Argentina, tierra de inmigrantes, entra en la guerra al extranjero por el miedo a la inseguridad
El Gobierno de Macri promete cerrar la frontera a delincuentes foráneos ante una sociedad atemorizada por varios casos dramáticos
Carlos E. Cué
Buenos Aires, El País
Argentina nació como una tierra abierta a los inmigrantes que llegaban de todo el planeta. La Constitución de 1853 lo deja claro en su preámbulo, cuando explica su objetivo principal: "asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino". "Los esclavos que de cualquier modo se introduzcan quedan libres por el solo hecho de pisar el territorio de la República", añadía en su artículo 15 por si había dudas de esa voluntad de tierra de acogida. Todavía hoy, sigue siendo uno de los países más abiertos del mundo, y el que más extranjeros tiene de Sudamérica. Las leyes les ayudan: sanidad y educación gratuitas para todos, fronteras abiertas. Pero también Argentina está cambiando.
El Gobierno de Mauricio Macri, en un año electoral y con una sociedad atemorizada por la inseguridad, ha encontrado un culpable: los extranjeros. El Ejecutivo ha prometido controles más fuertes en las fronteras y en los aviones para evitar que entren personas con antecedentes penales y expulsiones más rápidas para los delincuentes. El Ejecutivo insiste en que no pretende estigmatizar a los inmigrantes ni culparles de los delitos, y recuerda que el año pasado, ya con Macri, se naturalizaron 215.000 extranjeros. Además, explican, van a acoger refugiados sirios cuando muchos otros países los rechazan. "No somos como Donald Trump, tenemos una idea opuesta, Argentina es un país abierto", señala la vicepresidenta, Gabriela Michetti. Pero diversas organizaciones y opositores han dado la voz de alarma.
Argentina tiene un 4,5% de inmigrantes y en sus cárceles los extranjeros son el 6% del total., No parece una cifra alarmante. Sin embargo, en el decreto que cambia las normas migratorias, publicado hoy lunes, el Gobierno de Macri da otro dato centrado solo en las prisiones federales para apuntar a los extranjeros como responsables de los delitos más graves, y en especial del narcotráfico: "La población de personas de nacionalidad extranjera bajo custodia del Servicio Penitenciario Federal se ha incrementado en los últimos años hasta alcanzar en el 2016 el 21,35% de la población carcelaria total. En los delitos vinculados a la narcocriminalidad, un 33% de las personas bajo custodia del Servicio Penitenciario Federal son extranjeros".
El mensaje político es muy claro. "Acá vienen ciudadanos peruanos y paraguayos y se terminan matando por el control de la droga. Muchos paraguayos, bolivianos y peruanos se comprometen tanto sea como capitalistas o como mulas, como choferes o como parte de una cadena en los temas de narcotráfico", señaló la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, provocando las protestas de varios de esos países. Y sin embargo los culpables de los últimos delitos que han impactado a la sociedad eran todos nacidos en Argentina.
La reacción no es nueva. En los últimos años los gobernantes argentinos recurren a este tema con frecuencia. Cristina Fernández de Kirchner, en octubre de 2014, también encontró en los extranjeros a un enemigo con réditos electorales: "Se expulsará a los extranjeros que sean sorprendidos cometiendo un delito y no podrán volver a entrar por 15 años", anunció entonces la expresidenta. Algo parecido a lo que ahora asegura Macri. Quedó en nada. Las promesas de endurecimiento de leyes siempre reciben un apoyo entusiasta entre una población asustada -basta ver las redes sociales argentinas estos días- aunque los efectos reales suelen ser muy limitados. Los expertos insisten en que la inseguridad tiene motivos mucho más profundos relacionados sobre todo con la pobreza y la desigualdad.
Y sin embargo, la cultura de la emigración está incrustada en cada nombre, en cada historia familiar. "¿De dónde vienen los argentinos? Descienden de los barcos", se escucha con ironía en Buenos Aires. Hasta el presidente Macri es hijo de un italiano que llegó con 18 años a buscarse la vida a Buenos Aires y construyó un imperio. Pero Argentina vive un momento complicado y muchos ciudadanos apuestan por la vía fácil de culpar a los extranjeros. La sociedad, especialmente en los alrededores de las grandes ciudades como Buenos Aires, Rosario o Córdoba, vive en estado de alerta permanente. Cinco canales de televisión 24 horas emiten durante todo el día los últimos detalles de los asesinatos más escandalosos, casi siempre en robos. Un adolescente de 14 años a manos de otro de 15, una embarazada de 15 por dos chicos de su edad.
