El cielo de Totti
Roma, AS
El eterno capitán de la Roma no es simplemente un extraordinario jugador de amor a un único club, sino que es algo más: el emblema de una ciudad milenaria
Se dice que en Italia, el país del dramatismo absoluto y de la exageración extrema (salvando sus evidentes diferencias idiosincráticas entre el norte y el sur), únicamente hay dos tipos de futbolistas.
El 99% de ellos pertenece al agonismo, jugadores que suplen su falta de técnica y calidad a base de lucha, entrega, orden y disciplina (tal definición tiene su lógica: los italianos llaman calcio al fútbol, que traducido al castellano significa literalmente patada), y cuyo paradigma se alcanzó en la figura necesaria (y no del todo reconocida pese a su importancia) de Gennaro Gattuso. Mientras, el 1% de futbolistas restantes (posiblemente el porcentaje sea, en realidad, menor) son fantasistas, un modelo de jugador al que sólo puedes pertenecer si tu posición en el terreno de juego es la de trequartista (es decir, mediapunta) y eres el encargado de desafiar al férreo tacticismo transalpino imaginando las vías místicas e imposibles que conducen hasta el gol.
Giuseppe Meazza, a medio camino entre el centro del campo y la delantera, fue el primero. Sandro Mazzola, el hijo de Valentino, perfeccionó la posición unos años después. Gianfranco Zola recuperó su figura tras unas décadas de ostracismo. Roberto Baggio fue el más longevo y carismático. Alessandro del Piero se caracterizó por su elegancia, ser políticamente correcto y su educación. Pirlo era un trequartista de manual, pero se convirtió en leyenda viva cuando el veterano técnico Mazzone retrasó su posición a la de mediocentro organizador (de mediapunta en ese Brescia jugaba el citado Roberto Baggio). Cassano tenía todas las virtudes que se aprenden en las calles de su peligroso barrio de Bari y también todos los defectos. Totti, aunque se ha pasado más de la mitad de su carrera jugando de falso delantero centro, está considerado, casi por unanimidad, como el mejor de todos ellos. Y eso son palabras mayores.
Vamos, por lo tanto, a intentar comprender esas palabras.
El eterno capitán de la Roma no es simplemente un extraordinario jugador de amor a un único club, sino que es algo más: el emblema de una ciudad milenaria
Se dice que en Italia, el país del dramatismo absoluto y de la exageración extrema (salvando sus evidentes diferencias idiosincráticas entre el norte y el sur), únicamente hay dos tipos de futbolistas.
El 99% de ellos pertenece al agonismo, jugadores que suplen su falta de técnica y calidad a base de lucha, entrega, orden y disciplina (tal definición tiene su lógica: los italianos llaman calcio al fútbol, que traducido al castellano significa literalmente patada), y cuyo paradigma se alcanzó en la figura necesaria (y no del todo reconocida pese a su importancia) de Gennaro Gattuso. Mientras, el 1% de futbolistas restantes (posiblemente el porcentaje sea, en realidad, menor) son fantasistas, un modelo de jugador al que sólo puedes pertenecer si tu posición en el terreno de juego es la de trequartista (es decir, mediapunta) y eres el encargado de desafiar al férreo tacticismo transalpino imaginando las vías místicas e imposibles que conducen hasta el gol.
Giuseppe Meazza, a medio camino entre el centro del campo y la delantera, fue el primero. Sandro Mazzola, el hijo de Valentino, perfeccionó la posición unos años después. Gianfranco Zola recuperó su figura tras unas décadas de ostracismo. Roberto Baggio fue el más longevo y carismático. Alessandro del Piero se caracterizó por su elegancia, ser políticamente correcto y su educación. Pirlo era un trequartista de manual, pero se convirtió en leyenda viva cuando el veterano técnico Mazzone retrasó su posición a la de mediocentro organizador (de mediapunta en ese Brescia jugaba el citado Roberto Baggio). Cassano tenía todas las virtudes que se aprenden en las calles de su peligroso barrio de Bari y también todos los defectos. Totti, aunque se ha pasado más de la mitad de su carrera jugando de falso delantero centro, está considerado, casi por unanimidad, como el mejor de todos ellos. Y eso son palabras mayores.
Vamos, por lo tanto, a intentar comprender esas palabras.
