“No nos vamos a ir hasta que saquen a la última persona”
Los familiares de las víctimas del derrumbamiento de la escuela Enrique Rebsamen aguardan con impaciencia las labores de rescate
Elías Camhaji
México, El País
La oscuridad de boca de lobo de la colonia Nueva oriental Coapa solo era rasgada por las luces de los vehículos de emergencia. Como muchos barrios del sur de la Ciudad de México, la zona había quedado a oscuras tras el terremoto de magnitud 7.1 de la tarde del martes. Por la noche, solo los gritos de los voluntarios eran guías. “Faltan gatos hidráulicos, extintores, flexómetros, discos de corte de siete pulgadas… carretillas para levantar el escombro”, gritaba una mujer a la gente que había acercado a auxiliar en una de las tragedias que más han conmovido a los mexicanos tras el terremoto. La escuela Enrique Rebsamen se había desplomado atrapando a decenas de niños bajo los escombros. Hasta el momento han fallecido allí 32 menores y cinco adultos.
En la escuela están registrados 347 niños. 32 en nivel preescolar, 185 en primaria y 130 en secundaria, además de 27 maestros y otros trabajadores de intendencia. Nadie sabe con exactitud cuánta gente se encontraba allí al momento del seísmo. Una autoridad local afirmó que eran 117 personas. La parte que colapsó fue un edificio de tres niveles sobre el número 11 de la calle Rancho Tamboreo. El edificio albergaba, en su parte más alta, la casa de la directora. En la segunda planta las oficinas de la dirección y en la primera la zona donde los niños esperaban ser recogidos por sus padres.
Nada de eso era reconocible la medianoche del martes. La escuela era una pila de escombros que habían sepultado una camioneta y dejado atrapadas a unas 50 personas. A unas cuadras de allí, sentada en la oscuridad sobre una banqueta, una vecina descansaba después de varias horas de ayudar. “No estábamos preparados para esto… la ayuda tardó mucho en llegar”, contaba Malena Ruiz, dueña de un comercio en esta zona de clase media.
“Pasaron cuatro segundos desde que sonó la alarma y la escuela se cayó”, cuenta un estudiante de segundo de secundaria que pide omitir su nombre. El alumno, de 12 años, estaba regresando por su alfombrilla de yoga pues había tenido clase antes. Por eso estaba descalzo cuando empezó a huir entre piedras, vidrios y materiales. “La gente estaba sangrando, estaban todos raspados”, relata. De 14 estudiantes de su grupo fallecieron tres. Hay otros tres desaparecidos, uno más lesionado. El resto está bien. “Me siento muy triste por los que siguen atrapados. Siento el dolor de los papás que han perdido a sus hijos, pero yo me siento muy afortunado porque salí vivo”.
Los primeros rescatistas en llegar a la zona fueron ciudadanos. Jóvenes estudiantes de la preparatoria cinco de la Universidad Nacional Autónoma de México asistieron con picos, palas y cubetas durante los primeros minutos de terror. La Armada llegó una hora después del desastre. Los marinos pidieron a los ciudadanos que se retiraran, pero estos se habían ganado a pulso su presencia. Para la medianoche todos trabajaban codo con codo. En la cima de escombros de cemento trabajaban bomberos, soldados y ciudadanos. Las cadenas humanas sacaban del derrumbe pedazos de puertas, sillas rotas y vidrios. Todos los restos eran sacados en carritos de supermercado adaptados para la tragedia. Los improvisados rescatistas trabajaban en medio de un aire con olor a gasolina provenientes de las plantas de luz.
Lejos de los ojos de los rescatistas estaba la verdadera tragedia de la noche. Las autoridades habían montado sobre las canchas de baloncesto carpas donde colocaban los cuerpos hallados entre los escombros. Los familiares con desparecidos esperaban noticias al otro lado de la calle, donde la Gendarmería había habilitado una mesa de atención a las víctimas. Nadie quería hacer ese camino. Cruzar la calle para internarse en la zona acordonada por las fuerzas federales significaba malas noticias. Hacia las cuatro de la mañana un médico hizo ese terrible camino. “¡Lalo está allí, Lalo está allí!”, gritaba un hombre de lentes y camisa a cuadros. Un policía y un trabajador de la Cruz Roja lo mantenían en pie para que no se desplomara. Este doctor culminaba así un día lleno de dolor. Había pasado buena parte de la tarde buscando en hospitales de la zona a su hijo de siete años. Su búsqueda finalizó de madrugada, tras identificarlo por su vestimenta y una pulsera en la muñeca.
Otros familiares sin noticias de sus desaparecidos aguardaban allí entre agua y comida enviada por mexicanos solidarios. Nadie quería convertirse en ese padre que lloraba entre psicólogos y policías que habían acompañado las labores del rescate. Allí estaba César Ruiz, llegado desde Milpa Alta, una región al sur de la ciudad, para buscar a su tía, Gloria González Ruiz, de 35 años y quien trabajaba para la directora. La familia de Reina Dávila, otra empleada de la escuela, dormía en el piso en colchones improvisados. Su hermano no tenía noticias de ella desde la tarde del martes. “Su teléfono llamaba después del temblor. Después ya no hubo línea”. Y cubriéndose con una manta dijo: “No nos vamos a ir hasta que saquen a la última persona”. La esperanza sale a flote entre las ruinas de la escuela Enrique Rebsamen.
