Bob Dylan premio Nobel de Literatura 2016


Oslo, AFP
Bob Dylan se ha pasado la vida escondiéndose tras cortinas de humo cuidadosamente levantadas. Pero ahora la más enigmática de las leyendas del rock está dispuesta a hablar. Ha escrito el primer volumen de sus memorias y abre su rancho de Minnesota, en una de las pocas entrevistas concedidas por el músico en las últimas décadas.



Cuando se anunció, hace dos años, que Bob Dylan estaba escribiendo su autobiografía, hubo estupefacción general entre su legión de obsesivos admiradores. Después de todo, era un hombre esquivo y amante de su intimidad que se había pasado la vida escondiéndose tras cortinas de humo cuidadosamente levantadas. Mientras otras estrellas del rock han derramado detalles de sus álbumes, sus aventuras y sus adicciones con un abandono delirante, Dylan ha reducido siempre sus declaraciones públicas a unas pocas frases escuetas. Las preguntas volaban en Internet: ¿Acabaría alguna vez Dylan su libro? ¿Qué tal sería su capacidad para recordar? Y, quizá la fundamental, especialmente para todo aquel que haya intentado leer el único libro publicado por Dylan, su novela de 1971, Tarántula: ¿se entendería algo?

Bob Dylan no se ha pasado más de 40 años desconcertando a la gente para nada. No solamente entregó el primer volumen de sus Crónicas a tiempo, sino que ha resultado ser un libro excepcional y lleno de detalles para la comprensión de su obra, con una rica ambientación junto a vívidas imágenes de su vida. Entonces hubo otra sorpresa: Dylan estaba dispuesto a hablar, a conceder una entrevista. Y aún aguardaba otra novedad. Normalmente, las entrevistas con Bob Dylan tendían a ser un asunto tortuoso, plagado de silencios bostezantes y evasivas masculladas entre dientes. Pero cuando hablé con él en su rancho de Minnesota, en el que Dylan se estaba tomando un inusual descanso entre actuaciones, frustró mis expectativas al mostrarse amistoso, relajado y encantado de hablar del pasado.

Enseguida señaló que en realidad no había sido idea suya escribir el libro. Se lo sugirió su editor y, a pesar de que tenía algunas dudas, decidió intentarlo. "En parte supongo que quería dejar las cosas claras", dice con su acento ligero del Medio Oeste. "Yo sabía que había otros libros sobre mí, e incluso había leído un par de ellos, aunque, francamente, no puedes andar perdiendo el tiempo leyendo libros sobre ti, seas quien seas".

"Unos eran más fieles que otros, pero nadie conocía toda la historia excepto yo. Así que me senté y empecé a teclear en mi vieja máquina de escribir. Al principio, el libro iba a tratar del trasfondo de algunos de mis álbumes, pero luego cobró vida propia. Los capítulos sobre mis primeros tiempos en Nueva York en teoría iban a tratar de cómo grabé mi segundo álbum, The Freewheelin´ Bob Dylan. Pero no sé por qué nunca llegué a hacerlo. Cada pocas semanas enviaba algunas páginas a mi editorial y les preguntaba si les parecían utilizables. Parecían contentos, así que seguí con ello".

A Dylan le resultó una experiencia muy extraña escribir Crónicas. "Para empezar, estoy acostumbrado a escribir canciones y utilizo muchos símbolos y metáforas. La gente puede interpretarlas mal, pero esta vez estaba decidido a escribir un libro que nadie pudiera malinterpretar. Pero era difícil. Escribir una canción es un proceso más sencillo: empiezas verso, estribillo, verso, estribillo, y enseguida lo acabas. Con un libro no puedes utilizar la misma dinámica".

Pero el problema principal de Dylan -por lo menos al principio- era que no estaba seguro de hasta qué punto resultaría fiable su memoria. "Sin embargo, conforme escribía, mi memoria parecía desbloquearse. Yo mismo me sorprendí al ver lo mucho que recordaba. Descubrí que podía visualizar el aspecto que tenía la gente y la ropa que llevaban e incluso cómo estaban amuebladas algunas habitaciones".

