Han envenenado a mi perra ‘Maya’ y se va a morir

Esta es la historia de la pérdida de un animal y la lucha de su familia para que no se convierta en un número más

Berta Ferrero
El País
Maya es una perra preciosa de color marrón y blanco, una mestiza de golden retriever y border collie de casi cinco años que es la alegría de su casa. Al final murió. Peleó como una jabata durante 48 horas contra el veneno que ingirió en un parque público de Pamplona y que arrasó su cuerpo, llevándose por delante todo lo que encontraba por dentro. Pero existen varias razones por las que todavía se habla de ella en presente, como si un raticida no hubiera ganado esa última batalla. En primer lugar porque no hace ni una semana que estaba en casa con su familia. Feliz, sana, tranquila. En segundo, porque su recuerdo está más vivo que nunca, poniendo cara, nombre y fecha a una reivindicación que sus dueños han comenzado a dar forma en una petición en change.org contra el envenenamiento de animales (o cualquier ser vivo, incluidos los humanos) en lugares públicos. En tercero, porque en cuestión de horas se ha convertido en la perra de todos. Puede que en otro hogar exista otro can que tenga otra cara, responda a otro nombre, tenga otro carácter, tamaño o peculiaridad. Da igual. Todos pueden ser Maya. Todos, ahora, en presente, son Maya.


Alberto Riol, de 33 años, decidió adoptarla hace cuatro años. En aquel momento, Maya tenía casi cinco meses y supo de ella gracias a una amiga de su pareja, que le habló de un perrito en adopción de una asociación que, paradojas de la vida, se llama Animales sin suerte. Aquel perrito tuvo algunas complicaciones y por unas cosas u otras la adoptada acabó siendo Maya. Él, que es hijo único y está muy unido a sus padres, decidió dar el paso para ampliar la familia, para que sus padres estuvieran acompañados cuando él empezara a pasar largas temporadas en Madrid, por trabajo, y para que su madre, que había sufrido un cáncer y varias depresiones, tuviera alguna razón más para aferrarse a la vida. Y llegó ella. Pura luz. Energía viva. Su llegada fue un despertar general. Para la madre de Alberto, Puy Montón, que creó un vínculo especial con ella, y para su padre, Eduardo Riol, que nunca pensó que podría querer tanto a un animal y llorar tanto por la pérdida de un ser querido.

Maya creció dando y recibiendo amor a raudales. Porque Alberto es de los que piensan que un animal acaba siendo una calcomanía de sus dueños. Si derrochas amor, tu animal hará lo mismo. O tal vez en este caso fuera al revés. Nunca se sabe. Porque Maya llegó siendo una loquita que emanaba constantemente energía positiva y la comunión con su familia fue inmediata, como si estuviera escrito que ella había nacido para ser la cuarta integrante de la familia Riol Montón.

Maya era la perra de los ojos pintados a lo Cleopatra, la que era feliz con su mantita morada, la que coleccionaba pelotas, propias y ajenas, y la que adoraba más que nada en este mundo, comer pan. No se sabe si fue eso lo que se llevó a la boca en el pipican de La Taconera, donde Puy la llevó el lunes de la semana pasada para que corriera un rato, como era habitual. Allí fue donde unos “pirómanos”, como Alberto llama a la gente que se dedica a hacer “daño de esta manera a seres inocentes” dejaron comida contaminada con matarratas. Un veneno difícil de detectar en las primeras horas de envenenamiento, vitales para empezar un tratamiento y para que el animal tenga alguna oportunidad de recuperarse.

El martes, un día después, Maya estaba decaída, triste, pero Puy pensó que se debía a que Alberto se había ido a Madrid, en esta ocasión con Eduardo, su padre, que quería acompañarlo a hacerse unas pruebas médicas. Maya solía ponerse triste cuando un miembro del núcleo familiar se iba unos días, así que no le dio importancia. El miércoles, sin embargo, los síntomas fueron más evidentes: con dolores, la perra hizo sus necesidades en casa, con sangre, y a Puy se le paró el corazón. A partir de ahí, Alberto, que viajó con su padre (y su suegra, que se desvivió por llevarles en coche) lo más rápido que pudo a Pamplona, narró a través de Twitter de una manera desgarradora cómo su perra luchaba ferozmente por su vida, cómo vivieron una especie de espejismo y cómo se chocaron finalmente con la realidad.

“Nos despedimos de ella, estuvimos acariciándola, diciéndole lo mucho que la queríamos. Y nos miró, tranquila. Así se fue apagando”, cuenta Alberto, con la voz quebrada y el corazón en un puño. Es consciente de que, lamentablemente, otros animales han corrido la misma suerte que Maya. En Pamplona y por el resto de España. Muchos de sus dueños no denuncian, así que el número contabilizado de ataques de este tipo no es real. La razón por la que la gente no acude a la policía es precisamente por la sensación de impunidad que se tiene y por la dificultad de encontrar pruebas contra personas determinadas. Según el Código Penal, este delito está castigado con una pena de entre cuatro meses y dos años de prisión. Alberto y sus padres denunciaron ante la Policía Municipal. Saben que es difícil encontrar al o los responsables de la muerte de Maya, pero sienten que deben hacer algo para honrar su memoria y por todos aquellos que aún van tranquilamente a correr al pipican.

“No queremos que sea una estadística, un número más, una perra más que murió envenenada. Por eso hemos creado el change.org, para que no vuelva a pasar con otros, para que se haga algo para evitarlo”. Por lo pronto, varios concejales de Ayuntamiento de Pamplona se han interesado en estudiar el caso y han mostrado su apoyo a los Riol Montón, que, a pesar de las muestras de cariño y solidaridad, siguen devastados.

Maya ya no está. Esa es la realidad. Pero su historia sirve ahora de lucha contra este tipo de pirómanos, de seres sin alma que no saben valorar la sonrisa de un animal. Ella era excepcional. Le quedaban muchos años por delante para robar pelotas, comer toneladas de pan, acurrucarse con Puy, chivarse de sus propias trastadas a Eduardo o jugar hasta caer rendida con Alberto. Era bella, elegante, cariñosa y juguetona. Una auténtica Riol Montón. Y, al igual que todos aquellos que hoy tienen otro nombre, otra cara u otra personalidad, no se merecía morir así. No se lo merece. En presente.

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