EN ANÁLISIS / Mito y profecía en la política argentina
El kirchnerismo, enfermedad infantil del peronismo
Héctor E. Schamis
El País
La economía argentina sigue atada a los ciclos de precios internacionales y, aún más grave, la política no tiene autonomía de dichos ciclos.
Era el 25 de noviembre de 2015 en “A dos voces”, programa de televisión conducido por Marcelo Bonelli y Edgardo Alfano. El tema obligado era la elección que tres días antes había entregado la victoria a Mauricio Macri. La conversación transcurría en el marco de mi columna sobre el tema, “Una nueva república en Argentina”.
“Nueva” por haber elegido al primer presidente no peronista, radical, ni militar en un siglo. Ello para ilustrar un cambio estructural en el sistema de partidos, que por lo general es conflictivo pero ocasionalmente ocurre dentro del marco institucional existente. Como en Uruguay, cuyo centenario sistema Blanco-Colorado fue alterado con la entrada del Frente Amplio—que ya ganó tres elecciones consecutivas—y manteniendo la estabilidad. Del bipartidismo al multipartidismo sin trauma.
Argentina se parecía a su vecino al otro lado del charco, pensaba yo esa noche, cuando de pronto vino la pregunta del millón: “¿pero Macri podrá gobernar?”. Mi primera reacción fue en referencia a quien estaba por abandonar el poder. Doce años después, el kirchnerismo dejaba un país con degradación institucional (como en la muerte del fiscal Nisman), persecución a los medios críticos (como en el caso de Clarín) y corrupción generalizada (como en varios juicios que ya habían comenzado). Es que nada de ello indicaba demasiada capacidad de gobernar; gobernar una república, esto es, con instituciones, libertades y probidad administrativa.
Sin embargo, la pregunta no era producto de la imaginación descabellada de los periodistas, ni mucho menos. Al contrario, recogía una narrativa instalada a comienzos de este siglo, según la cual en Argentina los presidentes no peronistas no concluyen su mandato y por lo tanto solo el peronismo puede gobernar.
Proposición imaginaria a ambos lados de la ecuación, es mito y profecía al mismo tiempo. La misma vuelve a tomar una cierta relevancia hoy, con quince meses de gobierno de Macri, en que el kirchnerismo parece haber salido a la calle a auto-cumplir la profecía equipado con helicópteros de utilería. Ello para evocar la renuncia de De la Rúa, quien así partió desde la azotea de la Casa Rosada en diciembre de 2001.
La realidad, y la historia, es que el peronismo es tan capaz—o incapaz—de gobernar como los otros partidos; no siempre concluyendo su mandato presidencial, de hecho. En julio de 1974 la viuda de Perón asumió la presidencia. Sus casi dos años en el poder estuvieron marcados por un brutal ajuste macroeconómico que sacó a los sindicatos (peronistas) la calle y el accionar de los escuadrones de la muerte (creados y financiados por su superministro López Rega) que comenzó con el terrorismo de Estado, luego característico del régimen militar. El golpe de marzo de 1976 quebró el orden constitucional, pero Isabel Perón ya no gobernaba.
Al ser derrotado en la elección de 1983, el liderazgo del peronismo pasó a manos de Antonio Cafiero, quien vio la necesidad de transformar aquel movimiento de inspiración corporativista en un partido político normal, apto para una democracia con derechos humanos y garantías constitucionales. El mensaje de Alfonsín había llegado a oídos peronistas: hacer justicia social a expensas de otros tipos de justicia es falaz.
Los ochenta fueron años de crisis, por la deuda, las exorbitantes tasas de interés y el deterioro de los términos de intercambio. Como en el resto de América Latina, la recesión fue más profunda y resistente que en los treinta. Derivó en una persistente estanflación, concluyendo en la hiperinflación que obligó a Alfonsín a adelantar la transferencia del poder a Menem.
Su política anti-inflacionaria se basó en el uso del tipo de cambio como ancla nominal, fijando la paridad con moneda convertible. Resultó en apreciación real, lo cual afectó al sector industrial, pero también en un boom de consumo que cautivó a la clase media. Condiciones internacionales más propicias hicieron posible financiar el programa con crédito externo, inexistente en la década anterior, y las privatizaciones captaron inversión extranjera directa.
