ANÁLISIS / La guerra civil americana II
Cabe sospechar que la historia interpretará el fenómeno Trump como la expresión de impulsos racistas similares a los que motivaron a la Confederación de los Estados del sur
John Carlin
El País
Me comentó un amigo residente en Boston, Massachusetts, que la guerra civil librada en los Estados no tan Unidos entre 1861 y 1865 ofrecía un espejo de la locura en la que se ha convertido la contienda electoral presidencial de su país en 2016.
No tuvo que convencerme. Los bandos enfrentados en aquella guerra eran la Unión, liderada por Abraham Lincoln, y la Confederación. Las causas por las que se luchó fueron variadas y complejas pero la historia recuerda la guerra civil americana como una sangrienta disputa sobre la esclavitud. La Unión quería abolirla; la Confederación, preservarla.
Cabe sospechar que la historia interpretará el fenómeno Trump, reducido a su esencia, como la expresión de impulsos racistas similares a los que motivaron a la Confederación de los Estados reaccionarios del sur en la guerra civil del siglo XIX.
Sí, es verdad que Trump apela al resentimiento de muchos que se sienten excluidos de la prosperidad propiciada por los avances de la tecnología y la globalización. Es verdad que para un sector pobre y marginado del electorado estadounidense un voto para Trump es un gesto de rebeldía o desesperación, un “¡jódanse!” a la llamada “élite” que representa la hija por excelencia del establishment, y otrora habitante de la Casa Blanca, la rica y cosmopolita señora Clinton.
Pero por más que muchos analistas insistan en querer visualizar a Trump como un general al mando de una guerra electoral antiélite, éste no puede ser el quid de la cuestión. Se acepta como un hecho que la energía de la campaña de Trump proviene de hombres blancos de clase obrera, el núcleo de sus votantes. Pero lo que esta tésis antielitista (confeccionada, dicho sea de paso, por miembros de las élites) no explica es por qué, según todas las encuestas, la enorme mayoría de las mujeres, de los hispanos y los negros pobres y marginados rechazan a Trump.
Si la enorme mayoría de los partidarios de Trump fuesen hombres blancos pobres sería imposible que las encuestas dieran una seria posibilidad de victoria en las elecciones del martes al magnate neoyorquino. No existen ni de cerca sesenta y cinco millones y pico de votantes (aproximadamente la cantidad necesaria para conquistar la presidencia) en esta limitada categoría racial. Como infinidad de entrevistas en los medios estadounidenses han constatado, también hay un buen número de hombres blancos relativamente prósperos, de nivel educativo más alto que la media, que van a dar su voto a Trump. (También hay mujeres blancas ahí, hasta un 25% del electorado, pero eso mejor dejarlo para los adeptos de la parapsicología.)
Todo lo cual indica claramente que una corriente más primaria que el antiélitismo impulsa el éxito de Trump y que esa corriente es el racismo. La visión alucinógena que tienen sus devotos más fervientes de lo que significa el lema de su campaña, “¡Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande!” es la del retorno a un pasado segregado en el que los blancos no tengan que competir con los negros por los puestos políticos o con los inmigrantes por los puestos de trabajo; a una utopía aria en la que la prosperidad y la felicidad dependan del color de la piel.
Los hechos demuestran que en el mundo real los votantes de Trump tienen como denominadores comunes el odio a Barack Obama, el desprecio a los hispanos o el miedo a los musulmanes. Hillary Clinton, cuyo género también despierta temor en los machos trumpistas, encarna la defensa del primer presidente negro de los Estados Unidos, de los hispanos y los musulmanes. Ella es la anti racista. Ella representa la versión contemporánea de la Unión hace siglo y medio; Trump a los racistas de la Confederación.
Lincoln y la Unión ganaron la guerra civil y acabaron con la esclavitud. La lógica, si es que tal concepto sigue teniendo relevancia hoy en día, indica que Hillary Clinton ganará el martes. Lo preocupante es que, aun en tal caso, las fracturas sean ya tan irreconciliables que el espíritu fratricida siga definiendo durante muchos años más la vida política del país más poderoso de la Tierra.
