“Acá vivimos tan hacinados que las parejas discutimos en silencio por whatsapp”
1,5 millones de personas viven sin título de propiedad, apiñados en las villas miseria. Compran, venden y alquilan sin papeles. El Gobierno da el primer paso para regularizarlos
Ramiro Barreiro
Buenos Aires, El País
Germán y Noelia Aguilar jamás olvidarán el día en que compraron su casa. No había testigos, ni un banco, ni notario. El vendedor no tenía un solo papel encima de la mesa del comedor en la que ahora lo cuentan. “Yo estaba muy nerviosa. Siempre está el miedo de que venga un supuesto dueño real a sacarte, porque nadie te garantiza que el lugar que compras sea tuyo”, relata ella. Solo había una bolsa con dinero, más de 20.000 dólares, unas llaves, y un apretón de manos. Como si estuvieran comprando un armario. Ellos entregaron los billetes al supuesto dueño, que desapareció –“creemos que vive en el sur, por suerte”- y se quedaron con la “casa”, una planta baja de poco más de 25 metros cuadrados con literas en el comedor para sus hijos –Noelia tiene siete de anteriores relaciones, aunque no todos viven siempre ahí- y una pequeña habitación para el matrimonio.
La vivienda, en realidad una chabola de ladrillo con las paredes destrozadas por la humedad, está en el barrio Güemes, la zona más antigua de la Villa 31. Es la más conocida de Buenos Aires, en pleno centro de la ciudad, a unos centenares de metros del hotel Sheraton. “No hay papeles, pero la villa sabe quién vende y quién compra”, confía Germán. 40.000 personas viven apiñadas en torres precarias de cuatro y cinco alturas, levantadas sin planos ni cimientos, casi siempre sin escaleras interiores. “No se caen porque las construyen los mismos paraguayos que hacen las casas de los barrios caros, que son muy buenos. Y porque se apoyan unas en otras”, cuenta mientras señala edificios que cruzan los callejones y se pegan a los de enfrente.
Al contrario de lo que piensan muchos desde fuera, en la villa viven sobre todo trabajadores. Basta ver su aspecto a las cinco de la mañana, con enormes colas para los autobuses. Son albañiles, empleadas domésticas, personas con oficios clásicos –Germán es ayudante de cocina en un restaurante de la Costanera, al borde del Río de la Plata- que acaban allí por su ubicación en pleno centro, porque es algo más barato –no mucho- y sobre todo porque se alquila de palabra, sin avales. En el resto de la ciudad los propietarios piden garantías imposibles para estos trabajadores precarios, muchos en negro.
Más de un millón y medio de personas viven así en Argentina, en villas miseria (barrios de chabolas) sin ningún título de propiedad, ocupando terrenos públicos. No pagan luz ni agua, que sacan de donde pueden. Por eso están rodeados de cables y mangueras por todas partes, con desagües improvisados que se colapsan enseguida. El Gobierno de Mauricio Macri, apoyado por organizaciones sociales como Techo, Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, Barrios de Pie, Corriente Clasista y Combativa ha hecho un gran censo preliminar en el que ha encontrado 4.100 asentamientos con 1,5 millones de personas, 400.000 familias. Ya se sabe oficialmente que están ahí. Ahora el Gobierno les entregará un “certificado de vivienda” con el que podrán reclamar contratos de agua y luz. Existir para el Estado y las compañías privadas. Es un paso previo para llegar a un título de propiedad en el futuro. Aunque en el Gobierno admiten que para eso quedan muchos años. Lo que parece bastante claro es que, salvo excepciones, no los echarán. Nadie se atreve. Están muy organizados para impedirlo.