Desde el primer momento, Dylan se colocó una gran máscara entre él y el mundo. Se cambió el nombre, en parte en homenaje al poeta galés Dylan Thomas (en el pasado, Dylan negó siempre haber elegido ese nombre por Thomas, pero ahora parece contento de reconocerlo). También cambió sus orígenes. Cuando la gente le preguntaba de dónde había venido y cómo había llegado, afirmaba haber entrado en Nueva York en un tren de mercancías.

De hecho, como reconoce con una risita, había llegado del Medio Oeste conduciendo un sedán de cuatro puertas de 1957. De lo que no cabía duda era de su determinación de triunfar. Al margen de cualquier otra cosa, él sentía que había sido elegido por el destino. "Sí tenía esa sensación; la tuve desde niño. Me crié en un lugar muy aislado, y durante toda mi infancia sentía que era como un perro cazando en sueños, siempre buscando algo, aunque no estaba seguro de qué era. Pero desde el principio tuve esa confianza absoluta. Aunque no sabía cómo iba a llegar allí, no me sorprendió cuando lo hice. Si no hubiera tenido esa confianza, lo habría dejado y habría hecho otra cosa".

Dylan nació en 1941 y creció en el pueblo minero de Hibbing. Recuerda que, cuando era pequeño, sus héroes eran Robin Hood y san Jorge, el matador de dragones. Su abuela, una costurera judía a la que adoraba, había emigrado de Odessa, en Rusia, y perdió una pierna en el trayecto. En un principio, su padre, Abe, que trabajaba en la Standard Oil Company, quería que su hijo fuera ingeniero mecánico. Dylan, sin embargo, tenía otras ideas. En una época, insiste, pensó seriamente en enrolarse en el ejército e ir a West Point. "Sí. Es algo que se me había olvidado, pero me acordé de ello cuando estaba escribiendo".

En vez de a West Point, Dylan se encaminó al Sur, hacia Nueva York. Tal y como él lo describe, el Nueva York de los primeros sesenta suena a una versión Greenwich Village de La Bohème, lleno de intelectuales ardientemente apasionados que rondaban por áticos llenos de libros y clubes de música folk llenos de humo. Era un mundo completamente distinto de todo lo que él había visto en Hibbing, y Dylan se lanzó a él con un fervor voraz. En el apartamento de un amigo devoró libros -El contrato social, de Rousseau; El príncipe, de Maquiavelo; incluso el tratado de estrategia militar del general prusiano Karl Clausewitz-. "Muchos de aquellos libros eran demasiado grandes para leerlos", recuerda, "como zapatos gigantescos hechos para gente con los pies muy grandes".

Pronto estuvo actuando en los clubes de música folk, tomando como modelo a su gran ídolo, Woody Guthrie. Por aquel entonces, Guthrie se estaba muriendo de corea de Huntingdon en el hospital Greystone, un sanatorio de Nueva Jersey. Ávido de conocer a su héroe, Dylan fue a verle.

"Él no tenía ni idea de quién era yo la primera vez que aparecí por allí. Pero muy poca gente iba a verle. Casi nadie sabía quién era. Nunca vi allí a otros visitantes. No creo que estuviera necesariamente solo, pero parecía agradarle mi compañía. Debí de ir a verle como una docena de veces. Le llevaba cigarrillos, le tocaba canciones y simplemente charlábamos de esto y de aquello. Era un sitio espantoso, como un manicomio. Me resultaba psicológicamente agotador ir allí".

Mientras tanto, los devotos del ´folk´ de Greenwich Village no sabían qué pensar de Dylan. "Básicamente los intérpretes de folk entraban dentro de una de estas dos categorías. O bien eran comerciales y tenían espectáculos con mucho estilo en clubes nocturnos, o hacían música de las montañas del sur. Pero yo no hacía nada de eso. Yo venía de un entorno de rock and roll, aunque hice todo lo que pude por ocultarlo porque sabía que lo desaprobarían".

