Rafa Nadal es más leyenda: triunfo ante Wawrinka, décimo título de Roland Garros y 15º Grand Slam
El español se impone al suizo en la final (6-2, 6-3 y 6-1, en 2h 05m) y recupera tres años después el trono de París. Ya supera a Pete Sampras en la cifra de grandes y asciende al número dos del 'ranking'
Alejandro Ciriza
París, El País
Roland Garros demandaba a su rey y el monarca, después de un paréntesis de tres años, regresó. Volvió Rafael Nadal a reencumbrarse en el Bois de Boulogne, décima vez ya, una proeza por lo tanto. El tenista español venció y apabulló en la final al suizo Stan Wawrinka (6-2, 6-3 y 6-1, en 2h 05m) para elevar su 15º título del Grand Slam, por lo que ya contempla por el retrovisor al estadounidense Pete Sampras (14), con el que igualaba desde que obtuviera su último cetro en la cité, en 2014; se situó así a solo tres del plusmarquista Roger Federer (18).
Como venía haciendo a lo largo de toda esta edición, en la que ha ido desmigando a quien se cruzara a su paso y en la que solo ha cedido 35 juegos –seis menos que en 2008, su mejor registro; a solo tres del récord del sueco Björn Borg en 1978–, el mallorquín, segundo ya en el listado mundial, avanzó como un rodillo hacia la Copa de los Mosqueteros, la 22ª que obtiene un jugador español en el major francés. Es, además, su 53º premio en tierra batida y la tercera vez que cierra su participación sin ceder un solo set.
En París hacía mucho calor y las camisas blancas de las gradas le conferían a la Chatrier el aspecto de un gran pastel de merengue. El público parisino, siempre apuesto, recibió con relativa equidad a los dos protagonistas, que de entrada comenzaron imprecisos, casi tan plomizos como la meteorología. El plan de uno y otro estaba claro, pero ninguno de los dos conseguía aplicarlo a rajatabla. El de Rafa Nadal decía que tenía que menear al suizo y hacerlo correr, intentar que no encontrase puntos francos de tiro para minimizar el impacto de su derecha y su revés, golpes cortantes y violentos. El de Wawrinka, mientras, pasaba esencialmente por ser agresivo y morder, porque de otra manera no tendría escapatoria; tal vez ante otro, pero no ante Nadal.
Les costó a ambos coger temperatura de juego y a la que lo hicieron el español fue imponiendo su estilo. Un silencio sepulcral en la central y, desde la tribuna de prensa, se escuchaba una ligera reverberación cada vez que Nadal embestía y rugía. Peloteaba el balear, 31 años y ocho días ayer, como quien espanta moscas, con la solidez y la entereza propias de quien afronta la empresa como un ejercicio puramente rutinario, ordinario, como si en lugar de disputar una final de un Gran Slam y desafiar a su propio mito, a la leyenda de la arena, estuviera en uno de esos entrenamientos en los que no escatima una gota de esfuerzo.
Stan y la losa del primer set
Un avión de la armada francesa surcó en dos ocasiones el cielo, pero ni por esas se despistaba a Nadal, metido completamente en harina, tan ensimismado en lo que debía hacer que no advertía otra cosa que no fueran la pelota y Wawrinka. Y a este, 32 primaveras, se le vino rápidamente abajo la estrategia, porque en ningún momento pudo pegar con comodidad, casi siempre forzado y en escorzos difíciles, así que la bola aterrizaba blandita en el otro lado y Nadal tomaba pista y entraba hasta el fondo, sin compasión. Quebró el servicio del suizo al sexto juego y a partir de ese momento, c’est fini, muy poquito que hacer para Stan, set abajo frente al coloso y en esa pista. Demasiado para él, demasiado para cualquiera.
Empeoró el panorama para el de Lausana nada más arrancar el segundo set, cuando Nadal le pegó otra bofetada a palma abierta, con un segundo break y subiendo el listón de exigencia. Entró el balear poco a poco en combustión, sin fisura alguna, gobernando con la derecha y mellando la moral del suizo, cada vez más alicaído porque adivinaba la que se le venía encima. Nadal en esencia, como un ogro, hercúleo a más no poder, tirando reveses cruzados e inalcanzables. Se enganchó la grada al despliegue y se puso en pie cuando el de Manacor tiró un paralelo que franqueó la red por un costado y botó en el ángulo. Desde entonces, decibelios y prácticamente un actor único, porque Wawrinka fue desdibujándose y perdiendo fuelle, y además retumbaron los bramidos: “¡Rafa, Rafa, Rafa!”, se jaleaba con la erre falsa del acento francés.
