democrático muy débil, que debe respetar la división de poderes, y un movimiento con mayorías insuficientes pero muy amplias, que se encuentra dividido y acosado, pero a la vez dirigido con determinación bolchevique. Nada conduce a las transacciones entre dos partes, al contrario, por lo que al final de las cuentas cada una de ellas descarta cualquier opción que no sea la aniquilación del adversario, aunque sea pagando el precio más alto posible para una victoria pírrica e inútil. También permite entender el último meandro del conflicto, en el que la eficaz aplicación del artículo 155 por parte de Rajoy se ha visto inmediatamente neutralizada por el desastre producido por la juez Lamela con el auto de encarcelamiento del vicepresidente Oriol Junqueras y de ocho consejeros más, que está actuando como un aguijón removilizador para un independentismo que se hallaba ya en horas bajas.