Desde la crisis de 2001, Argentina, antes tan distinta al resto del continente, se ha ido acercando poco a poco a sus vecinos. Sigue muy lejos de las cifras del resto de un continente donde 135.000 personas fueron asesinadas en 2015, según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Está en la tabla baja, con seis homicidios por cada 100.000 habitantes, frente a los 84 de Honduras, 53 de Venezuela o 31 de Colombia. Pero Argentina se compara consigo misma hace 20 años, no con Latinoamérica, y el terror se extiende. "Hace seis años aquí se podía salir a tomar mate a la vereda. Hace solo seis años. Ahora esto es un infierno", explicaba Micaela, de 22 años, en La Tablada, la villa más peligrosa de Rosario. Lo que más asusta es que es un fenómeno relativamente nuevo.
La clase media alta y los ricos reaccionan contratando guardias de seguridad 24 horas o marchándose a vivir a barrios cerrados, rodeados de vallas electrificadas y alambres de espino, auténticas fortalezas donde cada visitante tiene que aceptar que registren su coche y abran el maletero si quiere ir a la casa de un amigo. A los trabajadores del servicio les revisan el bolso al salir por si se llevan algo. Los pobres, los más afectados –los delitos más graves se producen en sus barrios- reaccionan con desesperación y con una proliferación de armas inédita en un país históricamente muy tranquilo. Y la clase media urbana, la bolsa de electores donde Macri construyó su victoria, exige que alguien haga algo ya.
Cuando el presidente acude periódicamente a un barrio y empieza a llamar a las casas, el llamado "timbreo", un invento de su gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba, los vecinos le hablan casi en exclusiva de la inseguridad. A los datos reales se suma la sensación que transmiten unos medios de comunicación dedicados de forma prioritaria a este asunto. Cada nuevo suceso multiplica el efecto. Macri, como antes hizo el kirchnerismo, pone cada vez más policías. Pero no basta. Lucha contra su corrupción. Pero tampoco es suficiente. Los delitos escandalosos siguen. Y el presidente, en año electoral, ha recurrido al último cartucho: el enemigo exterior. La campaña electoral promete ser larga y complicada.
Carlos E. Cué
Buenos Aires, El País
Argentina nació como una tierra abierta a los inmigrantes que llegaban de todo el planeta. La Constitución de 1853 lo deja claro en su preámbulo, cuando explica su objetivo principal: "asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino". "Los esclavos que de cualquier modo se introduzcan quedan libres por el solo hecho de pisar el territorio de la República", añadía en su artículo 15 por si había dudas de esa voluntad de tierra de acogida. Todavía hoy, sigue siendo uno de los países más abiertos del mundo, y el que más extranjeros tiene de Sudamérica. Las leyes les ayudan: sanidad y educación gratuitas para todos, fronteras abiertas. Pero también Argentina está cambiando.
El Gobierno de Mauricio Macri, en un año electoral y con una sociedad atemorizada por la inseguridad, ha encontrado un culpable: los extranjeros. El Ejecutivo ha prometido controles más fuertes en las fronteras y en los aviones para evitar que entren personas con antecedentes penales y expulsiones más rápidas para los delincuentes. El Ejecutivo insiste en que no pretende estigmatizar a los inmigrantes ni culparles de los delitos, y recuerda que el año pasado, ya con Macri, se naturalizaron 215.000 extranjeros. Además, explican, van a acoger refugiados sirios cuando muchos otros países los rechazan. "No somos como Donald Trump, tenemos una idea opuesta, Argentina es un país abierto", señala la vicepresidenta, Gabriela Michetti. Pero diversas organizaciones y opositores han dado la voz de alarma.
Argentina tiene un 4,5% de inmigrantes y en sus cárceles los extranjeros son el 6% del total., No parece una cifra alarmante. Sin embargo, en el decreto que cambia las normas migratorias, publicado hoy lunes, el Gobierno de Macri da otro dato centrado solo en las prisiones federales para apuntar a los extranjeros como responsables de los delitos más graves, y en especial del narcotráfico: "La población de personas de nacionalidad extranjera bajo custodia del Servicio Penitenciario Federal se ha incrementado en los últimos años hasta alcanzar en el 2016 el 21,35% de la población carcelaria total. En los delitos vinculados a la narcocriminalidad, un 33% de las personas bajo custodia del Servicio Penitenciario Federal son extranjeros".
