ANÁLISIS / Ganó el machismo
Si el retrato de una mujer cuelga en la Casa Blanca será como primera dama, no como presidenta
David Alandete
Washington, El País
Está claro a estas alturas que Estados Unidos ha estado dispuesto a abrirle la Casa Blanca a una persona de raza negra pero no a una mujer. En los ocho años de presidencia de Barack Obama se pueden haber curado muchas heridas raciales, pero las de género siguen abiertas y muy sangrantes. Si no, no puede explicarse que la misma nación que tuvo la audacia de darle una merecida oportunidad a Obama en 2008 haya preferido ahora a un extravagante magnate sin la educación o experiencia necesarias, y no al candidato mejor preparado de la historia electoral estadounidense que, además, da la casualidad de que es mujer.
El martes Donald Trump cosechó menos papeletas que John McCain en 2008 y Mitt Romney en 2012. Hillary Clinton logró 445.000 votos más que él, pero no con la distribución que le hubiera permitido ganar. Con el recuento ya acabado, no solo es que las clases medias y bajas de raza blanca apoyaran decididamente a Trump, es que gran parte de las minorías hispana y negra ni se presentaron a votar por la candidata demócrata.
Mucho se ha escrito en la prensa rosa de las propias infidelidades de Trump, con las que se pueden llenar libros y libros. Pero Clinton no recurrió a ellas
Ni siquiera puede hablarse de cierta solidaridad de género. El 53% de mujeres de raza blanca votó por Trump (como lo hicieron el 32% de mujeres hispanas y el 6% de afroamericanas).
No ha importado que los ataques machistas de Trump y sus acólitos hayan rozado la injuria en sus cotas más bajas. Rudy Giuliani, alcalde de Nueva York durante el 11-S y posible ministro de Justicia, dijo en septiembre que si Clinton no se dio cuenta de que su marido la engañó con Monica Lewinsky “es demasiado estúpida para ser presidenta”. Trump, en octubre, decidió que no había nada malo en hacer de la vida personal de su oponente un asunto central de la campaña y la acusó en un mitin televisado de haber engañado a su marido: “Creo que no le es fiel, sinceramente”.
Mucho se ha escrito en la prensa rosa de las propias infidelidades de Trump, con las que se pueden llenar libros y libros. Pero Clinton no recurrió a ellas. Se centró en sus propuestas para un país mejor: avanzar en la reforma sanitaria, reforzar la seguridad social, reforma migratoria, protección de las minorías, igualdad de derechos. Mientras en sus mítines ella hablaba de política económica y reformas sociales, en los medios provocaban estupor todo tipo de grabaciones de Trump llamando a una modelo hispana “cerda” por su sobrepeso o jactándose de que puede agarrar a las mujeres por sus partes íntimas cuando quiera por el mero hecho de ser famoso. Cuando le acusaron de acoso sexual, respondió que quienes lo hacían eran demasiado “feas” para que él se fijara en ellas.
A pesar de todo, Clinton perdió cinco millones de votos con respecto a Obama en 2012. Las posibles razones de su derrota son muy variadas: su papel en la fundación de su marido, una supuesta fragilidad física o avanzada edad, su relación con adinerados donantes o el uso de un correo privado cuando era ministra. Trump, en concreto, ha dirigido sus ataques al carácter de Clinton, al hecho de que es, según sus propias palabras, "deshonesta", "una mentirosa", "asquerosa".
Como esas, la mayoría de críticas a Hillary Clinton no se han centrado en su preparación para el puesto. No ha sido un factor decisivo que sea licenciada por el prestigioso Wesleyan College, tenga un máster en derecho por la exclusiva Universidad de Yale y haya sido una abogada de éxito, admirada senadora y eficiente ministra de Exteriores. Ni siquiera que como primera dama no se resignara a servir el té y cuidar el jardín, sino que impulsara una abortada reforma sanitaria que solo se aprobaría más de una década después.
Su principal lastre es el del apellido, ser una Clinton.
Y no hay nada más injusto que describirla a través de con quién está casada, y no por sus aptitudes. Se la ha convertido en un apéndice, en una nota al pie. Trump ha acertado con su estrategia de retratarla como la pérfida consorte de un clan familiar corrupto y sin escrúpulos. No se ha prestado atención a sus propuestas, solo a su imagen y a su familia.
Cuando Clinton nació, en 1947, solo había ocho mujeres en un Congreso de 435 escaños. Hoy no son ni una cuarta parte: 84 asientos, un 19%. Similar es la situación en el Senado. Cuando la candidata nació no había ni una senadora, y hoy son 21 de 100. A las puertas de la Casa Blanca quedaron dos candidatas a la vicepresidencia: la demócrata Geraldine Ferraro en 1984 y la republicana Sarah Palin, en 2008. Y ahora ella, que varias veces quiso romper el techo de cristal y no pudo, porque el mensaje de la mitad del electorado está claro: si el retrato de una mujer debe colgar en la Casa Blanca debe ser solo como primera dama.