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A Totti, habrá que suponer, hay que entenderle en tres vertientes complementarias. Primero, en datos, fríos y asépticos. Tiene 40 años (en septiembre, 41) y lleva 27 de ellos militando en la A.S. Roma. Debutó con 16 años en la Serie A (el 28 de marzo de 1993) y, desde entonces, ha permanecido 25 temporadas consecutivas en la máxima categoría italiana con su equipo. Acumula casi 850 partidos oficiales y ha anotado más de 300 goles. Es, por supuesto, el futbolista del club giallorosso con más encuentros disputados y con más goles marcados, además de ser el segundo máximo capocannoniere de la historia de la competición italiana y de estar entre los cuatro jugadores con más partidos jugados. Ha ganado una liga, dos copas y dos supercopas transalpinas con el cuadro romano, así como un Mundial, una Eurocopa sub 21 y unos Juegos Mediterráneos con Italia. Se adjudicó la Bota de Oro en la campaña 2006/2007 y es Oficial de la Orden al Mérito de la República Italiana. ¿Un pobre bagaje para tan longeva trayectoria? Quizá, pero los datos son exactamente eso, datos, fríos y asépticos. “Hay sólo dos jugadores realmente grandes. Se llaman Ronaldo (el brasileño, no Cristiano) y Totti”, rebatió a los números hace casi tres lustros Fabio Capello. Y añadió: “Totti es el mejor diez desde Maradona”. Y esas declaraciones del laureado técnico transalpino sí que son palabras mayores. Otra vez.
Tal vez con la segunda vertiente, la de la personalidad del mediapunta italiano y su relación con la ciudad de Roma, podamos comprenderlas todavía mejor.
Totti es Roma
Y es que Totti es romano y romanista desde que nació hasta convertirse en “the core of Roma” (“el núcleo de Roma”), como le describió acertadamente el periodista Rory Smith en The New York Times el pasado mes de diciembre. Criado en la Via Vetulonia, el capitán giallorosso fue a la escuela en la cercana Via Pascoli, pero no destacó precisamente por ser un buen estudiante. Su única obsesión era el calcio. Y Roma. Y la A.S. Roma, claro está. “Roma es mi familia, mis amigos, la gente que quiero. Es el mar, las montañas, los monumentos”, dijo Totti hace unos años. Y añadió, más recientemente: “Tengo suerte de haber usado solamente una camiseta en mi carrera. Es algo que siempre he querido, ser uno de esos pocos que usan únicamente una camiseta, tienen una afición y juegan para un mismo equipo”. Tuvo muchas oportunidades para irse, especialmente al A.C. Milan y al Real Madrid, pero no, Totti, lo más romano que ha tenido Roma desde el genial Alberto Sordi, nunca se marchó. “Es amor por Roma y por el fútbol”, contestó para explicar su resistencia a marcharse. Y concluyó: “Me he casado con ambas cosas. El fútbol, para mí, es una pasión, más que un juego. Es todo. Pero más que nada, es amor por Roma. Siempre he estado en Roma. Nunca ha habido ninguna cosa más”.
A veces las ideas se entienden mejor con imágenes. Probemos: hace unos años los regidores de Roma decidieron hacer una exposición sobre figuras icónicas de la historia reciente de la Ciudad Eterna y el artista callejero Lumaleonte dibujó un mural de tres pisos de altura con la cara de Totti en una escuela infantil en el barrio de San Giovanni. Pero ese mural, situado en el barrio en el que creció el trequartista italiano, no es la imagen más preclara, la estampa que más nos puede hacer seguir entendiendo. De hecho, hay que desplazarse hasta un pequeño rincón de la Via della Madonna dei Monti, a escasas calles del Coliseo, para ver otro mural que significa una guerra abierta y continua de grafitis entre seguidores de la Roma y la Lazio. Sobre un fondo en rojo y amarillo, la silueta, aunque está pintada en negro, es más que reconocible: el brazo levantado al cielo, Totti celebrando un gol. Y el mural, pese a las eternas disputas de unos aficionados rivales en un país que siempre se ha expresado mayoritariamente a través del fútbol, continúa allí: ni siquiera los tifosi laziales pueden negar que Totti es tan romano como la loba capitolina o los partidos improvisados en la Piazza Campo dei Fiori. “Tengo más presión, más responsabilidad, porque yo soy romano”, que diría el diez romanista para explicarlo. O, traducido en una frase de La gran belleza, la genial película de Paolo Sorrentino ambientada en la capital italiana: “En Roma no puedes destacar sobre los demás más de una semana. Después te llevan de vuelta a la zona de los mediocres”.
