Trump se inclina por abrir la puerta a la deportación de los ‘dreamers’

La decisión, que aún no es definitiva, supondría el fin de la cobertura legal a 800.000 jóvenes inmigrantes que llegaron de niños a EEUU y están integrados

Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
El destino de 800.000 jóvenes está a punto de torcerse en Estados Unidos. Tras meses de tira y floja, el presidente Donald Trump está decidido, según medios estadounidenses, a suspender la orden que permite permanecer en el país a los dreamers, los inmigrantes sin papeles que llegaron siendo menores. La decisión, que aún es susceptible de cambio, se anunciaría el martes y vendría acompañada con una prórroga de seis meses para que el Congreso pueda buscar una salida. Su promesa electoral fue acabar con este programa, aprobado por Barack Obama en verano de 2012 y que nunca ha gozado de las simpatías de los republicanos. Pero la cancelación, aunque sería bienvenida por el núcleo duro de su electorado, le situaría en el lado más oscuro y radical del espectro político. El mismo que ya abrazó al indultar al exsheriff Joe Arpaio o al jugar a la equidistancia frente a los neonazis de Charlottesville.


La inmigración se ha vuelto uno de los puntos fuertes de Trump. Gran parte de los votantes republicanos, pero también un buen número de demócratas, son partidarios de la mano dura con los extranjeros sin papeles. El presidente es consciente de ello. Y siempre que puede, aprieta las tuercas migratorias para hacer olvidar sus fracasos. La estrategia, hasta ahora, le ha permitido conservar prácticamente intacto su poderío electoral. Pero esta vez los efectos son menos claros. Los afectados no forman parte de los espectros habituales del crimen y la marginalidad, sino que son los inmigrantes más jóvenes e integrados, aquellos que sienten Estados Unidos como su país y que se han esforzado en cumplir sus leyes y progresar. Quitarles la protección, abrir la puerta de su expulsión, como advierten las encuestas, supera el umbral de tolerancia de muchos votantes republicanos.

Los beneficiados por el programa DACA encarnan como pocos el sueño americano. Para ser aceptados, deben haber entrado en Estados Unidos con menos de 16 años, no tener los 31 años cumplidos en junio de 2012 y haber vivido permanentemente en el país desde 2007. También se les exige que carezcan de antecedentes y que estén estudiando o tengan el bachillerato terminado. A cambio se les permite estudiar, trabajar y conducir, así como acceder a la seguridad social y disponer de una tarjeta de crédito. En un sistema despiadado con los desfavorecidos, el DACA les brinda un escudo con el que avanzar, pero en ningún caso representa la concesión de residencia. Tan solo un permiso que difiere la posibilidad de deportación y que ha de renovarse cada dos años.

Esta excepcionalidad no es ajena a su atribulado parto. Obama nunca logró que el Congreso le diera un apoyo mayoritario. La ley que tenía que ofrecer cobertura a los dreamers chocó con la vorágine obstruccionista de los republicanos y la Administración demócrata acabó imponiendo un remedo legal mediante una orden ejecutiva. Esta falta de sustento parlamentario permite ahora que su sucesor la pueda borrar de un plumazo. Además ha dado un argumento venenoso a la derecha más radical, que considera el programa un caso flagrante de extralimitación de los poderes ejecutivos en materia migratoria. Bajo este razonamiento, diez fiscalías estatales, encabezadas por Texas, han dado un ultimátum a Trump para que este martes cancele el programa. En caso contrario, lo impugnarán.

La decisión aún tiene que hacerse pública. En campaña, movido por su visceral xenofobia, se sumó al coro de voces contrarias al DACA y la consideró una “amnistía ilegal”. En aquel momento, Trump sostenía contra viento y marea que su objetivo era expulsar a los 11 millones de indocumentados. Y punto. Daba igual que fueran niños, estuviesen integrados y fueran socialmente productivos.

Ya en el poder, como en tantas otras cuestiones, ha intentado sofocar el incendio que él mismo desencadenó. Ha declarado su empatía con los dreamers e incluso en una entrevista a la cadena ABC anunció que no tenían de qué preocuparse. Mañana tendrá que definirse.

Finiquitar el programa, le reconciliaría con su base más radical. Después de haber azuzado el miedo al inmigrante, de haberle culpado de la crisis y la inseguridad, le bastaría acogerse a una interpretación rigorista de la ley para abrir las puertas a la posible expulsión de los 787.580 jóvenes acogidos al programa. Sería un triunfo del America First (América Primero) y la demostración de que Trump no busca la paz social sino obtener energía electoral de la fricción constante.

Pero también representaría el inicio de una pesadilla. Aunque no se les clasificaría como un grupo prioritario para la deportación, las inevitables expulsiones de niños y jóvenes que no conocen su idioma originario ni tienen memoria de su país natal mostraría el lado más oscuro de Trump. Esta radicalización le alejaría del centro republicano y abriría una fractura difícilmente recuperable en sus propias filas. Figuras tan destacadas como el presidente de la Cámara de Representantes, el republicano Paul Ryan, han rechazado públicamente que se ponga fin al DACA y han pedido a Trump que deje al Congreso buscar una solución permanente. “Estamos hablando de niños que no conocen otro país ni otro hogar. Viven en un limbo que requiere de una solución legislativa”, ha dicho Ryan. Más contundentes han sido los representantes de las grandes compañías. En una carta, 400 directivos, entre ellos los de Facebook, General Motors y Hewlett-Packard, han exhortado al presidente a proteger a los dreamers. “Son una de las razones por las que seguimos teniendo una ventaja competitiva global”, han escrito, al tiempo que cifraban en 460.000 millones de dólares el daño que su salida podría acarrear.

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