El mensaje político es muy claro. "Acá vienen ciudadanos peruanos y paraguayos y se terminan matando por el control de la droga. Muchos paraguayos, bolivianos y peruanos se comprometen tanto sea como capitalistas o como mulas, como choferes o como parte de una cadena en los temas de narcotráfico", señaló la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, provocando las protestas de varios de esos países. Y sin embargo los culpables de los últimos delitos que han impactado a la sociedad eran todos nacidos en Argentina.
La reacción no es nueva. En los últimos años los gobernantes argentinos recurren a este tema con frecuencia. Cristina Fernández de Kirchner, en octubre de 2014, también encontró en los extranjeros a un enemigo con réditos electorales: "Se expulsará a los extranjeros que sean sorprendidos cometiendo un delito y no podrán volver a entrar por 15 años", anunció entonces la expresidenta. Algo parecido a lo que ahora asegura Macri. Quedó en nada. Las promesas de endurecimiento de leyes siempre reciben un apoyo entusiasta entre una población asustada -basta ver las redes sociales argentinas estos días- aunque los efectos reales suelen ser muy limitados. Los expertos insisten en que la inseguridad tiene motivos mucho más profundos relacionados sobre todo con la pobreza y la desigualdad.
Y sin embargo, la cultura de la emigración está incrustada en cada nombre, en cada historia familiar. "¿De dónde vienen los argentinos? Descienden de los barcos", se escucha con ironía en Buenos Aires. Hasta el presidente Macri es hijo de un italiano que llegó con 18 años a buscarse la vida a Buenos Aires y construyó un imperio. Pero Argentina vive un momento complicado y muchos ciudadanos apuestan por la vía fácil de culpar a los extranjeros. La sociedad, especialmente en los alrededores de las grandes ciudades como Buenos Aires, Rosario o Córdoba, vive en estado de alerta permanente. Cinco canales de televisión 24 horas emiten durante todo el día los últimos detalles de los asesinatos más escandalosos, casi siempre en robos. Un adolescente de 14 años a manos de otro de 15, una embarazada de 15 por dos chicos de su edad.
Desde la crisis de 2001, Argentina, antes tan distinta al resto del continente, se ha ido acercando poco a poco a sus vecinos. Sigue muy lejos de las cifras del resto de un continente donde 135.000 personas fueron asesinadas en 2015, según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Está en la tabla baja, con seis homicidios por cada 100.000 habitantes, frente a los 84 de Honduras, 53 de Venezuela o 31 de Colombia. Pero Argentina se compara consigo misma hace 20 años, no con Latinoamérica, y el terror se extiende. "Hace seis años aquí se podía salir a tomar mate a la vereda. Hace solo seis años. Ahora esto es un infierno", explicaba Micaela, de 22 años, en La Tablada, la villa más peligrosa de Rosario. Lo que más asusta es que es un fenómeno relativamente nuevo.
La clase media alta y los ricos reaccionan contratando guardias de seguridad 24 horas o marchándose a vivir a barrios cerrados, rodeados de vallas electrificadas y alambres de espino, auténticas fortalezas donde cada visitante tiene que aceptar que registren su coche y abran el maletero si quiere ir a la casa de un amigo. A los trabajadores del servicio les revisan el bolso al salir por si se llevan algo. Los pobres, los más afectados –los delitos más graves se producen en sus barrios- reaccionan con desesperación y con una proliferación de armas inédita en un país históricamente muy tranquilo. Y la clase media urbana, la bolsa de electores donde Macri construyó su victoria, exige que alguien haga algo ya.
Cuando el presidente acude periódicamente a un barrio y empieza a llamar a las casas, el llamado "timbreo", un invento de su gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba, los vecinos le hablan casi en exclusiva de la inseguridad. A los datos reales se suma la sensación que transmiten unos medios de comunicación dedicados de forma prioritaria a este asunto. Cada nuevo suceso multiplica el efecto. Macri, como antes hizo el kirchnerismo, pone cada vez más policías. Pero no basta. Lucha contra su corrupción. Pero tampoco es suficiente. Los delitos escandalosos siguen. Y el presidente, en año electoral, ha recurrido al último cartucho: el enemigo exterior. La campaña electoral promete ser larga y complicada.