Una noche pavorosa en la que las llamas avanzan pese a los esfuerzos
El trágico incendio de Pedrogão sigue extendiéndose por la sierra mientras los bomberos y los equipos de emergencias tratan de contenerlo
Javier Martín
Góis, El País
Una noche pavorosa. La gente no se fía y pasa la noche fuera de sus casas, en la carretera, mirando para hacia dónde van las llamas. Dos días después, no hay control más allá del que manda el viento. En el alto de Cabeçadas, se ven los distintos focos y riachuelos de fuego que avanzan como si fueran lava. Los coches también se sienten atrapados. Se cierran unas carreteras y se abren otras. El primer ministro, Antònio Costa, pretendía hablar el domingo en el pueblo de Góis, pero no llega. Va a Cortes.
Portugal lucha contra el fuego de Pedrógão Grande que este fin de semana ha matado al menos a 62 personas, buena parte de ellas atrapadas en sus coches en una carretera que se convirtió en un infierno.
Es una noche rara, con luz y niebla. Pero nada es lo que parece, la luz es fuego y la niebla, humo. En una curva, aparece el humo y en otra caen sobre el coche ramas de fuego. Una marmota cruza la carretera. Pobre, escapa del fuego y se encuentra con la muerte.
En las cunetas brotan llamas de la nada. La humedad es del 0%. La vegetación es sofocante, pinos y eucaliptus que no dejan pasar la luz, pero no hay casi helechos. Su lugar lo ocupa el eucaliptus, maldito eucaliptus que chupa el agua a todos los demás.
Casi no circulan ni los animales. Los pájaros dejaron de oírse hace dos días.
El aire acondicionado del coche ya no sirve. Entra el humo en el vehículo, se respira, se masca. La guardia republicana impide llegar a este periodista a su hotel en Pedrogão Pequeno, tampoco se puede volver al Grande. Todo está cortado. Y en los caminos abiertos llueve ceniza y caen ramas de fuego. ¡Cómo deben estar las cerradas! Cada vez pasan más coches de emergencias. Si van deprisa, suelen ser de bomberos; si van despacio, son ambulancias con heridas quemados.
Aparecen en el camino anacrónicas señales de posibles nevadas, que suena a cruel ironía. La entrada en Álvares es bajo una lluvia de chispas y humo. Álvares tiene una playita fluvial y un parque de bomberos. A las diez de la noche toca rancho: caldo verde, caldereta de carne y un plátano. Bomberos y soldados comen de pie y vuelven a los camiones diez minutos después. Sus camiones ya han cargado agua en la playa. Sobre el pueblo crepita el monte. Parece que estamos a salvo, con tantos socorristas, pero el fuego ha cortado Internet y el teléfono. Hay que huir a un lugar sin fuego, para poder enviar esta crónica.
Otra vez para Gois, que recibe con una lluvia de ceniza.
El fuego sigue a lo suyo. Los hidroaviones han parado por la noche, pero las llamas no duermen.
Javier Martín
Góis, El País
Una noche pavorosa. La gente no se fía y pasa la noche fuera de sus casas, en la carretera, mirando para hacia dónde van las llamas. Dos días después, no hay control más allá del que manda el viento. En el alto de Cabeçadas, se ven los distintos focos y riachuelos de fuego que avanzan como si fueran lava. Los coches también se sienten atrapados. Se cierran unas carreteras y se abren otras. El primer ministro, Antònio Costa, pretendía hablar el domingo en el pueblo de Góis, pero no llega. Va a Cortes.
Portugal lucha contra el fuego de Pedrógão Grande que este fin de semana ha matado al menos a 62 personas, buena parte de ellas atrapadas en sus coches en una carretera que se convirtió en un infierno.
Es una noche rara, con luz y niebla. Pero nada es lo que parece, la luz es fuego y la niebla, humo. En una curva, aparece el humo y en otra caen sobre el coche ramas de fuego. Una marmota cruza la carretera. Pobre, escapa del fuego y se encuentra con la muerte.
En las cunetas brotan llamas de la nada. La humedad es del 0%. La vegetación es sofocante, pinos y eucaliptus que no dejan pasar la luz, pero no hay casi helechos. Su lugar lo ocupa el eucaliptus, maldito eucaliptus que chupa el agua a todos los demás.
Casi no circulan ni los animales. Los pájaros dejaron de oírse hace dos días.
El aire acondicionado del coche ya no sirve. Entra el humo en el vehículo, se respira, se masca. La guardia republicana impide llegar a este periodista a su hotel en Pedrogão Pequeno, tampoco se puede volver al Grande. Todo está cortado. Y en los caminos abiertos llueve ceniza y caen ramas de fuego. ¡Cómo deben estar las cerradas! Cada vez pasan más coches de emergencias. Si van deprisa, suelen ser de bomberos; si van despacio, son ambulancias con heridas quemados.
Aparecen en el camino anacrónicas señales de posibles nevadas, que suena a cruel ironía. La entrada en Álvares es bajo una lluvia de chispas y humo. Álvares tiene una playita fluvial y un parque de bomberos. A las diez de la noche toca rancho: caldo verde, caldereta de carne y un plátano. Bomberos y soldados comen de pie y vuelven a los camiones diez minutos después. Sus camiones ya han cargado agua en la playa. Sobre el pueblo crepita el monte. Parece que estamos a salvo, con tantos socorristas, pero el fuego ha cortado Internet y el teléfono. Hay que huir a un lugar sin fuego, para poder enviar esta crónica.
Otra vez para Gois, que recibe con una lluvia de ceniza.
El fuego sigue a lo suyo. Los hidroaviones han parado por la noche, pero las llamas no duermen.