Sus momentos
Ya únicamente nos queda una vertiente para intentar entender la magnitud de Totti, sus momentos. Son, esencialmente, cuatro. El primer momento sería el cénit de su fútbol, que habría que situarlo en el lustro inicial del siglo XXI, cuando se convirtió por méritos propios (visión, gol e imaginación; mente rápida, físico lento) en candidato a mejor futbolista del mundo. “Ahora mismo, el mejor jugador de Europa es Totti”, reconoció a comienzos de la temporada 2003/2004 Pavel Nedved, que apenas un par de meses después se alzaría con el Balón de Oro. El segundo momento sería la publicación de sus libros de humor: Tutte le barzellette su Totti raccolte da me (Todos los chistes sobre Totti contados por mí mismo). Y es que a nadie se le escapa que el capitán romanista siempre ha arrastrado tras de sí una (justa) fama de problemático, juerguista, descerebrado, incluso casi hasta analfabeto, pero poniendo su nombre a esas recopilaciones de populares chistes sobre él mismo demostró también dos cosas. Uno, que es, objetivamente, de los futbolistas más solidarios de la historia (los centenares de miles de euros de beneficios de las publicaciones fueron repartidos entre Unicef, organización de la que es embajador, y el servicio de asistencia para ancianos de Roma). Dos, que tiene capacidad para lograr algo de lo que la mayoría de los seres humanos adolecemos: saber reírse de uno mismo. Un ejemplo, en forma de chiste aparecido en sus libros: Totti se compra un puzle que tiene 50 piezas y lo termina de hacer seis meses después. Entonces repara en que en la caja pone: “De tres a siete años”. Y Totti exclama: “¡Cielos, soy un genio!”.
El tercer momento tiene una importancia exponencial porque supone una dificultad añadida al hecho de que Totti siga jugando al fútbol con cuarenta años cuando a la mayoría de treinteañeros nos duele la espalda cuando nos levantamos de la cama tras dormir por la noche. Se trata de las lesiones que le han perseguido a lo largo de su trayectoria (durante muchos años en Italia hubo un árido debate público sobre las numerosas y violentas faltas que recibía el trequartista giallorosso, que le impedían habitualmente entrenar a lo largo de la semana debido a los constantes dolores que sufría). Hay que detenerse, principalmente, en dos. Primero, en febrero de 2006, una dura entrada de Vanigli, jugador del Empoli, provocó una mala caída de Totti, que fue operado de una rotura del peroné izquierdo asociado con una lesión capsuloligamentosa del cuello del pie y se pasó tres meses fuera de los terrenos de juego. Después, en abril de 2008 (ese año tendría tres lesiones en apenas nueve meses), el futbolista de la A.S. Roma se rompió el ligamento cruzado anterior de su rodilla derecha tras un choque con un jugador del Livorno y estuvo cuatro meses sin jugar. Pero lo realmente meritorio de este tercer momento es lo siguiente: desde el citado mes de febrero de 2006 Totti tiene una placa de metal y diez tornillos en su tobillo izquierdo. Y sigue jugando al fútbol. Todavía.
El cucchiaio
En cualquier caso, el momento más importante, el momento que más define a Totti, es el cuarto y último. Se trata de la famosa anécdota del cucchiaio. Hay que retroceder hasta el mes de junio del año 2000 para recordarla. El día 29, en el Amsterdam Arena, Italia y Holanda habían empatado a cero en la segunda semifinal de la Eurocopa que se estaba celebrando en los Países Bajos y ambos equipos se preparaban para la decisiva tanda de penaltis. En la portería holandesa estaba Edwin Van der Sar, 197 centímetros de altura, y la tensión de esa tanda se sentía en las miradas de los jugadores. Di Biagio se acercó a Totti y le dijo: “Francesco, yo tengo miedo”. Y el romanista le contestó: “¿A quién se lo dices? ¿Has visto lo grande que es el portero?”. Di Biagio prosiguió: “Pues sí que me animas”. Y, entonces, con su cerrado acento romanesco, llegó la sentencia eterna de Totti: “Nun te preoccupá, mo je faccio er cucchiaio”. Traducción: “No te preocupes, yo le hago la cuchara”. Maldini, el gran capitán italiano, que andaba por ahí, no se lo podía creer y se llevó las manos a la cabeza. “Pero ¿estás loco? Esto es una semifinal del Europeo”, le espetó, incrédulo, a Totti. Pero el romanista no se dejó convencer: “Sí, sí, le hago la cuchara”, respondió a su capitán. Y así llegó la quinta pena máxima de la serie. Totti, tranquilo, cabeza baja, se acercó lentamente al punto de penalti mientras el guardameta holandés pedía con aplausos el apoyo de su público. El árbitro pitó y elveinte de la selección italiana, decidido en la carrera, introdujo su pie derecho por debajo de la pelota, acariciándola, que entró mansamente por el centro de la portería al tiempo que Van der Sar se tiraba hacia su lado derecho. El banquillo transalpino esbozó una sonrisa liberadora y sorpresiva, Totti regresó también con una sonrisa, pícara, hacia sus compañeros. En el momento más trascendente, en el momento más intenso, en el momento en el que todos piden seriedad, él había dejado su marca de impronta, él se había definido. Totti había hecho su cuchara, su dulce y burlón cucchiaio.