Se le fue larga una bola al helvético y estalló: raquetazo al suelo y luego un toque certero con la rodilla para partirla en dos. Demonios fuera, feo gesto, pero solo una ligera reprimenda del aficionado, consciente del desquicie que supone hacer frente a Nadal. Este navegó a velocidad de crucero, con un ritmo constante y sin variar un ápice el plan trazado. Ni siquiera se inmutó cuando el juez le reprendió por demorarse con el saque, viejo enemigo el reloj. Percutió y percutió, al abordaje, con el drive despidiendo fuego y un oficio sobrenatural. Ni la más mínima esperanza le dejó al rival, frustrado una y otra vez.
Una hegemonía única en la Era Abierta
Así es Nadal, el rey Nadal, amo y señor del tenis en París, donde algunos piden que se le levante una estatua y puede que no les falte razón. Ningún tenista, a excepción de Margaret Court –11 trofeos del Open de Australia, pero la mayoría de ellos obtenidos antes de la Era Abierta, de 1968–, ha conseguido lo que ha logrado Nadal, monopolizar un torneo de esta forma, con tanta hegemonía, con tantísima autoridad. No triunfaba en sus dominios desde hacía tres años, por el desajuste psicológico de 2015 y la lesión de muñeca de 2016. Pero este año, en una versión evolucionada y perfeccionada, volvió a retomar el mando y a sentarse en la poltrona parisina.
“¡Como no te voy a quereeer!”, se escuchó en la recta final, a punto de sellarse la historia, cuando Wawrinka ya había entregado otras tres veces su servicio, seis en total. ¿Cómo no le va a querer París, que en la ceremonia final le dedicó un mosaico y le ha visto ganar 79 de sus 81 partidos (97,5% de efectividad) en el majestuoso marco francés? El fotograma final fue el de las otras nueve veces, tendido en el suelo y embadurnado en arena, su querida arena. Después recibió de manos de su tío Toni el trofeo que, por fin, se quedará en propiedad. Increíble lo de Nadal, el renacido Nadal. Por siempre, Rafael Nadal.
Alejandro Ciriza
París, El País
Roland Garros demandaba a su rey y el monarca, después de un paréntesis de tres años, regresó. Volvió Rafael Nadal a reencumbrarse en el Bois de Boulogne, décima vez ya, una proeza por lo tanto. El tenista español venció y apabulló en la final al suizo Stan Wawrinka (6-2, 6-3 y 6-1, en 2h 05m) para elevar su 15º título del Grand Slam, por lo que ya contempla por el retrovisor al estadounidense Pete Sampras (14), con el que igualaba desde que obtuviera su último cetro en la cité, en 2014; se situó así a solo tres del plusmarquista Roger Federer (18).
Como venía haciendo a lo largo de toda esta edición, en la que ha ido desmigando a quien se cruzara a su paso y en la que solo ha cedido 35 juegos –seis menos que en 2008, su mejor registro; a solo tres del récord del sueco Björn Borg en 1978–, el mallorquín, segundo ya en el listado mundial, avanzó como un rodillo hacia la Copa de los Mosqueteros, la 22ª que obtiene un jugador español en el major francés. Es, además, su 53º premio en tierra batida y la tercera vez que cierra su participación sin ceder un solo set.
En París hacía mucho calor y las camisas blancas de las gradas le conferían a la Chatrier el aspecto de un gran pastel de merengue. El público parisino, siempre apuesto, recibió con relativa equidad a los dos protagonistas, que de entrada comenzaron imprecisos, casi tan plomizos como la meteorología. El plan de uno y otro estaba claro, pero ninguno de los dos conseguía aplicarlo a rajatabla. El de Rafa Nadal decía que tenía que menear al suizo y hacerlo correr, intentar que no encontrase puntos francos de tiro para minimizar el impacto de su derecha y su revés, golpes cortantes y violentos. El de Wawrinka, mientras, pasaba esencialmente por ser agresivo y morder, porque de otra manera no tendría escapatoria; tal vez ante otro, pero no ante Nadal.