La villa 31 se ve desde lejos, invade la autopista de acceso al centro de Buenos Aires, pero para percibir su cruda realidad hay que acercarse. El olor es muy fuerte. Y siempre hay que mirar arriba porque en cualquier momento cae agua o algo peor. “Lo que más me impactó cuando llegué son los olores. En verano es tremendo. Y la lluvia. El agua se mete por todas partes. También lo cerca que vivimos unos de otros. Cada vez que el vecino va al baño pasa por esa tubería y parece que la casa se va a venir abajo”, dice Noelia mientras señala un tubo que atraviesa su cocina desde el techo a la pared que da a la calle. “Aquí no hay muchos robos en las casas. Porque vivimos tan pegados que siempre hay ojos mirando. Ahora mismo nos están escuchando todo”, se ríe Germán. “Acá vivimos tan hacinados que ahora discutimos por whatsapp, cada uno en un lado de la cama, para que no se enteren los vecinos. Muchos en la villa lo hacen”, cuenta Noelia. La pareja vivía en un barrio normal pero perdieron su casa y acabaron aquí. Esperan que no sea para siempre. “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar” se lee en la puerta de su casa.
En la villa muchos piensan que este último plan es solo una nueva promesa en pleno año electoral. “Como cantaba Serrat, Gloria a Dios en las alturas, recogieron las basuras, de mi calle ayer a oscuras y hoy sembrada de bombillas”, se ríe Germán. Pero todos alimentan el sueño de tener algún día el título de propiedad. Sobre todo los que, como Germán o Félix, un peruano en la villa Fraga, otro asentamiento más pequeño cerca del cementerio de La Chacarita, se han dejado la piel para comprar su espacio. Félix y su mujer trabajan en talleres de costura, la especialidad de peruanos y bolivianos. “Hacíamos de todo de 6:00 a 24:00. Solo veníamos a dormir unas pocas horas. Mi cuñado cuidaba a nuestros hijos. Así pudimos ahorrar y compramos la casa por 280.000 pesos (17.000 dólares). Ahora nos da miedo que nos echen. Es todo lo que tenemos. Nadie te alquila en la ciudad sin avales y con cinco hijos. Y comprar allí es imposible”, explica. Félix compró una planta en la villa. Ahora ha construido otras tres encima y vive cómodo con sus cinco hijos. Muestra orgulloso su casa, recién acabada, aunque por todas partes hay barro y suciedad. Por la calle deambulan algunos drogadictos.
Esta villa es particular porque sus vecinos quisieron ser diferentes. No les gustaba la idea de robar la luz. Así que contrataron líneas e instalaron los medidores en la pared que rodea el asentamiento, para que todos los vean. Existir, buscar cualquier atisbo de legalidad, es clave. Ni siquiera el correo llega a las casas. En el quiosco de la entrada, sobre una verja, están apiladas todas las cartas. Los vecinos las recogen de ahí.
El mercado está en alza. Nada se queda vacío. La crisis desplaza cada vez más gente de la ciudad a las villas, algunas han duplicado su población en los últimos 15 años. Petronila Yayanaco, también peruana, lleva casi 10 años en Argentina. Limpia oficinas y su marido es electricista. “Pagué 85.000 pesos (5.300 dólares) por el aire”, se ríe. Compró el derecho a construir un piso encima de la casa de otro señor. No había papeles, pero confió. El dueño le vendió después otro “aire” a otra señora, que ha construido un tercer piso encima. Y ahora teme que hagan aún un piso más. “No hay nadie a quien acudir, ningún documento, nada. Todo pende de un hilo”, cuenta.
Las villas huelen a cloaca tapada y suenan a pueblo. Por la puerta pasa gente vendiendo huevos, patatas, verduras, helados, de todo. Los vecinos pelean a veces pero se ayudan mucho, se necesitan, están demasiado cerca. Aunque también hay narco y violencia. Todo es flexible y alegal. “¿Quieres luz? Es muy fácil, te subes a ese poste, buscas el positivo y el negativo y enganchas tu cable”, señala Germán. “Ahora, no esperes que sea seguro. Hay cortes todo el tiempo. Y muchos incendios. Los bomberos no pueden entrar, no cabe la autobomba. Tampoco hay de dónde sacar agua”. Las ambulancias solo pasan con escolta policial, y a muchas zonas tampoco llegan. Otras se pierden. El GPS solo dice “está usted entrando a zona peligrosa”. Pero se puede conseguir cualquier cosa allí. “Hay de todo, solo falta un cajero automático; pero yo pienso que es mejor, de otra manera nos convertiríamos en un gueto porque la plata está afuera y eso nos obliga a salir al resto de la ciudad”, cuenta Germán.
