Donald Trump acusa a Obama de grabar sus comunicaciones antes de las elecciones

El presidente de EE UU cree que el anterior Gobierno interceptó las llamadas de sus oficinas en Nueva York. Obama desmiente rotundamente las imputaciones

Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Donald Trump ha vuelto a encontrarse a sí mismo. Desde su dorada mansión de Palm Beach, decidió sacar la dinamita que lleva dentro y en una serie de incendiarios tuits acusó sin pruebas a su antecesor de haber interceptado sus comunicaciones en la campaña. "Qué bajo cayó el presidente Obama al grabar mis teléfonos durante el sagrado proceso electoral. Esto es Nixon/Watergate", escribió. La andanada llega en un momento en que el presidente de Estados Unidos vive cercado por el escándalo del espionaje ruso y necesita desesperadamente una válvula de escape. Obama, evitando el cuerpo a cuerpo, desmintió rotundamente las imputaciones.


Trump prefiere el ataque a la defensa. Ahí es donde se siente fuerte. Y no le importa mucho con qué golpear. Durante cinco años acusó a Obama de haber nacido fuera de territorio estadounidense. Dio igual que fuese mentira. La patraña le sirvió al entonces showman televisivo para situarse en el mapa político y dirigirse de tú a tú al presidente.

Con Hillary Clinton repitió la jugada y elevó el uso de su correo privado para asuntos oficiales a la categoría de gran escándalo nacional. El caso, al final, se diluyó sin responsabilidades penales. Pero Trump ganó las elecciones.

Ahora ha vuelto a sacar los espectros del armario y se los ha arrojado a la cara a Obama. En sus tuits, cita al macartismo y el Watergate. O lo que es lo mismo: la persecución inquisitorial de inocentes por su ideología y los abusos del poder contra rivales políticos.

En ese territorio se sitúa el presidente de Estados Unidos. Él es una víctima “de una caza de brujas”. Alguien que “acaba de descubrir” que en su campaña fue sometido a escuchas por Obama. “Tipo malo o enfermo”, le llama, al tiempo que abre la puerta a la conversión de sus imputaciones en un obús legal. “Un buen abogado podría construir un gran caso a partir del hecho de que el presidente Obama estaba interviniendo mis teléfonos en octubre, justo antes de las elecciones”, escribe en un tuit.

El ataque no tiene precedentes. Ni tampoco, de momento, pruebas. Pese a su gravedad, Trump no ha ofrecido datos que sostengan las acusaciones y el portavoz de Obama las ha desmentido con claridad: "Ni el presidente Obama ningún cargo de la Casa Blanca ordenó jamás vigilar a ningún ciudadano estadounidense. Cualquier sugerencia en otro sentido es sencillamente falsa”. Como ha ocurrido otras veces, la fuente del republicano puede ser cualquier información o comentario aparecido en sus medios preferidos. Ya le ocurrió hace dos semanas. En un mitin en Florida señaló a Suecia como una de las grandes víctimas europeas de los ataques terroristas. Sus palabras sembraron el desconcierto dentro y fuera del país escandinavo porque nada había ocurrido ahí. Luego se supo que todo respondió a un reportaje sensacionalista que Trump había visto la víspera en Fox News.

En este caso, se señala como posible origen de la explosión tuitera una información publicada en Breitbart, el portal extremista que dirigió su estratega jefe, Steve Bannon. En esa pieza, como en otras que circulan en los medios más montaraces de Washington, se sostiene que Obama empleó métodos propios de un “Estado policial” contra Trump durante las elecciones y que en el último mes se ha empleado a fondo para derribarle.

Sin sustento fáctico, estas acusaciones no pasan por el momento de ser más que teorías de la conspiración. Pero su impacto político es real y es imposible desligarlas del escándalo de espionaje ruso que cerca de la Casa Blanca. En las últimas semanas, las investigaciones periodísticas, nutridas por los servicios de inteligencia, han destapado las numerosas reuniones que los miembros del equipo de Trump mantuvieron con representantes el Kremlin durante la campaña electoral. Las citas carecerían de interés si no fuera por los ciberataques orquestados desde Moscú en esas mismas fechas. Esta ofensiva, según un informe oficial, iba destinada a “favorecer a Trump y desacreditar a su rival Hillary Clinton”. Para ello, el Kremlin recurrió al jaqueo de las cuentas de correo del Partido Demócrata y de su jefe de campaña, John Podesta. El material, supuestamente, fue filtrado luego a Wikileaks para su difusión.

La postura adoptada por Trump ante este escándalo no hizo sino disparar las alertas. Lejos de condenar los ataques, el candidato republicano ensalzó a Vladímir Putin y apeló a que siguiera saqueando los correos de los demócratas. Para muchos altos cargos del servicio de inteligencia, el candidato, con estas palabras, había franqueado el umbral de lo admisible al tender la mano a un país que estaba interfiriendo en el proceso electoral.

Personaje clave de esta trama es el embajador ruso en Washington, Sergei Kislyak. Diplomático de larga experiencia y sobre el que siempre ha pesado la sombra de ser un maestro de espías, se ha vuelto el centro de todas las detonaciones.

El consejero de Seguridad Nacional Michael Flynn, cayó a los 24 días de tomar posesión cuando se descubrió, gracias a una grabación secreta, que en diciembre llegó a negociar con Kislyak la respuesta rusa a las sanciones que Obama iba a imponer al Kremlin por sus ciberataques.

El turno le llegó luego al fiscal general, Jeff Sessions. Asesor de Trump durante la campaña, silenció ante el Senado su reunión con el embajador en el momento cumbre de la ofensiva rusa. Tras destapar The Washington Post su mentira, Sessions, jefe del FBI y del Departamento de Justicia, se vio forzado a inhibirse de todas las investigaciones abiertas sobre la campaña y la conexión rusa.

Aunque no se ha demostrado que el equipo de Trump tuviera participación en los cibertaques, la marejada amenaza con arrasar la Casa Blanca. El FBI, los servicios inteligencia, el Senado y la Cámara de Representantes han puesto en marcha sus propias investigaciones. Cada día surgen nuevas revelaciones. Y ningún muro parece lo suficientemente alto para contener la ola. Acorralado, el multimillonario no sólo ha visto su crédito erosionado, sino cómo la oposición demócrata resucitaba con el escándalo y las dudas surgían en su propio bando.

La respuesta de Trump ha sido, como casi todo en él, inesperada y brutal. De un solo gesto, ha pulverizado el pretendido tránsito hacia aguas más tranquilas que había emprendido tras el discurso el martes ante las Cámaras, y se ha situado de nuevo en su punto de partida. El de un político acostumbrado a la intimidación y la desmesura para atacar a sus rivales. Puro Trump.

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