Diez borrachos que estremecieron al mundo
El UKIP, después de haber hecho mucho daño, se ha delatado como un club de matones
John Carlin
El País
La semana en la que Donald Trump despejó toda duda que quedase sobre su aptitud para ser presidente de Estados Unidos fue la misma en la que el UKIP, el partido populista de la xenofobia inglesa, se delató para cualquiera que no lo hubiese querido ver antes como un club de matones borrachos. El problema es que mientras aún hay tiempo para frenar a Trump, con el UKIP ya es demasiado tarde. El daño está hecho.
Si el UKIP no hubiese existido, no habría habido referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea, no habría ganado el Brexit, la libra esterlina no se habría desplomado, la estabilidad del proyecto europeo estaría menos en cuestión.
La historia dirá que una panda de idiotas que representa la quintaesencia —la versión destilada y concentrada— de los peores defectos de los ingleses decidió el destino de la democracia parlamentaria más antigua del mundo. Un país definido a lo largo del siglo XX por la tolerancia y el sentido común se identifica hoy ante el mundo por la mezquina insularidad, por la confusión ideológica y por la paranoia nacionalista. El actual Gobierno conservador de la madre Theresa May está en proceso de hacer suya la demagogia barata del propio UKIP.
El vídeo que salió hace unos días de Trump hablando sobre su actitud hacia las mujeres obligó a los que no estaban prestando atención a ver la naturaleza real del candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos. El incidente en Estrasburgo en el que el más reciente candidato al liderazgo del UKIP, Steven Woolfe, quedó tendido en el suelo y tuvo que ser hospitalizado después de una trifulca con varios de sus correligionarios demostró, para aquellos que tampoco estaban prestando atención, quiénes son los artífices del desastre al que se enfrenta Reino Unido.
Nada de esto debería haber sido motivo de sorpresa. Cualquiera que se hubiera tomado la molestia de leer las noticias sabría hace años que el modus operandi interno del UKIP consistía en, primero, emborracharse; segundo, sentarse a definir su línea política; tercero, insultarse entre sí; cuarto, insultar a los europeos y todos los demás habitantes de la Tierra que no han gozado de la fortuna de nacer en Inglaterra; quinto, salir ante el electorado a proclamar un mensaje racista.
La voz del UKIP ha sido Nigel Farage, el líder que siempre se esforzaba para salir en la foto con una pinta de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Dimitió justo después de la victoria del Brexit, la causa a la que ha consagrado su vida política. Según cuentan disidentes del partido, en las reuniones de la cúpula del UKIP nadie insultaba a los demás con más ferocidad o daba más puñetazos en la mesa que Farage. Neil Hamilton, un exdiputado conservador que se incorporó al UKIP en 2011, dijo la semana pasada que “la grosería creciente” en el partido partía del propio Farage. “El abuso verbal que se ha lanzado en público y en las redes sociales es atroz e inaceptable”, declaró Hamilton en una entrevista con Sky News.
Más alarmante aún es la noción de que el propio Hamilton se postule hoy como la cara aceptable del UKIP. Su trayectoria demuestra que apoyó al régimen del apartheid en Sudáfrica, que ha disfrutado de relaciones fraternales en Europa con figuras del neofascismo italiano, como Alessandra Mussolini, la nieta del Duce, y con el también ultraderechista Jean-Marie Le Pen, el fundador del Frente Nacional francés.
La buena noticia para Hamilton es que, con el UKIP suicidándose, se le presenta de repente la grata posibilidad de volver a sentirse cómodo dentro del partido que abandonó.
Durante los primeros 100 días después del referéndum sobre Europa, después de que Theresa May sustituyera a David Cameron en Downing Street, la primera ministra dio pocos indicios de la nueva identidad que pensaba imprimir a su Gobierno. La semana pasada, en la conferencia anual del Partido Conservador, finalmente, mostró sus cartas.