Les costó a ambos coger temperatura de juego y a la que lo hicieron el español fue imponiendo su estilo. Un silencio sepulcral en la central y, desde la tribuna de prensa, se escuchaba una ligera reverberación cada vez que Nadal embestía y rugía. Peloteaba el balear, 31 años y ocho días ayer, como quien espanta moscas, con la solidez y la entereza propias de quien afronta la empresa como un ejercicio puramente rutinario, ordinario, como si en lugar de disputar una final de un Gran Slam y desafiar a su propio mito, a la leyenda de la arena, estuviera en uno de esos entrenamientos en los que no escatima una gota de esfuerzo.
Stan y la losa del primer set
Un avión de la armada francesa surcó en dos ocasiones el cielo, pero ni por esas se despistaba a Nadal, metido completamente en harina, tan ensimismado en lo que debía hacer que no advertía otra cosa que no fueran la pelota y Wawrinka. Y a este, 32 primaveras, se le vino rápidamente abajo la estrategia, porque en ningún momento pudo pegar con comodidad, casi siempre forzado y en escorzos difíciles, así que la bola aterrizaba blandita en el otro lado y Nadal tomaba pista y entraba hasta el fondo, sin compasión. Quebró el servicio del suizo al sexto juego y a partir de ese momento, c’est fini, muy poquito que hacer para Stan, set abajo frente al coloso y en esa pista. Demasiado para él, demasiado para cualquiera.
Empeoró el panorama para el de Lausana nada más arrancar el segundo set, cuando Nadal le pegó otra bofetada a palma abierta, con un segundo break y subiendo el listón de exigencia. Entró el balear poco a poco en combustión, sin fisura alguna, gobernando con la derecha y mellando la moral del suizo, cada vez más alicaído porque adivinaba la que se le venía encima. Nadal en esencia, como un ogro, hercúleo a más no poder, tirando reveses cruzados e inalcanzables. Se enganchó la grada al despliegue y se puso en pie cuando el de Manacor tiró un paralelo que franqueó la red por un costado y botó en el ángulo. Desde entonces, decibelios y prácticamente un actor único, porque Wawrinka fue desdibujándose y perdiendo fuelle, y además retumbaron los bramidos: “¡Rafa, Rafa, Rafa!”, se jaleaba con la erre falsa del acento francés.
Se le fue larga una bola al helvético y estalló: raquetazo al suelo y luego un toque certero con la rodilla para partirla en dos. Demonios fuera, feo gesto, pero solo una ligera reprimenda del aficionado, consciente del desquicie que supone hacer frente a Nadal. Este navegó a velocidad de crucero, con un ritmo constante y sin variar un ápice el plan trazado. Ni siquiera se inmutó cuando el juez le reprendió por demorarse con el saque, viejo enemigo el reloj. Percutió y percutió, al abordaje, con el drive despidiendo fuego y un oficio sobrenatural. Ni la más mínima esperanza le dejó al rival, frustrado una y otra vez.
Una hegemonía única en la Era Abierta
Así es Nadal, el rey Nadal, amo y señor del tenis en París, donde algunos piden que se le levante una estatua y puede que no les falte razón. Ningún tenista, a excepción de Margaret Court –11 trofeos del Open de Australia, pero la mayoría de ellos obtenidos antes de la Era Abierta, de 1968–, ha conseguido lo que ha logrado Nadal, monopolizar un torneo de esta forma, con tanta hegemonía, con tantísima autoridad. No triunfaba en sus dominios desde hacía tres años, por el desajuste psicológico de 2015 y la lesión de muñeca de 2016. Pero este año, en una versión evolucionada y perfeccionada, volvió a retomar el mando y a sentarse en la poltrona parisina.
“¡Como no te voy a quereeer!”, se escuchó en la recta final, a punto de sellarse la historia, cuando Wawrinka ya había entregado otras tres veces su servicio, seis en total. ¿Cómo no le va a querer París, que en la ceremonia final le dedicó un mosaico y le ha visto ganar 79 de sus 81 partidos (97,5% de efectividad) en el majestuoso marco francés? El fotograma final fue el de las otras nueve veces, tendido en el suelo y embadurnado en arena, su querida arena. Después recibió de manos de su tío Toni el trofeo que, por fin, se quedará en propiedad. Increíble lo de Nadal, el renacido Nadal. Por siempre, Rafael Nadal.