Sergio Ramos, bombero eterno

Dos cabezazos suyos salvaron a un Madrid que jugueteó con el desastre. Fracasó la BBC. El Nápoles persiguió la hazaña y le mató la estrategia. Morata redondeó el triunfo.



Luis Nieto
As
Donde no alcanzan ni la actitud ni el dibujo llega la cabeza de Sergio Ramos, que siempre está de guardia. En Nápoles, como en Múnich, como en Lisboa, como en Milán, como en Trondheim, como en el Camp Nou, como tantas veces, fue el ángel de la guarda de un mal Madrid. Un equipo con la piel demasiado fina para sobreponerse a ese choque al vapor que propuso el Nápoles y al que no le sacó demasiado partido.


Es de esperar que esa cabeza privilegiada de Ramos no le impida al Madrid ver el bosque. Porque su tridente blandeó mucho con el equipo de Sarri en el cogote, porque jugar con tres centrocampistas empieza a parecer un extravío, porque su defensa perdió las manos ante la alta velocidad de Callejón, Mertens e Insigne.

Remontadas del tamaño de las que intentó el Nápoles no sólo llegan cargadas de testosterona. También traen instrucciones. El equipo de Sarri las siguió al pie de la letra, incluso aquellas que han caído en desuso. Procuró hacerle largo el partido al Madrid, desde el aeropuerto hasta el túnel de vestuarios, con la complicidad de la afición y de casi toda la ciudad. Caceroladas, esquelas, acoso motorizado. Una intimidación de otra época que llevó hasta el césped, donde presionó de salida, como manda el manual, hasta en el área del Madrid. Tocó todas las teclas que podían incomodar al equipo de Zidane hasta convertirse en un rival pelmazo: cortó el suministro hacia Modric y Kroos, adelantó la línea para enjaular en una franja estrechísima a Cristiano y Bale, obligó a la zaga del Madrid a jugar en largo a sabiendas de que la BBC no ganaría un balón dividido, porque ese combate a bayoneta calada nunca fue lo suyo. Y además, movió bien la pelota, con esa caballería ligera que lanza Hamsik y acaba en Mertens, que ha terminado por creerse que es un goleador.

El Madrid se sintió encogido, atribulado, incapaz de defender las pelotas al espacio que los centrocampistas del Nápoles, que acabaron por ser cinco, jugaban a la espalda de esa cintura de avispa que ofrece el equipo cuando juega la BBC.

Y así fue despeinando al Madrid y poniéndose en ventaja cuando el equipo de Zidane creyó haber pasado lo peor con dos disparos lejanos de Kroos y Bale. El tanto de Mertens estaba en los planos del partido. Insigne salvó la media del Madrid con el enésimo pase profundo a Hamsik y este lanzó al belga, que cruzó ante Keylor. Todo tuvo una sencillez insultante ante una defensa de gomaespuma.
La remontada de Ramos

El gol no regeneró al Madrid, más allá de una oportunidad de Cristiano que, tras dejar atrás a Reina, estrelló la pelota en el palo. Su relación con el gol pasa por su peor momento. Superado el sobresalto, el Nápoles retomó su misión, apretó, pellizcó a los laterales del Madrid, siguió jugando a toda mecha y devolvió el palo de Cristiano con otro de Mertens. El Madrid andaba camino del cementerio, disparándose en un pie con esos balones largos que le eran ajenos a la BBC y mostrándose muy inferior en velocidad punta atrás. Al descanso se fue con cinco kilometros menos que el Nápoles y once remates sufridos, récord en un tiempo en la era Zidane.

En el vestuario Zidane propuso dos correcciones: echó atrás a Bale para engordar por el centro con un 4-4-2 y se adentró en el campo del Nápoles en la presión, por ver si un clavo sacaba otro. Pero encontró alivio en la cocina tradicional: dos cabezazos de Ramos en dos córners lanzados por Kroos, con un tacto especial en esta suerte. El primero fue limpio, en el segundo le ayudó un leve desvió de Mertens, cuya fascinación por el gol le llevó demasiado lejos.

Ahí perdieron su varita el Nápoles y San Paolo. Lo sabía Sarri, que ya había advertido en la víspera que la perdición llovería del cielo. Aún así, decidió morir de pie, apretando sin esperanza sobre el área de Keylor. Sólo se entregó cuando se marchó Hamsik, el arquitecto de esa ilusión efímera que al menos sirvió para asustar al Madrid, que se encontró con un final inesperadamente plácido. Zidane pudo permitirse retirar a Modric, amenazado de suspensión para los cuartos, y Morata se reivindicó con otro gol de furia, la que casi siempre acaba salvando a un equipo hecho para el arte.

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