Menem aprovechó para reformar la constitución y quedarse otro período, pero se rehusó a abandonar la convertibilidad, programa que al final de los noventa se había reducido a una mera estrategia de endeudamiento externo para financiar la caída de la actividad económica y el déficit fiscal. Cuanto más se demoraba la salida de la convertibilidad, más crecía el costo de esa deuda y el riesgo de una devaluación explosiva. Claro que Menem prefirió dejarle todo ese menú servido en bandeja a De la Rúa, quien lo sucedió en 1999.
Así vino el corralito, la devaluación y el default de deuda. Argentina en la peor crisis económica de su historia; De la Rúa renunciando en diciembre de 2001 y la democracia asediada por una sociedad que decía “que se vayan todos”. Duhalde, entonces senador peronista por la provincia de Buenos Aires, asumió la presidencia para completar el mandato de su antecesor, pero la protesta social también se lo impidió. No partió en helicóptero, pero tuvo que adelantar las elecciones y transferir el poder a Kirchner siete meses antes de lo estipulado.
El resto de la historia es más conocida, los Kirchner y el súper ciclo de las commodities, términos de intercambio que el país no tenía desde la postguerra, la abundancia despilfarrada, la corrupción, el autoritarismo y el clientelismo desenfrenado con el objetivo de la perpetuación. Ello sería para siempre, según el “Cristina eterna” de sus adeptos, pero el ciclo económico cambió y no hubo espacio para otra reforma y una segunda reelección.
Nuevamente, el peronismo (ahora bajo el nombre de kirchnerismo, no necesariamente sinónimos) acaba de dejarle el ajuste a quien sigue. El jefe de gabinete, Marcos Peña, lo dijo muy bien al señalar que en doce años destruyeron todos los instrumentos de navegación de la economía: las estadísticas, el Banco Central, el régimen comercial, el ahorro fiscal y dejaron la deuda en default. Quince meses más tarde, esos mismos ocupan la calle con helicópteros de cartón. Es curioso, Cristina Kirchner decía que las caricaturas sobre su persona eran “destituyentes”.
Esta pequeña historia de profecías inspira tres moralejas. Primero, la economía argentina sigue atada a los ciclos de precios internacionales y, aún más grave, la política no tiene autonomía de dichos ciclos. Por el contrario, los refleja y los exacerba. Ergo, cuando la economía crece, quien está en el poder aumenta la discrecionalidad y se queda más tiempo. Cuando se contrae, debe partir antes.
La solución pasa por hacer política económica contracíclica; es decir, ahorrar en la prosperidad para contar con recursos e intervenir durante las vacas flacas. Pero para ello se necesita un denso tejido institucional, única manera de lograr una prosperidad duradera, no la de efímeros booms exógenos, al mismo tiempo que se construye un sistema democrático robusto. El problema es de economía política.
Segundo, el peronismo, con mayoría de gobernadores y senadores, y un bloque importante de diputados, tiene que decidir quien quiere ser cuando sea grande. O sea, si quiere ser como Cafiero, democrático y creíble, o como los Kirchner, autoritario y narcisista. En argot leninista, el kirchnerismo es una especie de enfermedad infantil del peronismo. Solo entienden la política como un teatro, que siempre ocurre en la calle, y cuyo guion siempre asigna a los otros actores el papel—secundario—de rehén.
Esto lleva a la tercera moraleja y está relacionado con Uruguay, por donde comencé. Ocurre que allí, el gobierno del Frente Amplio, coalición de izquierda, acaba de legislar prohibiendo que la protesta social bloquee calles y rutas. Pero claro, entender que bloquear una calle privatiza una porción de la esfera pública y transforma al ciudadano que no protesta en rehén, es cosa de un país normal. Allí, el derecho a la protesta se norma, valga la deliberada redundancia.
Macri, su partido y su coalición de gobierno, Cambiemos, siguen en la esforzada tarea de intentar construir un país normal. Quince meses difícilmente alcancen teniendo que reparar doce años de despropósitos.
