Pablo Ibar, segundo asalto contra la pena de muerte

Revocada la sentencia que lo tuvo 15 años en el patíbulo, el español nacido en Estados Unidos aguarda un nuevo juicio en el que la fiscalía reclamará otra vez el máximo castigo

Pablo de Llano
Corresponsal en Miami
Miami, El País
Con su cara de Robert de Niro y unas piernas como para subir silbando Alpe d’Huez, el viejo pelotari Cándido Ibar sigue a sus 72 años peleando por sacar de la cárcel a su hijo Pablo Ibar, acusado de un triple asesinato en 1994, encerrado de 2000 a 2016 en el corredor de la muerte y hoy en prisión provisional aguardando con impaciencia un nuevo juicio en el que seguirá defendiendo su inocencia y la fiscalía pedirá de nuevo la pena capital. “Yo estoy optimista”, dice su padre, un vasco de la tercera edad con tanta energía que prefiere dar la entrevista de pie.


En febrero del año pasado el Tribunal Supremo de Florida revocó la condena a muerte, debido a “una defensa ineficaz” y “pruebas escasas y débiles”, y ordenó repetir el proceso. “Aquella fue la primera buena noticia en 22 años”, recuerda Cándido Ibar en su casa de Miami. “El problema es que ahora esto se está tardando”. El caso se encuentra en fase de audiencias preparatorias de cara a poner fecha para el definitivo juicio, dirimiéndose con lentitud las pruebas que se podrán presentar. Este martes se espera que el juez resuelva si acepta a un testigo, relevante en el veredicto anulado, que dijo haber reconocido a Ibar en la escena del crimen. La defensa lo ha impugnado, con participación de un psicólogo experimental, resaltando las malas condiciones en que divisó al supuesto involucrado –por el retrovisor de un coche con lunas tintadas y con el sol en contra– y sosteniendo que los detectives lo indujeron a identificar a Pablo Ibar. Una vez se decida sobre esa prueba se discutirán otras; la más importante, un vídeo de baja calidad en el que aparece una figura parecida a la suya.

Su padre no cree que el juicio empiece como pronto hasta finales de año y confía en que quede libre, pero con cautela: “Cuando hay un jurado la decisión es del jurado y no tienes garantías de lo que vaya a pasar”. En la posibilidad de que se repita la condena anterior, dice cerrando los ojos, “no quiero ni pensar”.

A sus 45 años Pablo Ibar, de doble nacionalidad estadounidense y española, lleva media vida en la cárcel, un tercio en el corredor de la muerte del penal de Raiford (Florida), del que fue trasladado hace un año a la prisión provisional de Broward, a una hora de Miami. Ahora puede hacer llamadas y tiene permiso para dos visitas a la semana que se turnan su esposa Tanya y Cándido, aunque no hablan en persona sino por una pantalla. La última vez que tuvieron ocasión de abrazarlo fue en el patíbulo, donde se les condecía estar juntos. De una celda individual ha pasado a una para dos en la que se sucede un compañero tras otro a medida que van recibiendo sentencia. “Estuvo con un mexicano dos semanas y como era latino parece que se entendían, pero creo que a ese se lo llevaron a cadena perpetua”, cuenta su padre, que lo ve “bien pero cansado por el tiempo que está llevando todo”. “Si a nosotros se nos hace largo, imagínate a él”.

El jueves, Cándido fue a visitar a su hijo. Durante una hora hablaron de la audiencia de este martes, de los Miami Heat, el equipo de baloncesto favorito de Pablo, y del traje azul que tenía que llevarle su hermano Michael para mudarse en la cárcel antes de ir al juzgado. Lo estrenó en la última sesión. “Llegó trajeado y esposado”, ironiza su padre. “Para él es importante sentir que después de tantos años se puede vestir con ropa normal”. Físicamente está “bárbaro”, dice Cándido con uno de sus adjetivos preferidos. “Hace una barbaridad de flexiones. Y también las hace boca abajo levantando su propio peso. Creo que así hace 50, y mira que una sola de esas ya es difícil. Está súper fuerte, como una máquina”. En los partidos de balonmano entre presos, según él, nadie está su altura.
Pablo Ibar, en una audiencia en 2016.
Pablo Ibar, en una audiencia en 2016. EFE

