Trump toma el liderazgo político en la reforma sanitaria conservadora

El presidente asume todo el protagonismo en su primer gran examen parlamentario

Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Ha vuelto el dealmaker, el negociador, el hombre que siempre logra el mejor acuerdo. Donald Trump ha visto la oportunidad de sacudirse los fantasmas rusos y se ha lanzado a defender la reforma sanitaria conservadora. En una oleada de tuits, reuniones y declaraciones públicas, el presidente de EEUU ha dado un giro y se ha presentado como árbitro de un proyecto que divide profundamente a los republicanos. Consciente de que es su primer gran examen político, quiere todo el protagonismo. “No vamos a quedarnos quietos”, afirma la Casa Blanca.


Trump busca recuperar el aliento. Hace solo una semana, el presidente vivió uno de sus momentos más amargos cuando se descubrió que su amigo, el fiscal general, Jeff Sessions, había mentido ante el Senado sobre sus conversaciones con el embajador ruso en Washington. El ocultamiento contaminó de tal modo al fiscal que tuvo que recusarse de cualquier investigación sobre la campaña electoral y la trama rusa.

El golpe mostró a un Trump débil. Había intentado evitar la inhabilitación de Sessions y no lo había conseguido. Por el contrario, la oposición demócrata se había crecido y la duda sobre el verdadero alcance de la conexión rusa cundía entre los propios republicanos.

Para retomar la iniciativa, Trump sacó una bomba de la chistera y el sábado acusó sin pruebas a su antecesor de haberle espiado durante la campaña electoral. Ya entrada la semana, aún sin despejarse la polvareda, rompió sus ambigüedades pasadas y se volcó en la defensa de la reforma sanitaria. Una de las banderas más populares entre los republicanos, pero que en sus primeros pasos ha desatado una furiosa revuelta interna: para los halcones conservadores es excesivamente blanda, y para los moderados va demasiado lejos.

Ante esta pugna, Trump se ha situado en el centro. Su convicción, reflejo de sus propias necesidades electorales, es que la demolición del Obamacare debe reducir el peso de la intervención estatal pero sin masacrar a sus usuarios. Para ello elimina las multas a quien no contrate un seguro y sustituye el actual entramado de subsidios por desgravaciones fiscales. Al mismo tiempo, frena las ansias liquidacionistas de los halcones al postergar a 2020 la congelación del programa para los desfavorecidos (Medicaid) y diferir un año la retirada de los impuestos que nutren el sistema.

El discurso, sin datos que lo avalen, es lo suficientemente amplio para arrancar la negociación. “El presidente, como buen empresario, escuchará a quien tenga una buena idea. No vamos a quedarnos quietos; vamos a salir fuera y vender el proyecto, pero si una idea surge, la tomaremos”, ha prometido el portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer.

Con este afán, Trump se ha multiplicado a sí mismo. Sin pestañear le ha robado el protagonismo al autor de la propuesta, el presidente de la Cámara de Representantes, Paul D. Ryan, y en un intenso ejercicio de relaciones públicas ha mantenido reuniones con todo tipo de republicanos, incluido su antiguo rival Ted Cruz, al que durante meses llamó El Mentiroso.

Su equipo se ha sumado a la ofensiva. Tanto el vicepresidente, Mike Pence, como el director de la Oficina Presupuestaria, Mick Mulvaney, han entrado en la boca del lobo y se han citado con los líderes del núcleo más reacio, un grupo de 30 congresistas, antiguos legados del Tea Party, cuyo negativa a apoyar el proyecto podría acarrear su derrota la semana próxima en la Cámara de Representantes.

De momento, el esfuerzo ha sido recompensado. La propuesta ha superado el filtro de los dos primeros comités parlamentarios, pero el viaje aún es largo y falta pasar por la Cámara de Representantes y el Senado. Ahí tienen la mayoría, pero nada está escrito. Trump sigue negociando.

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