Las villas son una herida abierta de un país como Argentina que fue uno de los más ricos del mundo. Pero también suponen un enorme negocio que resuelve un problema: los barrios ricos necesitan cerca a trabajadores que no pueden pagar sus precios. Algunos se aprovechan. Como Augusto Ampuero, un peruano de 62 años que lleva 22 en Argentina. Desde su terraza se ve bien el cementerio de La Chacarita, donde están los restos de Gardel. Él funciona como una especie de inmobiliaria en la villa. Alquila unas siete habitaciones. “Yo acá selecciono a la gente y no le alquilo a cualquiera. A un tipo que no conozco no le alquilo porque hay muchos narcos y te ensucian la casa. Vienen de afuera y como esto es una villa se creen que puede hacer negocios fácilmente. Yo no me tengo que llevar bien con los inquilinos, son ellos los que se tienen que llevar bien conmigo. Y si no, a la calle”, confiesa.
“Gano 10.000 pesos (615 dólares) trabajando de 9.00 a 13.00; mi señora es docente y gana 7.000 (430 dólares) y de alquileres recaudo 20.000 (1.200 dólares). Así llegamos a un ingreso de 37.000 pesos (2.280 dólares) entre los dos”, revela el hombre. Con este sobresueldo Augusto se coloca en unos ingresos por encima de la media de la ciudad. “Cuando urbanicen se me terminó el negocio pero me pregunto cuándo va a ser eso. Con suerte, de acá a cinco años. Y con ese tiempo me alcanza. Yo acá en verano me divierto, pongo la pileta, hago asado y tengo la mejor vista del barrio”, se ríe ufano este ganador de la villa. El Estado deja un hueco que se ocupa por las bravas, es la ley del más fuerte. Ahora van a intentar reorganizarlo. Costará años. Pero al menos los villeros sentirán que existen oficialmente.
Ramiro Barreiro
Buenos Aires, El País
Germán y Noelia Aguilar jamás olvidarán el día en que compraron su casa. No había testigos, ni un banco, ni notario. El vendedor no tenía un solo papel encima de la mesa del comedor en la que ahora lo cuentan. “Yo estaba muy nerviosa. Siempre está el miedo de que venga un supuesto dueño real a sacarte, porque nadie te garantiza que el lugar que compras sea tuyo”, relata ella. Solo había una bolsa con dinero, más de 20.000 dólares, unas llaves, y un apretón de manos. Como si estuvieran comprando un armario. Ellos entregaron los billetes al supuesto dueño, que desapareció –“creemos que vive en el sur, por suerte”- y se quedaron con la “casa”, una planta baja de poco más de 25 metros cuadrados con literas en el comedor para sus hijos –Noelia tiene siete de anteriores relaciones, aunque no todos viven siempre ahí- y una pequeña habitación para el matrimonio.
La vivienda, en realidad una chabola de ladrillo con las paredes destrozadas por la humedad, está en el barrio Güemes, la zona más antigua de la Villa 31. Es la más conocida de Buenos Aires, en pleno centro de la ciudad, a unos centenares de metros del hotel Sheraton. “No hay papeles, pero la villa sabe quién vende y quién compra”, confía Germán. 40.000 personas viven apiñadas en torres precarias de cuatro y cinco alturas, levantadas sin planos ni cimientos, casi siempre sin escaleras interiores. “No se caen porque las construyen los mismos paraguayos que hacen las casas de los barrios caros, que son muy buenos. Y porque se apoyan unas en otras”, cuenta mientras señala edificios que cruzan los callejones y se pegan a los de enfrente.