John Carlin
El País
Me comentó un amigo residente en Boston, Massachusetts, que la guerra civil librada en los Estados no tan Unidos entre 1861 y 1865 ofrecía un espejo de la locura en la que se ha convertido la contienda electoral presidencial de su país en 2016.
No tuvo que convencerme. Los bandos enfrentados en aquella guerra eran la Unión, liderada por Abraham Lincoln, y la Confederación. Las causas por las que se luchó fueron variadas y complejas pero la historia recuerda la guerra civil americana como una sangrienta disputa sobre la esclavitud. La Unión quería abolirla; la Confederación, preservarla.
Cabe sospechar que la historia interpretará el fenómeno Trump, reducido a su esencia, como la expresión de impulsos racistas similares a los que motivaron a la Confederación de los Estados reaccionarios del sur en la guerra civil del siglo XIX.
Sí, es verdad que Trump apela al resentimiento de muchos que se sienten excluidos de la prosperidad propiciada por los avances de la tecnología y la globalización. Es verdad que para un sector pobre y marginado del electorado estadounidense un voto para Trump es un gesto de rebeldía o desesperación, un “¡jódanse!” a la llamada “élite” que representa la hija por excelencia del establishment, y otrora habitante de la Casa Blanca, la rica y cosmopolita señora Clinton.
Pero por más que muchos analistas insistan en querer visualizar a Trump como un general al mando de una guerra electoral antiélite, éste no puede ser el quid de la cuestión. Se acepta como un hecho que la energía de la campaña de Trump proviene de hombres blancos de clase obrera, el núcleo de sus votantes. Pero lo que esta tésis antielitista (confeccionada, dicho sea de paso, por miembros de las élites) no explica es por qué, según todas las encuestas, la enorme mayoría de las mujeres, de los hispanos y los negros pobres y marginados rechazan a Trump.
Si la enorme mayoría de los partidarios de Trump fuesen hombres blancos pobres sería imposible que las encuestas dieran una seria posibilidad de victoria en las elecciones del martes al magnate neoyorquino. No existen ni de cerca sesenta y cinco millones y pico de votantes (aproximadamente la cantidad necesaria para conquistar la presidencia) en esta limitada categoría racial. Como infinidad de entrevistas en los medios estadounidenses han constatado, también hay un buen número de hombres blancos relativamente prósperos, de nivel educativo más alto que la media, que van a dar su voto a Trump. (También hay mujeres blancas ahí, hasta un 25% del electorado, pero eso mejor dejarlo para los adeptos de la parapsicología.)
Todo lo cual indica claramente que una corriente más primaria que el antiélitismo impulsa el éxito de Trump y que esa corriente es el racismo. La visión alucinógena que tienen sus devotos más fervientes de lo que significa el lema de su campaña, “¡Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande!” es la del retorno a un pasado segregado en el que los blancos no tengan que competir con los negros por los puestos políticos o con los inmigrantes por los puestos de trabajo; a una utopía aria en la que la prosperidad y la felicidad dependan del color de la piel.
Los hechos demuestran que en el mundo real los votantes de Trump tienen como denominadores comunes el odio a Barack Obama, el desprecio a los hispanos o el miedo a los musulmanes. Hillary Clinton, cuyo género también despierta temor en los machos trumpistas, encarna la defensa del primer presidente negro de los Estados Unidos, de los hispanos y los musulmanes. Ella es la anti racista. Ella representa la versión contemporánea de la Unión hace siglo y medio; Trump a los racistas de la Confederación.
Lincoln y la Unión ganaron la guerra civil y acabaron con la esclavitud. La lógica, si es que tal concepto sigue teniendo relevancia hoy en día, indica que Hillary Clinton ganará el martes. Lo preocupante es que, aun en tal caso, las fracturas sean ya tan irreconciliables que el espíritu fratricida siga definiendo durante muchos años más la vida política del país más poderoso de la Tierra.