Tras calcular, correctamente, que el espíritu del UKIP había conquistado las mentes y los corazones de la ligera mayoría de británicos (52%) que votó por el Brexit, May decidió que para afianzarse en el poder lo sensato sería asimilar dicho espíritu. “Vamos a ser un país plenamente independiente y soberano”, declaró, “un país que ya no es parte de una unión política con instituciones supranacionales (...). Volveremos a tener libertad una vez más para tomar nuestras propias decisiones (…), desde cómo etiquetamos nuestra comida a cómo elegimos controlar la inmigración”.
May dejó claro con sus palabras que en las complicadas negociaciones que se acercan sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea dará prioridad al clamor expresado en el referéndum para impedir el movimiento libre de ciudadanos de la Unión a su país. Agregando sustancia a la retórica de su jefa, la ministra del Interior, Amber Rudd, declaró casi simultáneamente que las empresas británicas deberían publicar listas de sus empleados extranjeros como parte de una política destinada a priorizar la contratación de nativos.
No debería cundir el pánico. Los extranjeros residentes en Reino Unido no se verán obligados a lucir estrellas amarillas en su vestimenta. El ministro del Gobierno más proBrexit, David Davis, dijo después de las declaraciones de May y Rudd que los europeos que hoy viven y trabajan en Reino Unido tienen una garantía del “100%” de que no serán deportados. El empresariado británico se ha volcado con virulencia en contra de la propuesta de Rudd, que seguramente no verá la luz del día.
Pero el lenguaje político importa; el tono que de repente ha impuesto Theresa May se asemeja tanto al del populista UKIP que el propio Farage lo celebra. “Casi todo lo que ha dicho May en el congreso tory lo he dicho yo en los congresos del UKIP en los últimos años”, declaró Farage, exultante.
Todavía hay tiempo para rectificar y buena parte del establishment británico hará lo posible para que así sea. Pero Theresa May está orientando Reino Unido hacia aguas tenebrosas y hoy por hoy sería prematuro celebrar la autoinmolación del UKIP. El partido de los borrachos se muere, pero Theresa May da señales de querer resucitarlo.
John Carlin
El País
La semana en la que Donald Trump despejó toda duda que quedase sobre su aptitud para ser presidente de Estados Unidos fue la misma en la que el UKIP, el partido populista de la xenofobia inglesa, se delató para cualquiera que no lo hubiese querido ver antes como un club de matones borrachos. El problema es que mientras aún hay tiempo para frenar a Trump, con el UKIP ya es demasiado tarde. El daño está hecho.
Si el UKIP no hubiese existido, no habría habido referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea, no habría ganado el Brexit, la libra esterlina no se habría desplomado, la estabilidad del proyecto europeo estaría menos en cuestión.
La historia dirá que una panda de idiotas que representa la quintaesencia —la versión destilada y concentrada— de los peores defectos de los ingleses decidió el destino de la democracia parlamentaria más antigua del mundo. Un país definido a lo largo del siglo XX por la tolerancia y el sentido común se identifica hoy ante el mundo por la mezquina insularidad, por la confusión ideológica y por la paranoia nacionalista. El actual Gobierno conservador de la madre Theresa May está en proceso de hacer suya la demagogia barata del propio UKIP.
El vídeo que salió hace unos días de Trump hablando sobre su actitud hacia las mujeres obligó a los que no estaban prestando atención a ver la naturaleza real del candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos. El incidente en Estrasburgo en el que el más reciente candidato al liderazgo del UKIP, Steven Woolfe, quedó tendido en el suelo y tuvo que ser hospitalizado después de una trifulca con varios de sus correligionarios demostró, para aquellos que tampoco estaban prestando atención, quiénes son los artífices del desastre al que se enfrenta Reino Unido.
Nada de esto debería haber sido motivo de sorpresa. Cualquiera que se hubiera tomado la molestia de leer las noticias sabría hace años que el modus operandi interno del UKIP consistía en, primero, emborracharse; segundo, sentarse a definir su línea política; tercero, insultarse entre sí; cuarto, insultar a los europeos y todos los demás habitantes de la Tierra que no han gozado de la fortuna de nacer en Inglaterra; quinto, salir ante el electorado a proclamar un mensaje racista.
