La escolarización de niños refugiados en escuelas griegas despierta el rechazo social

Veinte colegios acogen desde el lunes a los primeros 1.500 migrantes entre las protestas de muchos padres locales

María Antonia Sánchez-Vallejo (Enviada Especial)
Atenas, El País
El primer día de clase para 1.500 menores refugiados en Grecia, tras meses privados de enseñanza reglada, fue una experiencia agridulce a la que pusieron una nota de color las mochilas de colores de la Organización Mundial de Migraciones (IOM, en sus siglas inglesas). Los pequeños acuden desde el lunes a 20 escuelas seleccionadas en todo el país por su proximidad a los campamentos donde viven y lo hacen solos, sin la presencia de sus padres, y acompañados únicamente por voluntarios de la IOM. Se incorporarán progresivamente al sistema otros 20.000 niños (el resto de población flotante en edad escolar), en medio de protestas e incidentes protagonizados por padres de los menores griegos con los que comparten colegio.


El hecho de que los pequeños refugiados estudien en horario distinto (de dos a seis de la tarde, una vez concluida la jornada oficial), sin cruzarse siquiera físicamente con sus teóricos compañeros de aula, y las garantías de las autoridades de que están vacunados —por eso sólo han empezado los que ya disponen de cartilla sanitaria—, no han tranquilizado a los padres griegos. Las críticas de las AMPAS (acerca de la elección de los centros, la falta de condiciones materiales o la necesidad de contratar trabajadores auxiliares) revelan una primera reacción de la población local, hasta ahora muy solidaria y acogedora, frente a los migrantes, más de 60.000 seres atrapados en el país quién sabe por cuánto tiempo.

“No sabemos quiénes son sus familias; tampoco cómo es su higiene en el campamento donde viven, si tienen suficientes duchas o baños, o si padecen alguna enfermedad que puedan transmitir a nuestros hijos. Además, no están vacunados”, se queja a las puertas del 72º colegio público de Atenas Sofía S., madre de dos escolares, ignorando las garantías dadas por las autoridades. “Por supuesto que tienen que estudiar, pero ¿por qué en este centro? ”. Al establecimiento acuden desde el lunes unos 40 menores del cercano campamento de Elaionas, el primero levantado por el Gobierno griego, en agosto de 2015, en plena eclosión de la crisis migratoria, y poblado en su mayoría por afganos, aunque los responsables de la IOM a cargo del traslado declinaron especificar la nacionalidad y la edad de los escolares. Tampoco quiere pronunciarse la dirección del centro. “Es un tema muy sensible, entiéndalo”, se excusa la directora desde el patio.

“No podemos crear un colegio dentro de otro colegio, eso es lo más preocupante; no me parece bien que los segreguen en clases y horarios distintos pero es verdad que por cuestiones de idioma no pueden incorporarse a las de los nuestros. Este sistema sólo creará guetos. Y no vean aquí racismo porque no lo hay: son niños como los nuestros, con todo el derecho del mundo a la educación; no hay más que ver con qué alegría esperaban encontrarse en el patio [en el acto de bienvenida] unos y otros. En la clase de mi hijo los recibieron con galletas y dibujos… son niños, y eso lo sabemos mejor que nadie los padres… Pero este modelo no va a funcionar. Además, el Ministerio nos ha informado muy tarde, apenas un día antes, de haberlo sabido antes nos habríamos hecho a la idea”, sentencia Apostolis ante el mismo centro, en un plácido barrio de clase media a los pies de la Acrópolis.

Angelikí Perdiki, profesora auxiliar de inglés y bisnieta de otros refugiados (los griegos del Asia Menor), tiene otra versión, la de lo sucedido en las aulas: “Ha ido todo como la seda. Los niños están un poco asustados, pero es la ansiedad lógica de cualquier primer día de clase. Las críticas no les afectan, y esperamos que en unos días puedan recuperar un poco de normalidad vital, si es que eso es posible para un refugiado”. Griego e inglés figuran entre las primeras materias de estudio para los niños recién escolarizados.
Incidentes aislados

Sin llegar a casos extremos como el de la isla de Quíos, donde los padres han convocado un referéndum sobre el asunto, o el pueblo de Volvi, cerca de Salónica, donde entre agrias protestas nacionalistas los vecinos cerraron con candados las puertas del colegio y dejaron en casa a sus hijos para evitar que se mezclaran con los refugiados (lo que ha provocado la intervención de la fiscalía), los testimonios parentales constatan un estado de ánimo preocupante, tanto que para muchos la inserción de los refugiados en la cotidianidad, superada ya la fase aguda de la crisis y cronificada su presencia en Grecia, puede convertirse en una bomba de relojería. Mientras, la presión migratoria sobre las islas del Egeo (como Quíos) resulta más que acuciante: más de 11.000 migrantes, que rebasan ampliamente la capacidad de los centros de internamiento. El Gobierno de Atenas prevé trasladarlos al continente.

Este reportaje carece de la versión de los padres de los niños refugiados porque, a diferencia de toda vuelta al cole normal, con las lógicas emociones del estreno, entre lloros y rabietas y niños agarrados como lapas a las piernas de los padres, estos no pueden acompañar a los suyos a la escuela ya que viven en campamentos situados a kilómetros de distancia. Resume sus posturas un profesor griego voluntario que solicita el anonimato y colabora en el traslado de los menores desde Elaionas —donde da clases— al colegio, y viceversa: “Hay tres grupos de padres, el de los que suspiran aliviados porque creen que la rutina hará bien a los niños, además de lo que aprendan; el de los que no están muy convencidos pero consideran que algo hay que hacer con ellos mientras esperan [seguir viaje], y el último grupo, que no quiere siquiera que sus niños vayan a clase porque creen que no les servirá de nada, y que está aún en fase de negación total de la situación de inmovilidad a la que se ven condenados. Pero no depende de ellos que vayan, sino de las autoridades educativas, y ningún niño se va a quedar sin escolarizar en Grecia”.

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