Al contrario de lo que piensan muchos desde fuera, en la villa viven sobre todo trabajadores. Basta ver su aspecto a las cinco de la mañana, con enormes colas para los autobuses. Son albañiles, empleadas domésticas, personas con oficios clásicos –Germán es ayudante de cocina en un restaurante de la Costanera, al borde del Río de la Plata- que acaban allí por su ubicación en pleno centro, porque es algo más barato –no mucho- y sobre todo porque se alquila de palabra, sin avales. En el resto de la ciudad los propietarios piden garantías imposibles para estos trabajadores precarios, muchos en negro.
Más de un millón y medio de personas viven así en Argentina, en villas miseria (barrios de chabolas) sin ningún título de propiedad, ocupando terrenos públicos. No pagan luz ni agua, que sacan de donde pueden. Por eso están rodeados de cables y mangueras por todas partes, con desagües improvisados que se colapsan enseguida. El Gobierno de Mauricio Macri, apoyado por organizaciones sociales como Techo, Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, Barrios de Pie, Corriente Clasista y Combativa ha hecho un gran censo preliminar en el que ha encontrado 4.100 asentamientos con 1,5 millones de personas, 400.000 familias. Ya se sabe oficialmente que están ahí. Ahora el Gobierno les entregará un “certificado de vivienda” con el que podrán reclamar contratos de agua y luz. Existir para el Estado y las compañías privadas. Es un paso previo para llegar a un título de propiedad en el futuro. Aunque en el Gobierno admiten que para eso quedan muchos años. Lo que parece bastante claro es que, salvo excepciones, no los echarán. Nadie se atreve. Están muy organizados para impedirlo.
La villa 31 se ve desde lejos, invade la autopista de acceso al centro de Buenos Aires, pero para percibir su cruda realidad hay que acercarse. El olor es muy fuerte. Y siempre hay que mirar arriba porque en cualquier momento cae agua o algo peor. “Lo que más me impactó cuando llegué son los olores. En verano es tremendo. Y la lluvia. El agua se mete por todas partes. También lo cerca que vivimos unos de otros. Cada vez que el vecino va al baño pasa por esa tubería y parece que la casa se va a venir abajo”, dice Noelia mientras señala un tubo que atraviesa su cocina desde el techo a la pared que da a la calle. “Aquí no hay muchos robos en las casas. Porque vivimos tan pegados que siempre hay ojos mirando. Ahora mismo nos están escuchando todo”, se ríe Germán. “Acá vivimos tan hacinados que ahora discutimos por whatsapp, cada uno en un lado de la cama, para que no se enteren los vecinos. Muchos en la villa lo hacen”, cuenta Noelia. La pareja vivía en un barrio normal pero perdieron su casa y acabaron aquí. Esperan que no sea para siempre. “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar” se lee en la puerta de su casa.
En la villa muchos piensan que este último plan es solo una nueva promesa en pleno año electoral. “Como cantaba Serrat, Gloria a Dios en las alturas, recogieron las basuras, de mi calle ayer a oscuras y hoy sembrada de bombillas”, se ríe Germán. Pero todos alimentan el sueño de tener algún día el título de propiedad. Sobre todo los que, como Germán o Félix, un peruano en la villa Fraga, otro asentamiento más pequeño cerca del cementerio de La Chacarita, se han dejado la piel para comprar su espacio. Félix y su mujer trabajan en talleres de costura, la especialidad de peruanos y bolivianos. “Hacíamos de todo de 6:00 a 24:00. Solo veníamos a dormir unas pocas horas. Mi cuñado cuidaba a nuestros hijos. Así pudimos ahorrar y compramos la casa por 280.000 pesos (17.000 dólares). Ahora nos da miedo que nos echen. Es todo lo que tenemos. Nadie te alquila en la ciudad sin avales y con cinco hijos. Y comprar allí es imposible”, explica. Félix compró una planta en la villa. Ahora ha construido otras tres encima y vive cómodo con sus cinco hijos. Muestra orgulloso su casa, recién acabada, aunque por todas partes hay barro y suciedad. Por la calle deambulan algunos drogadictos.
