EN ANÁLISIS / La política de la vulgaridad
Desde el poder, todo insulto conlleva una amenaza
Héctor E. Schamis
El País
El pionero fue Berlusconi, cuyo primer gobierno tuvo lugar en el siglo pasado. Luego fueron otros dos. Sus descalificaciones, su insensibilidad, racismo y misoginia—casi un eufemismo, frente a su frecuente degradación de la mujer—no ha conocido límites. Tanto que su insulto más conocido fue hacia Angela Merkel en 2011. Y fue tal que al buscarlo en los archivos de la época, uno se entera que la mayoría de los medios optó por no reproducirlo textualmente.
Es la vulgaridad como manera de hacer política. El gobernante es un educador, aprendimos en clase. Se espera que enseñe civismo, transmita tolerancia, divulgue una cierta institucionalidad en su manera de ser, hasta en su manera de vestir. Ni que hablar, entonces, en su manera de expresarse.
Ello en teoría, claro está, porque bien puede ser lo contrario, si además se obtiene así un beneficio electoral. Y en este siglo tal parece ser el caso. Luego vino Trump y tuvimos estériles e interminables discusiones sobre su “Populismo”, si se parecía a Perón, a Chávez o a quién. A Berlusconi, dijeron algunos, llevando la discusión al terreno de la vulgaridad o del populismo con minúscula, es decir, como término coloquial más que como concepto teórico.
Así como el civismo hace escuela, lo propio puede ocurrir con la vulgaridad. Nótese la verdadera catarata de agravios del nuevo Director de Comunicaciones de la Casa Blanca, Anthony Scaramucci, hacia el Jefe de Gabinete, Reince Priebus. Tampoco citaré estos insultos, están en los medios y en las redes. Baste subrayar el uso del lenguaje vulgar como técnica de comunicación y, por ende, estrategia para generar hechos políticos tangibles. Priebus fue despedido apenas horas más tarde.
En América Latina han existido experiencias comparables, por cierto. Ha sido en parte la irresistible tentación del micrófono irrestricto. La sabatina de Rafael Correa era un ejemplo de ello. Diosdado Cabello lo hace cada miércoles desde su programa de televisión, en el que condimenta los insultos de rigor con amenazas a sus opositores. Cabello es redundante, sin embargo. Desde el poder todo insulto conlleva una amenaza.
A menudo se justifica la vulgaridad bajo el manto de una supuesta conexión con el pueblo, el ciudadano de a pie, las clases populares y demás. Se nos dice que el líder carismático desafía los códigos establecidos, las costumbres burguesas. Las clases populares se identifican con él (o con ella, no deben olvidarse los exabruptos frecuentes de Cristina Kirchner, por ejemplo). Así se desarrolla una cierta pretensión de legitimidad en la normalización de la vulgaridad.
Pero ello es grave. De hecho, obliga a pensar en la salud—debilitada—de una democracia constitucional. Es que hay muchas maneras de derrumbarla. De golpe, por un golpe, o de a poco, por medio de la lenta erosión de la gramática básica de la democracia: la conversación respetuosa. Si el otro deja de ser un actor tan legítimo como uno mismo, allí mismo comienza el fin de la democracia.
Todo esto habla del papel central de las buenas maneras para la sociabilidad democrática. Como herramientas civilizatorias, según decía Norbert Elias. Ocurre que otro de los efectos tóxicos de la vulgaridad es que cuando el insulto se generaliza desde el gobierno, la política fagocita a las otras esferas de la vida pública. El debate sufre, la sociedad civil pierde autonomía.
En otras palabras, sin civilidad no puede haber una sociedad “civil”, el adjetivo. Y sin “sociedad civil”, el concepto, la democracia es improbable.
Es más que un juego de palabras. Las buenas maneras son sustancia.
Héctor E. Schamis
El País
El pionero fue Berlusconi, cuyo primer gobierno tuvo lugar en el siglo pasado. Luego fueron otros dos. Sus descalificaciones, su insensibilidad, racismo y misoginia—casi un eufemismo, frente a su frecuente degradación de la mujer—no ha conocido límites. Tanto que su insulto más conocido fue hacia Angela Merkel en 2011. Y fue tal que al buscarlo en los archivos de la época, uno se entera que la mayoría de los medios optó por no reproducirlo textualmente.
Es la vulgaridad como manera de hacer política. El gobernante es un educador, aprendimos en clase. Se espera que enseñe civismo, transmita tolerancia, divulgue una cierta institucionalidad en su manera de ser, hasta en su manera de vestir. Ni que hablar, entonces, en su manera de expresarse.
Ello en teoría, claro está, porque bien puede ser lo contrario, si además se obtiene así un beneficio electoral. Y en este siglo tal parece ser el caso. Luego vino Trump y tuvimos estériles e interminables discusiones sobre su “Populismo”, si se parecía a Perón, a Chávez o a quién. A Berlusconi, dijeron algunos, llevando la discusión al terreno de la vulgaridad o del populismo con minúscula, es decir, como término coloquial más que como concepto teórico.
Así como el civismo hace escuela, lo propio puede ocurrir con la vulgaridad. Nótese la verdadera catarata de agravios del nuevo Director de Comunicaciones de la Casa Blanca, Anthony Scaramucci, hacia el Jefe de Gabinete, Reince Priebus. Tampoco citaré estos insultos, están en los medios y en las redes. Baste subrayar el uso del lenguaje vulgar como técnica de comunicación y, por ende, estrategia para generar hechos políticos tangibles. Priebus fue despedido apenas horas más tarde.
En América Latina han existido experiencias comparables, por cierto. Ha sido en parte la irresistible tentación del micrófono irrestricto. La sabatina de Rafael Correa era un ejemplo de ello. Diosdado Cabello lo hace cada miércoles desde su programa de televisión, en el que condimenta los insultos de rigor con amenazas a sus opositores. Cabello es redundante, sin embargo. Desde el poder todo insulto conlleva una amenaza.
A menudo se justifica la vulgaridad bajo el manto de una supuesta conexión con el pueblo, el ciudadano de a pie, las clases populares y demás. Se nos dice que el líder carismático desafía los códigos establecidos, las costumbres burguesas. Las clases populares se identifican con él (o con ella, no deben olvidarse los exabruptos frecuentes de Cristina Kirchner, por ejemplo). Así se desarrolla una cierta pretensión de legitimidad en la normalización de la vulgaridad.
Pero ello es grave. De hecho, obliga a pensar en la salud—debilitada—de una democracia constitucional. Es que hay muchas maneras de derrumbarla. De golpe, por un golpe, o de a poco, por medio de la lenta erosión de la gramática básica de la democracia: la conversación respetuosa. Si el otro deja de ser un actor tan legítimo como uno mismo, allí mismo comienza el fin de la democracia.
Todo esto habla del papel central de las buenas maneras para la sociabilidad democrática. Como herramientas civilizatorias, según decía Norbert Elias. Ocurre que otro de los efectos tóxicos de la vulgaridad es que cuando el insulto se generaliza desde el gobierno, la política fagocita a las otras esferas de la vida pública. El debate sufre, la sociedad civil pierde autonomía.
En otras palabras, sin civilidad no puede haber una sociedad “civil”, el adjetivo. Y sin “sociedad civil”, el concepto, la democracia es improbable.
Es más que un juego de palabras. Las buenas maneras son sustancia.