El país silencioso que da la espalda a Donald Trump

EL PAÍS inicia una serie de reportajes sobre sectores de la sociedad estadounidense que respaldan la candidatura de Hillary Clinton

Marc Bassets
El País
Sólo hace falta nombrar a Donald Trump para que la tertulia se anime. “Yo le digo una cosa personal, sin ofender a nadie. Si me pregunta, yo grito a los cuatro vientos que voto a Hillary Clinton”, dice la puertorriqueña María Vázquez, la única mujer en la mesa del centro de la tercera edad de Reading,


Los demás asienten. Y explican que todo cambió en Reading, una ciudad industrial en Pensilvania, cuando los latinos empezaron a llegar en masa. Que antes, como dice Vázquez, “los que vivían aquí eran ‘hillbillies’. ‘Hillbillies’ es el término, a veces despectivo, que designa a los blancos rurales de la región montañosa, minera e industrial, del este de Estados Unidos. El hombre que ha insultado a mexicanos y musulmanes, que ha ofendido a mujeres y veteranos de guerra, es persona non grata.

“¿Sabe por qué aquí no le damos el voto a Donald Trump? Porque tiene cara de Satanás”, interviene el mexicano Jesús Picazo.

Suena música caribeña en una radio y los voluntarios empiezan a repartir los platos de cartón con una albóndiga, remolacha, pasta y maíz. Medio centenar de jubilados —puertorriqueños, mexicanos, dominicanos— viene cada mañana a la Casa de la Amistad para jugar al dominó, platicar y comer. Esto es un comedor popular: el almuerzo es gratuito.

“Si le pillamos prestando dinero, pidiendo dinero, o haciendo cualquier transacción, será expulsado por vida de las instalaciones”, dice un cartel en la entrada.

Reading es una de las ciudades con más pobreza de Estados Unidos. El 40% vive por debajo del umbral. También es una de las que tiene más hispanos. De sus 88.000 habitantes, casi un 60% son de origen latinoamericano.

Las penurias económicas, la marginación y el deterioro urbano serían, en cualquier otro lugar, una máquina de votos para el republicano Trump, el político que ha conectado con el malestar de la clase trabajadora blanca despreciada por las élites y sometida al vendaval de la globalización.

No aquí, donde las tertulias del comedor popular son en castellano y, las calles del ‘downtown’, el centro de la ciudad, no ofrecen una imagen de vacío y desolación, sino que bullen de tráfico y actividad: más cercanas al Bronx neoyorquino que a una ciudad del ‘rust belt’ o cinturón del óxido, el corredor desindustrializado que va de Pensilvania a Minnesota.

Los votantes de la demócrata Clinton no merecen estudios sociológicos ni de psicoanálisis de salón como los de Trump. Nadie va a buscarlos y observarlos, como a los blancos que votan al republicano Trump, con actitud paternalista como si fueran un objeto de estudio etnológico. Nadie intenta ‘comprenderlos’, como si fueran adolescentes desorientados. Pero seguramente se parecen tanto o más a la ‘América real’, o a lo que en cincuenta años será la ‘América real.

En Reading, territorio Clinton, el ‘make America great again’, el ‘vamos a hacer América grande de nuevo’, el eslogan de Trump, tiene poco sentido. Aquí los latinos ya creen que Estados Unidos es un gran país y Reading una buena ciudad para vivir, pobre quizá, pero barata, con dimensiones humanas y vida de barrio.

Como escribió uno de sus hijos predilectos, el novelista John Updike, Reading era en los años sesenta “una ciudad de fábricas y vías férreas encajadas entre filas de casas de sólido ladrillo, exiguas pero limpias, y decoradas, entre el áspero río Schuylkill y el perfil amenazante del Monte Penn”. Hace tiempo que dejó de ser un nudo de transporte ferroviario y las fábricas han cerrado, pero el Reading de las novelas de Updike ilumina las convulsiones de los Estados Unidos de hoy.

Aquella era una ciudad de industriales ricos, una ciudad bajo la sombra de la extravangante pagoda china que corona el Monte Penn, el capricho de un político local de principios del siglo XX. Era una ciudad en la que la clase media blanca veía con estupefacción los cambios sociales de los años sesenta y setenta, como la conquista de derechos por los negros o la liberación sexual.

El protagonista de la serie de novelas de Updike situada en Reading es Harry Angstrom, apodado Conejo, una vieja gloria del baloncesto juvenil que trabaja en un concesionario de automóviles, blanco y protestante, demócrata y conservador (en aquella época ambos términos no eran contradictorios), patriotero y partidario de la Guerra de Vietnam, y racista sin conciencia de serlo. “El autobús tiene demasiados negros. Conejo se da cuenta cada vez más y más”, escribe Updike en la segunda parte de la serie, ‘El regreso de Conejo’, publicada en 1971.

Angstrom es ficción pero refleja un arquetipo de votante clave en las últimas décadas: el demócrata de Reagan, el blanco de clase media que con Ronald Reagan se pasó al Partido Republicano. Este es el perfil de muchos votantes de Trump.

En Reading quedan pocos. Si Angstrom, o Updike se subiesen hoy a un autobús, o paseasen por el ‘downtown’ de Reading, verían supermercados con nombres españoles y carteles anunciando que se aceptan ‘food stamps’ o vales de comida, una forma de subsidio público para las personas con ingresos bajos. Quizá se sentarían junto a Nanette Cardona, una limpiadora de oficinas y cuidadora en una guardería que comenta, mientras espera el autobús: "Donald Trump es un altanero... Las mujeres somos más fuertes que los hombres y lo vamos a ver".

Si visitasen las escuelas, se darían cuenta de que los blancos anglosajones, los descendientes de los alemanes que llegaron a estas tierras en los siglos XVII y XVIII, son minoría. Y constatarían que en Reading —lejos de las metrópolis multiétnicas como Nueva York, Miami o Los Ángeles— el futuro pertenece a los hijos de los puertorriqueños, dominicanos y mexicanos.

En las afueras de Reading, la Universidad Albright es otra galaxia. El Reading latino queda lejos, un mundo exótico para muchos estudiantes. Pero la preferencia por Clinton es similar.

En el cine del campus se proyecta ‘Reading 1974’, un documental de culto que retrataba la ciudad durante el verano de la dimisión del presidente Richard Nixon por el escándalo del Watergate. Uno de los personajes de la película es un nazi local.

"Esto ya no existe", lanza alguien a Gary Adlestein, uno de los tres directores del documental y profesor en Albright.

Adlestein responde con una ironía sobre el eslogan de Trump. “Bueno. No existe", dice. "Hasta que volvamos a hacer América grande”.

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