Héctor E. Schamis
El País
La economía argentina sigue atada a los ciclos de precios internacionales y, aún más grave, la política no tiene autonomía de dichos ciclos.
Era el 25 de noviembre de 2015 en “A dos voces”, programa de televisión conducido por Marcelo Bonelli y Edgardo Alfano. El tema obligado era la elección que tres días antes había entregado la victoria a Mauricio Macri. La conversación transcurría en el marco de mi columna sobre el tema, “Una nueva república en Argentina”.
“Nueva” por haber elegido al primer presidente no peronista, radical, ni militar en un siglo. Ello para ilustrar un cambio estructural en el sistema de partidos, que por lo general es conflictivo pero ocasionalmente ocurre dentro del marco institucional existente. Como en Uruguay, cuyo centenario sistema Blanco-Colorado fue alterado con la entrada del Frente Amplio—que ya ganó tres elecciones consecutivas—y manteniendo la estabilidad. Del bipartidismo al multipartidismo sin trauma.
Argentina se parecía a su vecino al otro lado del charco, pensaba yo esa noche, cuando de pronto vino la pregunta del millón: “¿pero Macri podrá gobernar?”. Mi primera reacción fue en referencia a quien estaba por abandonar el poder. Doce años después, el kirchnerismo dejaba un país con degradación institucional (como en la muerte del fiscal Nisman), persecución a los medios críticos (como en el caso de Clarín) y corrupción generalizada (como en varios juicios que ya habían comenzado). Es que nada de ello indicaba demasiada capacidad de gobernar; gobernar una república, esto es, con instituciones, libertades y probidad administrativa.
Sin embargo, la pregunta no era producto de la imaginación descabellada de los periodistas, ni mucho menos. Al contrario, recogía una narrativa instalada a comienzos de este siglo, según la cual en Argentina los presidentes no peronistas no concluyen su mandato y por lo tanto solo el peronismo puede gobernar.
Proposición imaginaria a ambos lados de la ecuación, es mito y profecía al mismo tiempo. La misma vuelve a tomar una cierta relevancia hoy, con quince meses de gobierno de Macri, en que el kirchnerismo parece haber salido a la calle a auto-cumplir la profecía equipado con helicópteros de utilería. Ello para evocar la renuncia de De la Rúa, quien así partió desde la azotea de la Casa Rosada en diciembre de 2001.
La realidad, y la historia, es que el peronismo es tan capaz—o incapaz—de gobernar como los otros partidos; no siempre concluyendo su mandato presidencial, de hecho. En julio de 1974 la viuda de Perón asumió la presidencia. Sus casi dos años en el poder estuvieron marcados por un brutal ajuste macroeconómico que sacó a los sindicatos (peronistas) la calle y el accionar de los escuadrones de la muerte (creados y financiados por su superministro López Rega) que comenzó con el terrorismo de Estado, luego característico del régimen militar. El golpe de marzo de 1976 quebró el orden constitucional, pero Isabel Perón ya no gobernaba.
Al ser derrotado en la elección de 1983, el liderazgo del peronismo pasó a manos de Antonio Cafiero, quien vio la necesidad de transformar aquel movimiento de inspiración corporativista en un partido político normal, apto para una democracia con derechos humanos y garantías constitucionales. El mensaje de Alfonsín había llegado a oídos peronistas: hacer justicia social a expensas de otros tipos de justicia es falaz.
Los ochenta fueron años de crisis, por la deuda, las exorbitantes tasas de interés y el deterioro de los términos de intercambio. Como en el resto de América Latina, la recesión fue más profunda y resistente que en los treinta. Derivó en una persistente estanflación, concluyendo en la hiperinflación que obligó a Alfonsín a adelantar la transferencia del poder a Menem.
Su política anti-inflacionaria se basó en el uso del tipo de cambio como ancla nominal, fijando la paridad con moneda convertible. Resultó en apreciación real, lo cual afectó al sector industrial, pero también en un boom de consumo que cautivó a la clase media. Condiciones internacionales más propicias hicieron posible financiar el programa con crédito externo, inexistente en la década anterior, y las privatizaciones captaron inversión extranjera directa.
