Juego de tronos en la Casa Blanca

La lucha por el poder es implacable en el entorno de Donald Trump. El tenebroso Steve Bannon va perdiendo frente a los pragmáticos y la Primera Hija

Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Donald Trump es un superviviente. Desmesurado y feroz, su instinto siempre le ha indicado cuándo debe saltar del coche y dejar que otros se estrellen. Eso mismo parece estar ocurriendo en la Casa Blanca. Durante las primeras semanas, el símbolo del poder estadounidense se volvió un caos. Los patinazos de la asesora Kellyanne Conway y del portavoz, Sean Spicer, unidos al extremismo del estratega jefe, Steve Bannon, y del consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, asustaron al planeta. Sus aires advenedizos, la escasa profesionalidad y la nula preparación ejecutiva de aquel equipo aumentaron el temblor que a diario generaban los enfebrecidos tuits de Trump. La presidencia tocó mínimos históricos en valoración.


Fue entonces cuando el instinto de supervivencia actuó. A veces a cajas destempladas, otras en silencio, este núcleo de mando se ha ido diluyendo. Spicer, el único que aún mantiene presencia pública fuerte, baila en la cuerda floja y es un secreto a voces que el presidente solo le mantiene por sus buenos índices de audiencia. Conway se ha vuelto un espectro mudo, Flynn cayó fulminado por el escándalo ruso y el siniestro Bannon ha sido retirado del Consejo de Seguridad Nacional y desautorizado por el mismo Trump. “Yo soy mi propio estratega jefe”, ha llegado a decir el presidente.

La maniobra ha reducido el ruido y ha mostrado que el mandatario confía básicamente en sí mismo. “Trump no tiene un núcleo duro de creencias excepto su amor por el dinero y su convicción de que es tan inteligente que él es su mejor consejero”, explica a este periódico David Cay Johnston, Premio Pulitzer y autor de la incisiva biografía La construcción de Donald Trump.

Con las aguas aquietadas, aunque no sin marejadas, han emergido figuras más convencionales, halcones de trayectorias contrastadas, como el consejero de Seguridad Nacional, Herbert Raymond McMaster, y el secretario de Defensa, Jim Mattis. Ambos generales, respetados dentro y fuera del campo de batalla, han sido decisivos en uno de los escasísimos éxitos políticos de Trump: el bombardeo al régimen sirio.

Otra figura que se ha agigantado frente al sector radical es Gary Cohn, antiguo directivo de Goldman Sachs y hombre fuerte de Wall Street en la Casa Blanca. Como responsable del Consejo de Economía Nacional ha librado una fuerte batalla contra los epígonos de Bannon, en especial, el consejero jefe en materia de comercio, Peter Navarro, un ser atormentado por el déficit comercial de EEUU (502.000 millones de dólares en 2016) y defensor de la vía punitiva con China y Alemania. La balanza, de momento, se ha inclinado a favor de Cohn: el Tratado de Libre Comercio se ha salvado, la pugna comercial con China se ha amortiguado y, aunque a trompicones, Trump ha extendido la mano a Ángela Merkel.

Mattis, McMaster, Cohn e incluso en las últimas semanas, el secretario de Estado, Rex Tillerson, han devuelto a la presidencia cierta apariencia de normalidad. Pero todos ellos palidecen ante las dos estrellas de la corte imperial: la hija mayor y predilecta del presidente, Ivanka, y su esposo, Jared Kushner. La Primera Hija, de 35 años, se ha quitado la máscara y, en contra de su promesa inicial de no participar en política, se ha instalado con despacho y cargo, aunque sin sueldo, en la Casa Blanca. Su influencia sobre Trump es enorme. Fue su sombra en la campaña electoral y le atempera con solo sentarse a su lado. Él confía casi ciegamente en su hija. Y ella le muestra una absoluta fidelidad.
Ivanka Trump con su marido Jared Kushner y sus hijos en el Capitolio.
Ivanka Trump con su marido Jared Kushner y sus hijos en el Capitolio. AP

En este ping pong nepótico participa Jared Kushner, de 36 años. El yerno y asesor presidencial amplía a diario su radio de acción. Es el arquitecto de las negociaciones con Israel y Oriente Medio y en ocasiones ha tenido más voz que el propio secretario de Estado. Judío ortodoxo y ligeramente moderado se ha dado de bruces con Bannon, adalid de la derecha más xenófoba.

Trump, consciente de este cortocircuito, les ha obligado a sentarse a limar sus diferencias. El resultado aún no se conoce. Pero se trata de un pulso donde sólo cabe un ganador. “Si no me quieren, habrá otros sitios donde me quieran más”, ha dicho un desesperado Bannon.

La salida del estratega jefe marcaría un cambio profundo en la Casa Blanca. Culminaría un proceso incipiente hacia el realismo, pero al que aún le queda camino. El mismo que tiene que recorrer Trump para alcanzar el karma presidencial. “De momento, no ha cambiado. Sigue dando saltos y reaccionando a la primera como un becario nuevo en una redacción”, ironiza el Pulitzer Cay Johnston. La normalización, el mundo entero lo sabe, aún está lejos. El juego continúa.

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