La familia Ibar lleva la fuerza en la sangre. Cándido llegó en 1968 a Florida desde su pueblo de Guipúzcoa, Cestona, para jugar de pelotari en el frontón de Dania Beach cuando el jai-alai o pelota vasca era un espectáculo en auge al que la gente iba a apostar, y su hijo se preparaba para debutar cuando fue detenido como sospechoso del homicidio de Casimir Sucharsky, dueño de un club nocturno, y las modelos Sharon Anderson y Marie Rogers. Su hermano mayor, José Manuel Ibar Urtain, fue una fuerza de la naturaleza que llegó a campeón europeo de los pesos pesados y acabó suicidándose. “Andábamos siempre compitiendo en levantamiento de piedras y cortando troncos”, dice Cándido. Su padre, José Ibar, capataz de una cantera de cemento, fue campeón de España en la modalidad de arrastre de piedras con bueyes y el primero en levantar cinco veces seguidas “la famosa piedra de Amezketa”, de 170 kilogramos.

Cándido quería jubilarse en el País Vasco. “Pero pasó lo que pasó y me quedé en este país prácticamente preso”. Hoy se lo plantea otra vez. Si su hijo queda libre lo primero que harán es visitar la tumba de la madre de Pablo en Fort Lauderdale. Luego viajarían a Madrid y de ahí a su tierra. Cándido hace énfasis en su agradecimiento a los Gobiernos español y vasco, que han aportado buena parte de los fondos para la defensa. El proceso quema dinero a paladas y aún están intentando reunir con donaciones otro medio millón de dólares. “Ahora hay que sacar la casta. Ya quiero pasar un año sin tener que ir a la pinche cárcel”, dice el padre de Pablo Ibar en perfecto mexicano. Lo aprendió en su último oficio.

“Después de retirarme de la pelota me convertí en un artista de la carpintería”, cuenta. “Empecé con 50 años sin saber nada y aprendí derecho. Me especialicé en hacer escaleras curvas en mansiones de Georgia”. Montó su empresa con trabajadores mexicanos. Le llamaban El Profesor. “Trabajaba una barbaridad. Me ayudó mucho para no estar todo el tiempo pensando en Pablo”.

Hace tres años regresó de Atlanta a Miami, donde vivió lo mejor y lo peor de su experiencia americana. El jueves, de camino a la cárcel, cercana al hospital donde nació Pablo, iba ilustrando su pasado mientras conducía. “Ese es el templo de la gloria y de la desgracia”, dijo de un centro comercial en el que montó un bar flamenco que fue una ruina. “En ese otro sitio nos daban bebidas gratis a los pelotaris después de los partidos para atraer a la clientela”, dijo más adelante.

De vuelta de la prisión, Cándido se paró a enseñar el frontón de Dania Beach. Está en un casino que opera gracias a la licencia de jai-alai, arrinconado como un vestigio exótico que se mantiene porque conlleva un permiso para el juego. Donde hubo un aforo para 11.000 espectadores, quedan unas cuantas filas de asientos en un espacio renovado, frío y aséptico. “Las veces que yo habré dado saltos aquí”, rememoró. “Allí había un organista que animaba los partidos. Por aquí pasaban las camareras vestidas de bailadoras. Me acuerdo de unos que tenían su propio palco y estaban siempre fumando en pipa. Esto era muy elegante”. Un día, tras perder un partido, una apostante lo llamó desde la grada. “¡Aspiazu!” –por su nombre de pelotari–. Cabizbajo, Cándido se giró. La ganadora de la apuesta se dio la vuelta, se levantó la falda y le gritó: “Kiss my ass!” –bésame el trasero–. “No se me va a olvidar”, se ríe. “Si me dicen que iba a pasar lo que pasó con la pelota, yo no me lo hubiera creído. Pero es lo que es, y lo más triste es que no va a volver nunca”. Atrás queda la nostalgia. Enfrente sigue su hijo, preso, con una losa por levantar como la piedra de Amezketa.

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