El reto de la convivencia tras la reconquista de Mosul

Los iraquíes se enfrentan ahora al reto de encontrar una fórmula de convivencia para todas las comunidades étnicas y religiosas

Ángeles Espinosa
Dubái, El País
Es cuestión de días; de algunas semanas, como mucho. En cualquier momento, un soldado iraquí izará la bandera de la república sobre la Gran Mezquita de Mosul y el Gobierno de Bagdad declarará recuperada esa ciudad. Pero la victoria militar sobre el autodenominado Estado Islámico (ISIS) no supone ni el final de ese grupo extremista suní, ni tampoco la paz para Irak. Catorce años después de que la invasión estadounidense abriera la caja de Pandora sectaria, los iraquíes aún no han encontrado una fórmula de convivencia entre sus distintas comunidades étnicas y religiosas. Las ambiciones de sus vecinos tampoco ayudan.


“La victoria militar es fácil, todos están unidos frente al ISIS. Pero tan pronto como acabe el combate, se enfrentarán entre ellos si no hay un arreglo político. Y si no se ha alcanzado hasta ahora, luego va a ser mucho más difícil”, advierte Renad Mansour, especialista en Irak de Chatham House, un centro de análisis británico. “Todos” son árabes suníes y chiíes, kurdos, otras minorías, países vecinos; incluso enemigos históricos como Irán y EE. UU. apoyan a las fuerzas de seguridad iraquíes. Mansour recuerda, durante una conversación telefónica, que “ha habido otras victorias militares antes, pero no una victoria política”. “Cuando hablas con los dirigentes locales, destacan que las raíces del problema siguen presentes”, señala.

Aunque como ha explicado el politólogo libanés Ziad Majed, las raíces del ISIS son múltiples, una de las más obvias fue la marginación del poder de la comunidad árabe suní tras el derribo de Sadam Husein. Asociados con el dictador, los suníes se vieron purgados de sus cargos en la administración, señalados con el dedo y, más tarde, tras unirse a la lucha contra Al Qaeda de la mano de EE. UU., abandonados por el Gobierno del anterior primer ministro, Nuri al Maliki. Desoídas sus protestas, algunos aceptaron e incluso celebraron la llegada del ISIS frente al sectarismo que percibían de Bagdad.

“La experiencia del ISIS no ha funcionado ni siquiera entre la comunidad suní. No están contentos; por eso se muestran abiertos a una alternativa, si es que hay una”, asegura Mansour.

Ganarse su apoyo para asegurar la estabilidad de las zonas recuperadas al ISIS exige tanto mantener bajo control a las poderosas milicias chiíes, algo que el primer ministro Haider al Abadi ha conseguido de momento en Mosul, como implicar a los suníes en la gestión del Estado. Sin embargo, no está claro quiénes representan a esa comunidad y tampoco el Gobierno es capaz de hablar con una sola voz. Entretanto, está fallando lo que más podría ayudar a éste a granjearse la confianza de la población afectada, la provisión de servicios básicos.

Tres meses después de la liberación del este de Mosul, sus habitantes aún carecen de agua corriente y suministro eléctrico. El Gobierno central ni siquiera ha establecido centros de emergencia para atender las necesidades de quienes regresan, sin trabajo y sin la seguridad de encontrar sus casas en pie. Los pocos ambulatorios y escuelas que funcionan lo hacen gracias al voluntarismo de algunas ONG.

“El éxito de la campaña militar (…) para recuperar Mosul, si se gestiona mal, puede convertirse en un fracaso”, advertía a principios de este año el centro de análisis geopolítico International Crisis Group (ICG). Tras constatar que la lucha contra el ISIS no sólo ha causado una enorme destrucción sino minado la capacidad del Estado para gobernar, militarizado a la juventud y traumatizado a la sociedad iraquí, su informe mostraba su preocupación por el riesgo de que las fuerzas paramilitares, tanto chiíes como kurdas, que han ayudado a derrotar al ISIS reclamen su botín de guerra. Algunos gestos de Erbil, la capital del Kurdistán iraquí, apuntan a que sus dirigentes sólo esperan el momento oportuno para lanzar su pulso por la independencia. Como mínimo, esperan sin duda que se les recompense con el reconocimiento del territorio que reclaman como propio.

Además, Irán y Turquía han visto en el caos iraquí una oportunidad para aumentar su influencia a través del apoyo a milicias afines. Con el dinero y las armas de sus padrinos, esos grupos tienen menos incentivos para hacer concesiones en una eventual mesa de negociación.

Mientras, el final del protoestado del ISIS en Irak y Siria, el pomposamente llamado Califato, no supone el final de esa organización y de su ideología. Su metamorfosis en una banda insurgente-mafiosa ya se ha empezado a sentir en otras zonas de Irak donde ahora lanza cada vez más ataques. “La victoria [militar] no significa nada si el ISIS sigue siendo capaz de montar atentados”, admite Mansour. Tampoco significa el final del yihadismo, la amenaza externa que representa la cosmogonía del grupo. Al contrario, aumenta el riesgo para Europa y Oriente Próximo.

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