Un antisistema en el trono del mundo

Las palabras de Trump irrumpieron como un vendaval en la ceremonia sagrada de la democracia estadounidense

Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Las elecciones las ganó Donald Trump el pasado 8 de noviembre. La presidencia ha empezado a disputarla este viernes. Bajo un cielo gris, que mantuvo un constante aire de tormenta, el republicano vivió esta mañana su primer acto oficial como 45 presidente de los Estados Unidos de América. Fue una ceremonia limpia, bien minutada y con un discurso corto, pero donde todo saltó por los aires cuando subió a la tribuna el nuevo mandatario. Ahí Trump demostró que era Trump. Atronador, egocéntrico y masivo.


El magnate, consciente de sus propios excesos, había advertido que no quería que su primer acto adquiriese “aires circenses”. Fiel a sus designios, su organización intentó ofrecer una ceremonia de “cadencia poética y suave sensibilidad”. Algo que se cumplió sólo a medias.

Acudió menos gente que con Obama (las primeras estimaciones hablaban de 700.000 frente a los dos millones de la primera toma de posesión del presidente saliente y el 1.300.000 de la segunda) y faltaron grandes rostros de las pantallas estadounidenses. Tampoco logró la pureza de líneas kennediana ni la proximidad de los actos de Bill Clinton o Jimmy Carter. Pero cumplió con los requisitos de la etiqueta imperial.

Los participantes, agolpados a las escaleras del Capitolio, se apegaron al guión, y la matemática del protocolo permitió el triunfo de la previsibilidad en un hombre que ha inaugurado el ciclo político más inestable de las últimas décadas. Esa quizá fue una de las mayores sorpresas. Ver al multimillonario jactancioso, a la incontenible criatura de los reality shows, jurar y pedir ayuda a Dios sobre la biblia aterciopelada de Abraham Lincoln. Observarle, tiernamente abrazado a su familia, escuchar las 21 salvas fusileras y los sones del Saludo al jefe. Sentirle un poco más pequeño de lo habitual rodeado por jueces del Tribunal Supremo y expresidentes como Jimmy Carter, Bill Clinton, George Bush hijo y Barack Obama.

En la atmósfera patriótica que exuda el gran ritual americano el magnate neoyorquino adquirió en algunos instantes la pátina del establishment. Pareció que era unos más entre los grandes jerarcas. Pero no. Trump está destinado a ser él mismo. A lo largo de su carrera, el republicano no ha dejado de tañir la campana de la división. Sus propuestas han golpeado salvajemente a inmigrantes, minorías y países. Y en las últimas semanas ha apretado aún con más fuerza el acelerador hasta llevar su valoración a mínimos históricos. Un aviso para cualquiera menos para el nuevo presidente de Estados Unidos.

Desde el púlpito más elevado de la democracia estadounidense, Trump lanzó un agrio discurso que buscó culpables por doquier: el establishment washingtoniano, el libre comercio, sus propios antecesores. Ante estos males, se entronizó como gran remedio. Él es, a juzgar por sus palabras, el hombre providencial que recuperará la gloria perdida de Estados Unidos, que devolverá al pueblo la luz robada por la codicia de las élites. Con voz inflamada, trazó un escenario de fábricas cerradas, familias desamparadas y clases medias depauperadas. “No seréis ignorados, vuestras voces y sueños marcarán el destino de América”, les dijo.

Para su discurso, Trump había estudiado atentamente a Reagan y Kennedy. Su apelación al sueño americano, sin embargo, no tuvo ni el optimismo del primero ni la elevación del segundo. Sobre el mármol capitalino, pulverizó con sus palabras la cadencia de un ritual lento y minucioso, brillante en los detalles y fastuoso en los silencios. Con gesto firme y ante las ovaciones de sus seguidores, venidos de las cuatro esquinas de la nación, dio rienda suelta a los fantasmas ciegos del proteccionismo y la revancha. Y, como era esperable, abrió su mandato bajo el signo de la polémica.

Incluso en la asistencia a la investidura se reflejó esa tensión. Faltaron, por ejemplo, medio centenar de parlamentarios demócratas, que decidieron boicotear el acto por sus ataques al congresista John Lewis, uno de los herederos espirituales de Martin Luther King. Tampoco abundaron las estrellas de fuste. Hollywood, como lleva demostrando meses, no quiere a su nuevo presidente. Y el sentimiento es recíproco. “Todas las celebridades buscan entradas para la investidura, pero vean lo que hicieron por Hillary Clinton. NADA. Quiero GENTE”, tuiteó hace pocos días el republicano.

El mundo de la música se mostró igualmente esquivo. Elton John, Celine Dion, Kiss rechazaron la invitación. A falta de nombres de peso, las grandes interpretaciones recayeron en un coro mormón y Jackie Evancho, conocida por su participación en el programa televisivo América tiene un talento.

Otro de los flancos débiles de Trump fueron las mujeres. No las de su familia. Melania, Ivanka y Tiffany le acompañaron y emitieron su luz en una ceremonia de tonos sobrios. Pero fuera le aguarda el rencor del movimiento feminista al completo. Una oleada que este sábado demostrará el tamaño de su rechazo en una protesta que se prevé multitudinaria en Washington.

En las ausencias, en las protestas, su propio discurso asomó el rostro de la división: la herida abierta por un político que, en su empeño por llegar a la cima, ha jugado con fuego. La reparación será difícil. Donald Trump fue investido este viernes pero todavía no es un presidente para todos. Tiene que demostrar su capacidad para liderar a su pueblo. En este camino, la sombra de su antecesor no dejará de perseguirle y agigantarse. Barack Obama hizo historia. Trump está empezando a conocerla.

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