Menem aprovechó para reformar la constitución y quedarse otro período, pero se rehusó a abandonar la convertibilidad, programa que al final de los noventa se había reducido a una mera estrategia de endeudamiento externo para financiar la caída de la actividad económica y el déficit fiscal. Cuanto más se demoraba la salida de la convertibilidad, más crecía el costo de esa deuda y el riesgo de una devaluación explosiva. Claro que Menem prefirió dejarle todo ese menú servido en bandeja a De la Rúa, quien lo sucedió en 1999.
Así vino el corralito, la devaluación y el default de deuda. Argentina en la peor crisis económica de su historia; De la Rúa renunciando en diciembre de 2001 y la democracia asediada por una sociedad que decía “que se vayan todos”. Duhalde, entonces senador peronista por la provincia de Buenos Aires, asumió la presidencia para completar el mandato de su antecesor, pero la protesta social también se lo impidió. No partió en helicóptero, pero tuvo que adelantar las elecciones y transferir el poder a Kirchner siete meses antes de lo estipulado.
El resto de la historia es más conocida, los Kirchner y el súper ciclo de las commodities, términos de intercambio que el país no tenía desde la postguerra, la abundancia despilfarrada, la corrupción, el autoritarismo y el clientelismo desenfrenado con el objetivo de la perpetuación. Ello sería para siempre, según el “Cristina eterna” de sus adeptos, pero el ciclo económico cambió y no hubo espacio para otra reforma y una segunda reelección.
Nuevamente, el peronismo (ahora bajo el nombre de kirchnerismo, no necesariamente sinónimos) acaba de dejarle el ajuste a quien sigue. El jefe de gabinete, Marcos Peña, lo dijo muy bien al señalar que en doce años destruyeron todos los instrumentos de navegación de la economía: las estadísticas, el Banco Central, el régimen comercial, el ahorro fiscal y dejaron la deuda en default. Quince meses más tarde, esos mismos ocupan la calle con helicópteros de cartón. Es curioso, Cristina Kirchner decía que las caricaturas sobre su persona eran “destituyentes”.
Esta pequeña historia de profecías inspira tres moralejas. Primero, la economía argentina sigue atada a los ciclos de precios internacionales y, aún más grave, la política no tiene autonomía de dichos ciclos. Por el contrario, los refleja y los exacerba. Ergo, cuando la economía crece, quien está en el poder aumenta la discrecionalidad y se queda más tiempo. Cuando se contrae, debe partir antes.
La solución pasa por hacer política económica contracíclica; es decir, ahorrar en la prosperidad para contar con recursos e intervenir durante las vacas flacas. Pero para ello se necesita un denso tejido institucional, única manera de lograr una prosperidad duradera, no la de efímeros booms exógenos, al mismo tiempo que se construye un sistema democrático robusto. El problema es de economía política.
Segundo, el peronismo, con mayoría de gobernadores y senadores, y un bloque importante de diputados, tiene que decidir quien quiere ser cuando sea grande. O sea, si quiere ser como Cafiero, democrático y creíble, o como los Kirchner, autoritario y narcisista. En argot leninista, el kirchnerismo es una especie de enfermedad infantil del peronismo. Solo entienden la política como un teatro, que siempre ocurre en la calle, y cuyo guion siempre asigna a los otros actores el papel—secundario—de rehén.
Esto lleva a la tercera moraleja y está relacionado con Uruguay, por donde comencé. Ocurre que allí, el gobierno del Frente Amplio, coalición de izquierda, acaba de legislar prohibiendo que la protesta social bloquee calles y rutas. Pero claro, entender que bloquear una calle privatiza una porción de la esfera pública y transforma al ciudadano que no protesta en rehén, es cosa de un país normal. Allí, el derecho a la protesta se norma, valga la deliberada redundancia.
Macri, su partido y su coalición de gobierno, Cambiemos, siguen en la esforzada tarea de intentar construir un país normal. Quince meses difícilmente alcancen teniendo que reparar doce años de despropósitos.