Por qué huyen los rohingya (y Aung San Suu Kyi no dice nada)

Más de 400.00 ciudadanos de esta etnia han cruzado a Bangladés, que quiere restringir sus movimientos

Macarena Vidal Liy
Pekín, El País
Este martes en Myanmar (antigua Birmania), todos los ojos estarán puestos en Aung San Suu Kyi, la premio Nobel de la Paz y líder de hecho del Gobierno civil birmano. Será la primera vez que aborde en público la crisis de los refugiados rohingya, que huyen en tropel hacia Bangladés -más 400.000 desde el 25 de agosto-, país que ya ha anunciado que restringirá el movimiento de los recién llegados. La ONU ha calificado la actuación de los militares birmanos como “limpieza étnica de libro”. Organizaciones internacionales, representantes políticos internacionales e incluso otros premios Nobel han reprochado a Aung San su silencio hasta el momento e implorado que actúe para detener la campaña de violencia contra esta minoría musulmana. Pero la crisis es compleja, tiene raíces profundas e intervienen más actores claves que La Señora, como se conoce a la Premio Nobel.


Aunque la antigua activista que encarnó la lucha por los derechos humanos en Myanmar durante 27 años ocupe hoy el cargo de consejera de Estado (un equivalente a jefa de Gobierno), la fuerza sigue en manos de los militares que controlaron el país durante medio siglo. Unos militares que, a cambio de permitir en 2015 las primeras elecciones creíbles -en las que la Liga Nacional para la Democracia (NLD) de la premio Nobel recibió una avalancha de votos-, se reservaron los tres ministerios encargados de la seguridad, el 25% de los escaños en el Parlamento y el derecho a veto de cualquier cambio constitucional. Y son, con el jefe de Estado Mayor a la cabeza, Min Aung Hlain, quienes se encuentran detrás de la campaña de violencia que ha incendiado y destruido centenares de aldeas. Aung San Sun Kyi, a quien la Constitución prohíbe ocupar la presidencia, carece de poder sobre ellos, alegan sus defensores.

El Ejército asegura que responde a las provocaciones del grupo insurgente Ejército de Salvación Rohingya en Arakan (ARSA, por sus siglas en inglés), al que califica de grupo terrorista. Dejando atrás la actitud pacífica histórica de su comunidad, el ARSA -de unos 6.000 miembros según ellos mismos y de unos 1.500 según los analistas internacionales- pasó a la acción armada el año pasado. En octubre de 2016 atacó varios puestos oficiales en el norte de Rajine: la dura respuesta del Ejército ya motivó la huida a Bangladés de 87.500 personas. Este agosto, la guerrilla volvió a la carga y atacó un centenar de comisarías y cuarteles.

Las fuerzas armadas responsabilizan de la violencia, los incendios de viviendas y la destrucción de aldeas a los propios musulmanes, algo que desmienten los testimonios sobre el terreno. Y aseguran que en cualquier caso, su intervención -a todas luces brutal y desproporcionada y que mete en el mismo saco a militantes y civiles- es necesaria para erradicar la amenaza de un grupo que, afirman, mantiene vínculos con organizaciones islamistas radicales como el ISIS o Al Qaeda.

Hasta ahora, no hay ninguna evidencia de esos vínculos. Aunque el ISIS ha animado a los musulmanes birmanos a movilizarse, el ARSA ha negado esos lazos y ha anunciado la suspensión de sus acciones violentas, que tan perjudiciales han resultado a su etnia.

Pero los argumentos del Ejército encuentran terreno abonado entre la población birmana: entre la mayoría budista, los rohingya son detestados. Para el Estado -que les niega la nacionalidad y derechos básicos pese a que se encuentren asentados desde hace generaciones- y para la mayor parte de los ciudadanos, esta etnia no es tal, sino una masa de inmigrantes ilegales bengalíes que representan una amenaza para el equilibrio del país, bien por sus altos índices de natalidad o bien como potenciales islamistas radicales. Dentro de Myanmar, pocos son los que critican lo que está llevando a cabo en Rajine el Tatmadaw, nombre con el que se conoce a las fuerzas armadas birmanas. Y muchos, los que recuerdan los sangrientos enfrentamientos entre musulmanes y budistas en 2012 en ese Estado, que estallaron por la supuesta violación y muerte de una muchacha budista a manos de un rohingya.

En este clima, la complacencia de La Señora puede explicarse por su impotencia ante el Ejército y el deseo de no tomar ninguna iniciativa que pueda poner en peligro la frágil transición democrática birmana. O, según señalan sus detractores, porque esta figura tan carismática como distante tiene en realidad la misma percepción despectiva que la mayoría de los bamar, etnia predominante en el país, sobre los rohingya.

“Aung San Suu Kyi comenzó su liderazgo de facto con el suficiente soft power [poder blando] para resolver la situación, pero éste se ha disipado rápidamente en el último año y medio, tanto interna como internacionalmente. Internamente, su Gobierno ha sido relativamente anémico en la protección de libertades civiles, e internacionalmente la falta de voluntad de encarar un problema complejo en Rajine le ha hecho perder mucho prestigio internacionalmente”, apunta Michael Charney, de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de Londres. “Rajine se está convirtiendo en una especie de piedra de toque acerca de si realmente cree en los valores que la NLD ha abanderado”.

A juicio de este experto, “es fácil culpar a la Constitución y la falta de poder sobre el Tatmadaw. Ella fue capaz de usar el apoyo internacional para obligar a la Junta militar a ceder poder cuando lo controlaban todo. Podría haber usado su autoridad moral y su popularidad nacional e internacional para frenar ahora a los militares”.

El martes, casi un mes después de que comenzara la crisis, Aung San Sun Kyi hablará y quizás despejará las dudas sobre su posición. Pero, sin indicios de cambio de actitud en el Ejército o presiones sobre el Tatmadaw, la crisis y el éxodo tienen visos de prolongarse. Y de continuar repitiéndose en el futuro.

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