La voz del UKIP ha sido Nigel Farage, el líder que siempre se esforzaba para salir en la foto con una pinta de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Dimitió justo después de la victoria del Brexit, la causa a la que ha consagrado su vida política. Según cuentan disidentes del partido, en las reuniones de la cúpula del UKIP nadie insultaba a los demás con más ferocidad o daba más puñetazos en la mesa que Farage. Neil Hamilton, un exdiputado conservador que se incorporó al UKIP en 2011, dijo la semana pasada que “la grosería creciente” en el partido partía del propio Farage. “El abuso verbal que se ha lanzado en público y en las redes sociales es atroz e inaceptable”, declaró Hamilton en una entrevista con Sky News.
Más alarmante aún es la noción de que el propio Hamilton se postule hoy como la cara aceptable del UKIP. Su trayectoria demuestra que apoyó al régimen del apartheid en Sudáfrica, que ha disfrutado de relaciones fraternales en Europa con figuras del neofascismo italiano, como Alessandra Mussolini, la nieta del Duce, y con el también ultraderechista Jean-Marie Le Pen, el fundador del Frente Nacional francés.
La buena noticia para Hamilton es que, con el UKIP suicidándose, se le presenta de repente la grata posibilidad de volver a sentirse cómodo dentro del partido que abandonó.
Durante los primeros 100 días después del referéndum sobre Europa, después de que Theresa May sustituyera a David Cameron en Downing Street, la primera ministra dio pocos indicios de la nueva identidad que pensaba imprimir a su Gobierno. La semana pasada, en la conferencia anual del Partido Conservador, finalmente, mostró sus cartas.
Tras calcular, correctamente, que el espíritu del UKIP había conquistado las mentes y los corazones de la ligera mayoría de británicos (52%) que votó por el Brexit, May decidió que para afianzarse en el poder lo sensato sería asimilar dicho espíritu. “Vamos a ser un país plenamente independiente y soberano”, declaró, “un país que ya no es parte de una unión política con instituciones supranacionales (...). Volveremos a tener libertad una vez más para tomar nuestras propias decisiones (…), desde cómo etiquetamos nuestra comida a cómo elegimos controlar la inmigración”.
May dejó claro con sus palabras que en las complicadas negociaciones que se acercan sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea dará prioridad al clamor expresado en el referéndum para impedir el movimiento libre de ciudadanos de la Unión a su país. Agregando sustancia a la retórica de su jefa, la ministra del Interior, Amber Rudd, declaró casi simultáneamente que las empresas británicas deberían publicar listas de sus empleados extranjeros como parte de una política destinada a priorizar la contratación de nativos.
No debería cundir el pánico. Los extranjeros residentes en Reino Unido no se verán obligados a lucir estrellas amarillas en su vestimenta. El ministro del Gobierno más proBrexit, David Davis, dijo después de las declaraciones de May y Rudd que los europeos que hoy viven y trabajan en Reino Unido tienen una garantía del “100%” de que no serán deportados. El empresariado británico se ha volcado con virulencia en contra de la propuesta de Rudd, que seguramente no verá la luz del día.
Pero el lenguaje político importa; el tono que de repente ha impuesto Theresa May se asemeja tanto al del populista UKIP que el propio Farage lo celebra. “Casi todo lo que ha dicho May en el congreso tory lo he dicho yo en los congresos del UKIP en los últimos años”, declaró Farage, exultante.
Todavía hay tiempo para rectificar y buena parte del establishment británico hará lo posible para que así sea. Pero Theresa May está orientando Reino Unido hacia aguas tenebrosas y hoy por hoy sería prematuro celebrar la autoinmolación del UKIP. El partido de los borrachos se muere, pero Theresa May da señales de querer resucitarlo.