Elías Camhaji
México, El País
La oscuridad de boca de lobo de la colonia Nueva oriental Coapa solo era rasgada por las luces de los vehículos de emergencia. Como muchos barrios del sur de la Ciudad de México, la zona había quedado a oscuras tras el terremoto de magnitud 7.1 de la tarde del martes. Por la noche, solo los gritos de los voluntarios eran guías. “Faltan gatos hidráulicos, extintores, flexómetros, discos de corte de siete pulgadas… carretillas para levantar el escombro”, gritaba una mujer a la gente que había acercado a auxiliar en una de las tragedias que más han conmovido a los mexicanos tras el terremoto. La escuela Enrique Rebsamen se había desplomado atrapando a decenas de niños bajo los escombros. Hasta el momento han fallecido allí 32 menores y cinco adultos.
En la escuela están registrados 347 niños. 32 en nivel preescolar, 185 en primaria y 130 en secundaria, además de 27 maestros y otros trabajadores de intendencia. Nadie sabe con exactitud cuánta gente se encontraba allí al momento del seísmo. Una autoridad local afirmó que eran 117 personas. La parte que colapsó fue un edificio de tres niveles sobre el número 11 de la calle Rancho Tamboreo. El edificio albergaba, en su parte más alta, la casa de la directora. En la segunda planta las oficinas de la dirección y en la primera la zona donde los niños esperaban ser recogidos por sus padres.
Nada de eso era reconocible la medianoche del martes. La escuela era una pila de escombros que habían sepultado una camioneta y dejado atrapadas a unas 50 personas. A unas cuadras de allí, sentada en la oscuridad sobre una banqueta, una vecina descansaba después de varias horas de ayudar. “No estábamos preparados para esto… la ayuda tardó mucho en llegar”, contaba Malena Ruiz, dueña de un comercio en esta zona de clase media.
“Pasaron cuatro segundos desde que sonó la alarma y la escuela se cayó”, cuenta un estudiante de segundo de secundaria que pide omitir su nombre. El alumno, de 12 años, estaba regresando por su alfombrilla de yoga pues había tenido clase antes. Por eso estaba descalzo cuando empezó a huir entre piedras, vidrios y materiales. “La gente estaba sangrando, estaban todos raspados”, relata. De 14 estudiantes de su grupo fallecieron tres. Hay otros tres desaparecidos, uno más lesionado. El resto está bien. “Me siento muy triste por los que siguen atrapados. Siento el dolor de los papás que han perdido a sus hijos, pero yo me siento muy afortunado porque salí vivo”.
Los primeros rescatistas en llegar a la zona fueron ciudadanos. Jóvenes estudiantes de la preparatoria cinco de la Universidad Nacional Autónoma de México asistieron con picos, palas y cubetas durante los primeros minutos de terror. La Armada llegó una hora después del desastre. Los marinos pidieron a los ciudadanos que se retiraran, pero estos se habían ganado a pulso su presencia. Para la medianoche todos trabajaban codo con codo. En la cima de escombros de cemento trabajaban bomberos, soldados y ciudadanos. Las cadenas humanas sacaban del derrumbe pedazos de puertas, sillas rotas y vidrios. Todos los restos eran sacados en carritos de supermercado adaptados para la tragedia. Los improvisados rescatistas trabajaban en medio de un aire con olor a gasolina provenientes de las plantas de luz.
Lejos de los ojos de los rescatistas estaba la verdadera tragedia de la noche. Las autoridades habían montado sobre las canchas de baloncesto carpas donde colocaban los cuerpos hallados entre los escombros. Los familiares con desparecidos esperaban noticias al otro lado de la calle, donde la Gendarmería había habilitado una mesa de atención a las víctimas. Nadie quería hacer ese camino. Cruzar la calle para internarse en la zona acordonada por las fuerzas federales significaba malas noticias. Hacia las cuatro de la mañana un médico hizo ese terrible camino. “¡Lalo está allí, Lalo está allí!”, gritaba un hombre de lentes y camisa a cuadros. Un policía y un trabajador de la Cruz Roja lo mantenían en pie para que no se desplomara. Este doctor culminaba así un día lleno de dolor. Había pasado buena parte de la tarde buscando en hospitales de la zona a su hijo de siete años. Su búsqueda finalizó de madrugada, tras identificarlo por su vestimenta y una pulsera en la muñeca.
Otros familiares sin noticias de sus desaparecidos aguardaban allí entre agua y comida enviada por mexicanos solidarios. Nadie quería convertirse en ese padre que lloraba entre psicólogos y policías que habían acompañado las labores del rescate. Allí estaba César Ruiz, llegado desde Milpa Alta, una región al sur de la ciudad, para buscar a su tía, Gloria González Ruiz, de 35 años y quien trabajaba para la directora. La familia de Reina Dávila, otra empleada de la escuela, dormía en el piso en colchones improvisados. Su hermano no tenía noticias de ella desde la tarde del martes. “Su teléfono llamaba después del temblor. Después ya no hubo línea”. Y cubriéndose con una manta dijo: “No nos vamos a ir hasta que saquen a la última persona”. La esperanza sale a flote entre las ruinas de la escuela Enrique Rebsamen.