OPINIÓN / El fantasma de Hamlet
Raúl Castro puso en marcha un proceso de desfidelización de Cuba
Vicente Botín
El País
Fidel Castro ya estaba muerto cuando murió. Su desaparición física permitirá enterrar su cadáver, deteriorado por la demencia senil y por la traición de su hermano Raúl, albacea y sepulturero de su obra. Como otros dictadores, Fidel Castro ha muerto en su cama sin rendir cuentas de sus actos, responsable solo “ante Dios y ante la Historia”. Pero durante los últimos años de su vida Fidel Castro sufrió una dura condena. El comandante en jefe, el líder máximo, el hombre que gobernó Cuba a su antojo durante casi medio siglo, tuvo que asistir, impotente, a la voladura controlada del tinglado que construyó. Y el dinamitero fue su hermano Raúl, el fiel Raúl, su sombra protectora y su felpudo, el mayor admirador que jamás tuvo y el que, paradójicamente, soportó más desprecios por intentar robarle el fuego sagrado de la revolución, no para ocupar su lugar sino para dar un sentido al caos.
Claude Lévi-Strauss escribió que: “Todo mito está constituido por contrarios irreconciliables: creación contra destrucción, vida frente a muerte, dioses contra hombres, bien contra mal”. El mito de Fidel Castro responde a ese principio. Sin Estados Unidos Fidel no hubiera sido lo que fue. La lucha contra el “imperio” le dio argumentos para justificarlo todo, sin reconocer nunca que sus desatinos en materia económica fueron la principal causa de la ruina del país.
Entre 1960 y 1990, Cuba vivió gracias a las generosas subvenciones de la Unión Soviética, pero cuando cayó el muro de Berlín todo ese tinglado se vino abajo. Fidel Castro tuvo entonces que ceder a los consejos de su hermano Raúl y se vio obligado a adoptar reformas “capitalistas”. Pero las concesiones en materia económica no se correspondieron con cambios políticos.
La enfermedad de Fidel y el relevo en la jefatura del Estado le dieron a Raúl Castro la oportunidad de retomar las reformas “capitalistas” torpedeadas por su hermano. Cuba, según él, estaba “al borde del precipicio” y había que “actualizar” el modelo, realizar reformas para salir de la crisis, pero sin renunciar al socialismo.
Raúl Castro puso en marcha un proceso de desfidelización de Cuba con el comandante en jefe todavía de cuerpo presente. Con la vista puesta en China, intenta mantenerla a flote con reformas que propicien el crecimiento económico. Y todo ello sin ceder un palmo en materia de libertades.
Si Fidel Castro estaba dispuesto a dejar “que la isla se hundiera en el mar antes que renunciar al socialismo”, Raúl quiere mantenerla a flote con una mixtura entre comunismo y capitalismo, es decir, que Cuba sea capitalista sin dejar de ser comunista.
Fidel Castro ya estaba muerto cuando murió. Durante los últimos años de su vida fue un muerto en vida, un fantasma, como el padre de Hamlet, rey de Dinamarca, asesinado por su propio hermano.
Vicente Botín
El País
Fidel Castro ya estaba muerto cuando murió. Su desaparición física permitirá enterrar su cadáver, deteriorado por la demencia senil y por la traición de su hermano Raúl, albacea y sepulturero de su obra. Como otros dictadores, Fidel Castro ha muerto en su cama sin rendir cuentas de sus actos, responsable solo “ante Dios y ante la Historia”. Pero durante los últimos años de su vida Fidel Castro sufrió una dura condena. El comandante en jefe, el líder máximo, el hombre que gobernó Cuba a su antojo durante casi medio siglo, tuvo que asistir, impotente, a la voladura controlada del tinglado que construyó. Y el dinamitero fue su hermano Raúl, el fiel Raúl, su sombra protectora y su felpudo, el mayor admirador que jamás tuvo y el que, paradójicamente, soportó más desprecios por intentar robarle el fuego sagrado de la revolución, no para ocupar su lugar sino para dar un sentido al caos.
Claude Lévi-Strauss escribió que: “Todo mito está constituido por contrarios irreconciliables: creación contra destrucción, vida frente a muerte, dioses contra hombres, bien contra mal”. El mito de Fidel Castro responde a ese principio. Sin Estados Unidos Fidel no hubiera sido lo que fue. La lucha contra el “imperio” le dio argumentos para justificarlo todo, sin reconocer nunca que sus desatinos en materia económica fueron la principal causa de la ruina del país.
Entre 1960 y 1990, Cuba vivió gracias a las generosas subvenciones de la Unión Soviética, pero cuando cayó el muro de Berlín todo ese tinglado se vino abajo. Fidel Castro tuvo entonces que ceder a los consejos de su hermano Raúl y se vio obligado a adoptar reformas “capitalistas”. Pero las concesiones en materia económica no se correspondieron con cambios políticos.
La enfermedad de Fidel y el relevo en la jefatura del Estado le dieron a Raúl Castro la oportunidad de retomar las reformas “capitalistas” torpedeadas por su hermano. Cuba, según él, estaba “al borde del precipicio” y había que “actualizar” el modelo, realizar reformas para salir de la crisis, pero sin renunciar al socialismo.
Raúl Castro puso en marcha un proceso de desfidelización de Cuba con el comandante en jefe todavía de cuerpo presente. Con la vista puesta en China, intenta mantenerla a flote con reformas que propicien el crecimiento económico. Y todo ello sin ceder un palmo en materia de libertades.
Si Fidel Castro estaba dispuesto a dejar “que la isla se hundiera en el mar antes que renunciar al socialismo”, Raúl quiere mantenerla a flote con una mixtura entre comunismo y capitalismo, es decir, que Cuba sea capitalista sin dejar de ser comunista.
Fidel Castro ya estaba muerto cuando murió. Durante los últimos años de su vida fue un muerto en vida, un fantasma, como el padre de Hamlet, rey de Dinamarca, asesinado por su propio hermano.