Esta villa es particular porque sus vecinos quisieron ser diferentes. No les gustaba la idea de robar la luz. Así que contrataron líneas e instalaron los medidores en la pared que rodea el asentamiento, para que todos los vean. Existir, buscar cualquier atisbo de legalidad, es clave. Ni siquiera el correo llega a las casas. En el quiosco de la entrada, sobre una verja, están apiladas todas las cartas. Los vecinos las recogen de ahí.
El mercado está en alza. Nada se queda vacío. La crisis desplaza cada vez más gente de la ciudad a las villas, algunas han duplicado su población en los últimos 15 años. Petronila Yayanaco, también peruana, lleva casi 10 años en Argentina. Limpia oficinas y su marido es electricista. “Pagué 85.000 pesos (5.300 dólares) por el aire”, se ríe. Compró el derecho a construir un piso encima de la casa de otro señor. No había papeles, pero confió. El dueño le vendió después otro “aire” a otra señora, que ha construido un tercer piso encima. Y ahora teme que hagan aún un piso más. “No hay nadie a quien acudir, ningún documento, nada. Todo pende de un hilo”, cuenta.
Las villas huelen a cloaca tapada y suenan a pueblo. Por la puerta pasa gente vendiendo huevos, patatas, verduras, helados, de todo. Los vecinos pelean a veces pero se ayudan mucho, se necesitan, están demasiado cerca. Aunque también hay narco y violencia. Todo es flexible y alegal. “¿Quieres luz? Es muy fácil, te subes a ese poste, buscas el positivo y el negativo y enganchas tu cable”, señala Germán. “Ahora, no esperes que sea seguro. Hay cortes todo el tiempo. Y muchos incendios. Los bomberos no pueden entrar, no cabe la autobomba. Tampoco hay de dónde sacar agua”. Las ambulancias solo pasan con escolta policial, y a muchas zonas tampoco llegan. Otras se pierden. El GPS solo dice “está usted entrando a zona peligrosa”. Pero se puede conseguir cualquier cosa allí. “Hay de todo, solo falta un cajero automático; pero yo pienso que es mejor, de otra manera nos convertiríamos en un gueto porque la plata está afuera y eso nos obliga a salir al resto de la ciudad”, cuenta Germán.
Las villas son una herida abierta de un país como Argentina que fue uno de los más ricos del mundo. Pero también suponen un enorme negocio que resuelve un problema: los barrios ricos necesitan cerca a trabajadores que no pueden pagar sus precios. Algunos se aprovechan. Como Augusto Ampuero, un peruano de 62 años que lleva 22 en Argentina. Desde su terraza se ve bien el cementerio de La Chacarita, donde están los restos de Gardel. Él funciona como una especie de inmobiliaria en la villa. Alquila unas siete habitaciones. “Yo acá selecciono a la gente y no le alquilo a cualquiera. A un tipo que no conozco no le alquilo porque hay muchos narcos y te ensucian la casa. Vienen de afuera y como esto es una villa se creen que puede hacer negocios fácilmente. Yo no me tengo que llevar bien con los inquilinos, son ellos los que se tienen que llevar bien conmigo. Y si no, a la calle”, confiesa.
“Gano 10.000 pesos (615 dólares) trabajando de 9.00 a 13.00; mi señora es docente y gana 7.000 (430 dólares) y de alquileres recaudo 20.000 (1.200 dólares). Así llegamos a un ingreso de 37.000 pesos (2.280 dólares) entre los dos”, revela el hombre. Con este sobresueldo Augusto se coloca en unos ingresos por encima de la media de la ciudad. “Cuando urbanicen se me terminó el negocio pero me pregunto cuándo va a ser eso. Con suerte, de acá a cinco años. Y con ese tiempo me alcanza. Yo acá en verano me divierto, pongo la pileta, hago asado y tengo la mejor vista del barrio”, se ríe ufano este ganador de la villa. El Estado deja un hueco que se ocupa por las bravas, es la ley del más fuerte. Ahora van a intentar reorganizarlo. Costará años. Pero al menos los villeros sentirán que existen oficialmente.