En la historia del fútbol, por un lado están Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Beckenbauer, seguro que también Cristiano y Messi: nadie duda de que hayan sido los mejores, pero, sin embargo, no son los más interesantes. En cambio, por el otro lado están Garrincha, Best, Mágico González, Gascoigne, Sócrates o Maradona: futbolistas extraordinarios lastrados por sus taras, pero, por el contrario, sumamente más interesantes que los citados en primer lugar. Totti, aun sin el rastro de problemas con el alcohol o con las drogas de estos últimos, pertenece, como bien escribió el maestro Enric González, a la segunda lista de nombres. Porque Totti no es exclusivamente un magnífico jugador, ni siquiera es únicamente el perfecto one club man. No, Totti es algo más. Es el emblema de una ciudad milenaria. Es un simpático perdedor. Es un multimillonario solidario. Es una persona que no destaca por su inteligencia, pero que sabe reírse de sí mismo. Es el último mohicano, uno de los escasos ejemplos de tifosi-giocatori (aficionado de un equipo que se convierte, ya como futbolista, en el ídolo absoluto de sus propios aficionados) en el actual balompié globalizado. Es, en definitiva, pura cultura popular.
El propio Enric González, posiblemente sin quererlo, resume en su libro Historias del calcio el significado real para el mundo del fútbol de Totti, cuya retirada parece fijada al final de esta temporada, cuando recuerda una anécdota de Dante Chirichini, tifoso de la escuadra romanista. Barrendero de profesión, Chirichini se dio a conocer el 20 de noviembre de 1960, después de un partido entre la Roma y el Padova, al saltar al césped con una gran bandera romana y dar la vuelta al viejo estadio Olímpico saludando a las gradas. Desde entonces, Chirichini, que llegaba al recinto a bordo de su Vespino quince minutos antes del inicio de cada encuentro, se convirtió en un referente de la afición romanista. “Dante ya está aquí”, anunciaban en la curva sur, que todavía no había empezado a animar a su equipo a la espera de su llegada. “Hoy es un día bellísimo”, comenzaba a decir Chirichini, brazo en alto y ya acomodado en su sitio, ante el regocijo de los aficionados de la Roma. “Esta es la señal”, continuaba el barrendero. “De que la Roma… ¡Vencerá!”, concluía el respetado aficionado y toda la grada empezaba entonces conjuntamente a animar, a alzar sus pancartas y a mover sus banderas. Con el tiempo, y con el cambio generacional de aficionados, la figura de Chirichini cayó en el olvido hasta que terminó enfermando y falleciendo en el año 2003 sin que nadie se enterara de su muerte. Sin embargo, pasados unos meses, en un partido ante el Boavista portugués, apareció una pancarta en el Olímpico. “Atentos, chavales: Dante os observa”, decía. Poco después, un grupo de aficionados romanistas localizó el Vespino de Chirichini y, antes del inicio de un encuentro entre la Roma y la Reggina, lo introdujo en el campo. A continuación, Totti, el eterno capitán giallorosso, se acercó a la motocicleta blanca aparcada en la pista de atletismo del estadio, dejó un ramo de rosas sobre ella y lanzó un beso al cielo. Al cielo de Dante Chirichini, pero también al cielo de Roma. Su cielo. El cielo de Francé Totti. Un ejemplo de lo que es (o debería ser) el fútbol.
Y eso sí que son palabras mayores. Definitivamente.