David Alandete
Washington, El País
Está claro a estas alturas que Estados Unidos ha estado dispuesto a abrirle la Casa Blanca a una persona de raza negra pero no a una mujer. En los ocho años de presidencia de Barack Obama se pueden haber curado muchas heridas raciales, pero las de género siguen abiertas y muy sangrantes. Si no, no puede explicarse que la misma nación que tuvo la audacia de darle una merecida oportunidad a Obama en 2008 haya preferido ahora a un extravagante magnate sin la educación o experiencia necesarias, y no al candidato mejor preparado de la historia electoral estadounidense que, además, da la casualidad de que es mujer.
El martes Donald Trump cosechó menos papeletas que John McCain en 2008 y Mitt Romney en 2012. Hillary Clinton logró 445.000 votos más que él, pero no con la distribución que le hubiera permitido ganar. Con el recuento ya acabado, no solo es que las clases medias y bajas de raza blanca apoyaran decididamente a Trump, es que gran parte de las minorías hispana y negra ni se presentaron a votar por la candidata demócrata.
Mucho se ha escrito en la prensa rosa de las propias infidelidades de Trump, con las que se pueden llenar libros y libros. Pero Clinton no recurrió a ellas
Ni siquiera puede hablarse de cierta solidaridad de género. El 53% de mujeres de raza blanca votó por Trump (como lo hicieron el 32% de mujeres hispanas y el 6% de afroamericanas).
No ha importado que los ataques machistas de Trump y sus acólitos hayan rozado la injuria en sus cotas más bajas. Rudy Giuliani, alcalde de Nueva York durante el 11-S y posible ministro de Justicia, dijo en septiembre que si Clinton no se dio cuenta de que su marido la engañó con Monica Lewinsky “es demasiado estúpida para ser presidenta”. Trump, en octubre, decidió que no había nada malo en hacer de la vida personal de su oponente un asunto central de la campaña y la acusó en un mitin televisado de haber engañado a su marido: “Creo que no le es fiel, sinceramente”.
Mucho se ha escrito en la prensa rosa de las propias infidelidades de Trump, con las que se pueden llenar libros y libros. Pero Clinton no recurrió a ellas. Se centró en sus propuestas para un país mejor: avanzar en la reforma sanitaria, reforzar la seguridad social, reforma migratoria, protección de las minorías, igualdad de derechos. Mientras en sus mítines ella hablaba de política económica y reformas sociales, en los medios provocaban estupor todo tipo de grabaciones de Trump llamando a una modelo hispana “cerda” por su sobrepeso o jactándose de que puede agarrar a las mujeres por sus partes íntimas cuando quiera por el mero hecho de ser famoso. Cuando le acusaron de acoso sexual, respondió que quienes lo hacían eran demasiado “feas” para que él se fijara en ellas.
A pesar de todo, Clinton perdió cinco millones de votos con respecto a Obama en 2012. Las posibles razones de su derrota son muy variadas: su papel en la fundación de su marido, una supuesta fragilidad física o avanzada edad, su relación con adinerados donantes o el uso de un correo privado cuando era ministra. Trump, en concreto, ha dirigido sus ataques al carácter de Clinton, al hecho de que es, según sus propias palabras, "deshonesta", "una mentirosa", "asquerosa".
Como esas, la mayoría de críticas a Hillary Clinton no se han centrado en su preparación para el puesto. No ha sido un factor decisivo que sea licenciada por el prestigioso Wesleyan College, tenga un máster en derecho por la exclusiva Universidad de Yale y haya sido una abogada de éxito, admirada senadora y eficiente ministra de Exteriores. Ni siquiera que como primera dama no se resignara a servir el té y cuidar el jardín, sino que impulsara una abortada reforma sanitaria que solo se aprobaría más de una década después.
Su principal lastre es el del apellido, ser una Clinton.
Y no hay nada más injusto que describirla a través de con quién está casada, y no por sus aptitudes. Se la ha convertido en un apéndice, en una nota al pie. Trump ha acertado con su estrategia de retratarla como la pérfida consorte de un clan familiar corrupto y sin escrúpulos. No se ha prestado atención a sus propuestas, solo a su imagen y a su familia.
Cuando Clinton nació, en 1947, solo había ocho mujeres en un Congreso de 435 escaños. Hoy no son ni una cuarta parte: 84 asientos, un 19%. Similar es la situación en el Senado. Cuando la candidata nació no había ni una senadora, y hoy son 21 de 100. A las puertas de la Casa Blanca quedaron dos candidatas a la vicepresidencia: la demócrata Geraldine Ferraro en 1984 y la republicana Sarah Palin, en 2008. Y ahora ella, que varias veces quiso romper el techo de cristal y no pudo, porque el mensaje de la mitad del electorado está claro: si el retrato de una mujer debe colgar en la Casa Blanca debe ser solo como primera dama.