7.500 italianos siguen desplazados un año después del terremoto de Amatrice

El seísmo del 24 de agosto, que afectó a 60 municipios, mató a 299 personas en el centro de Italia

Lucia Magi
Grottammare, El País
“Este hotel no es mi casa”, Monica Valle busca un cigarrillo en el bolso y lo enciende con lentitud. La primera calada acompaña recuerdos dulces: “Mi casa está en Accumoli, vivo debajo del campanario”. 50 años, empleada en una empresa de material para la construcción, sigue conjugando los verbos en presente, aunque su vivienda fue destruida por el terremoto del 24 de agosto de 2016, que mató a 299 personas en el centro de Italia. Monica, su marido, la hija y la suegra salieron corriendo a las 3.36 de la madrugada y nunca más volvieron. Salvaron la vida y perdieron todo lo demás. Desde entonces han dormido una semana en el coche, 15 días en una tienda de la Protección Civil y 11 meses en hoteles. Ahora se apañan en dos habitaciones del Hotel Marconi, en Grottammare, a 50 pasos de la orilla del Adriático y a 80 kilómetros de su “verdadera casa”. Sentada en un sillón de mimbre en la entrada, su tez pálida y la mirada cansada delatan que no es una veraneante cualquiera, si no una de los 7.500 desplazados del sismo que afectó a 60 municipios en el corazón de la península.


La resurrección de los centros afectados es aún un espejismo. Han vuelto a abrir muchas escuelas, algún restaurante, pocas industrias. Pero la población sigue esparcida. El jefe de la Protección civil, Angelo Borrelli, calcula que “además de las personas que las administraciones mantienen en hotel y en locales públicos, otras 40.000 han buscado alojamiento por su cuenta y perciben un cheque mensual para alquilar pisos o habitaciones privadas”.

“Se pueden criticar los plazos", dice Vasco Errani, encargado por el Gobierno de Matteo Renzi de coordinar las labores de reconstrucción, "pero hay que evitar consideraciones simplonas: aquel territorio sufrió cuatro sismos seguidos. Cada sacudida empeoró los daños y amplió la zona afectada. Los controles de los daños, por ejemplo, tuvieron que volver a arrancar tres veces”. La protección civil inspeccionó 200.000 edificios y aún le faltan 14.000. “El 41,6% de ellos —estima Borrelli— resultaron impracticables". Familias enteras no han vuelto a pisar su entorno: perdieron la vivienda, la comunidad, el negocio. Para devolverlas a su territorio se están montando campos de casitas prefabricadas cerca de los municipios destruidos. De las casi 4.000 encargadas solo han llegado 500. “No veo la hora de que nos entreguen una. Solo quiero volver”, dice Monica. Mueve la mano en el aire, en dirección opuesta al mar: “Añoro la intimidad de un lugar solo nuestro”, suspira.

En el hotel donde se alojaron hasta junio eran 300 desplazados, ahora son una treintena. “Del desayuno a la cena siempre estamos con gente. Hecho de menos la mesa de mi cocina donde cenábamos nosotros cuatro y hablábamos del día”. Así que después del coche, de la tienda, del hotel, sueña con un contenedor de chapa de unos 45 metros cuadrados, dos habitaciones y un baño: la última estación del vía crucis del desplazado y el primer deseo de Monica, que cada mañana se despierta a las 5.30 para conducir hasta su despacho en Accumuli.

La carretera serpentea hacia el interior entre montañas y valles verdes. A sus lados, cada tanto, montones de piedras, colchones, teclas, polvo, coches machacados. Lo que queda de Arquata del Tronto, Pescara del Tronto, Accumuli, Amatrice... la letanía de las aldeas que el seísmo transformó en poblados fantasma. De las 2.657.000 toneladas de escombros acumuladas solo se quitaron 227.500, el 8,6%, según la asociación Legambiente.

Accumuli duerme en silencio encima de una colina. A sus pies surgen un puñado de contenedores que funcionan como ayuntamiento, oficina de correos, cuartel de los carabinieri, farmacia, ambulatorio médico. Paola Torrone, 54 años, vivía en el centro. “No sabe lo bonito que era”, se emociona la enfermera del hospital de Amatrice que ahora trabaja en este ambulatorio: “Los pacientes siguen con dificultades por el espanto del sismo. Añoran su casa, su entorno, sus hábitos pero tienen pavor”. Marco Gloria, 43 años, está de acuerdo. Es empleado de correos pero asegura: “he cambiado de trabajo. Ya me convertí en un psicólogo”, se ríe: la gente vive esparcida y acude a este pueblo de chapa y a su oficina provisional más que nada para encontrar a los antiguos vecinos, para hablar, desahogarse: “No hay tiendas, el agua ya no es potable y hay que conducir 40 kilómetros para comprar una barra de pan. Estamos muy cansados porque vemos que en un año no se ha movido casi nada”

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