Bajo la influencia de Guthrie, Dylan empezó a escribir sus propias canciones. "En esto tenía una sensación similar de destino. En cierto sentido, escribir canciones fue un proceso gradual, pero en otro, todo parecía suceder muy rápidamente. En el transcurso de un año empecé a escribir mucho, pero la experiencia que ya tenía me resultó muy útil. Yo ya había aprendido mucho cuando empecé a escribir mis primeras canciones". En septiembre de 1961, el crítico Robert Shelton, escribiendo en The New York Times, comentó un concierto que Dylan había dado en Gerde´s Folk City. "Puede que su ropa necesite algunos arreglos, pero cuando toca la guitarra, la armónica o el piano y compone nuevas canciones tan deprisa que luego no puede recordarlas, no cabe duda de que está a punto de reventar de talento".

Un año más tarde, Dylan había escrito su gran himno contra la guerra Blowin´ in the wind. Fue la primera de la que habría de ser una serie extraordinariamente larga de canciones clásicas. Pero tan pronto como había dominado un estilo, Dylan se mostraba deseoso de seguir adelante, de experimentar con nuevas estructuras e instrumentaciones. En menos de cuatro años pareció que había dejado atrás la música folk. En el festival de música folk de Newport de 1965 tocó la guitarra eléctrica mientras algunos aficionados de la audiencia le abucheaban indignados.

"Visto ahora", dice, "creo que fue muy difícil domesticar y amansar mi talento. Sin embargo, algunas personas parecían pensar que escuchar canciones tenía que ser como escuchar sermones aburridos. Yo no quería que mis canciones fueran así, pero sentía que yo formaba parte de la tradición de la música folk. Todas las letras que escribí venían de ese lenguaje".

Es una tradición con la que Dylan nunca quiso romper, ni siquiera cuando se pasó a la guitarra eléctrica. Como dice con ironía, "coseché cierta notoriedad. Yo siempre me mantuve en contacto con los músicos mayores, gente que andaba por los cincuenta o los sesenta, como Mississipi John Hurt. Auténticos cantantes de folk rural. Ellos entendían la complejidad de mi lenguaje y lo que yo estaba intentando hacer. No tenían ningún problema con eso".

A lo largo de los años sesenta, la fama y el prestigio de Dylan siguieron en ascenso, hasta el punto de que se hablaba de él como "el portavoz de su generación". Era un sambenito que él detestaba. Nunca había pretendido desempeñar ese papel y cada vez le resultaba más difícil sobrellevar la presión de las expectativas que otras personas habían puesto en él.

"No solamente no lo quería, sino que no lo necesitaba. Y tampoco podía entenderlo. A nadie le gusta verse definido por otros. Yo no fui el maestro de ceremonias de ninguna generación y habría que eliminar de raíz esa idea". Lo único que él quería era que le dejaran en paz con su mujer y sus hijos, y disfrutar "de una existencia de persona corriente con una valla de madera blanca y rosas en el patio de atrás. Eso habría estado bien".

Tras un accidente de moto en julio de 1966, huyó a Woodstock, al norte del Estado de Nueva York, en un intento de poner alguna distancia entre él y sus aspirantes a discípulos. Pero rápidamente le siguieron los admiradores y el caos con ellos. Pronto empezaron a venderse mapas que mostraban dónde estaba la casa de Dylan. Siempre que iba a un restaurante, el local entero se quedaba en silencio y todo el mundo empezaba a mirarle.

"Aquello se convirtió en una pesadilla", recuerda. Al final, las cosas se pusieron tan mal que Dylan - aparentemente, el gran pacifista- se vio obligado a tener armas en casa por si le atacaban a él o a su familia. Me pregunto si en realidad no estuvo cerca de una crisis nerviosa en aquella época. "Supongo que sí. Pero tienes que intentar seguir adelante con tu vida y hacer lo que puedas. Fue terrible, y además me desorientó mucho. En los primeros años, para mí todo había sido un paseo en alfombra mágica y de pronto todo se había acabado. Ahí estaba lo que yo había querido hacer toda mi vida, pero sentía que ya no podría volver a hacerlo nunca más".

"Además yo estaba cambiando. Ahora tenía una mujer e hijos y responsabilidades diferentes. Me di cuenta de que tenía que intentar conformarme con otro tipo de vida; disfrutar de las pequeñas cosas. Tener mucha fama sabe bien. Aparte de todo lo demás, la puedes utilizar para hacer mucho bien. Pero entonces yo no veía nada de eso".

Durante varios años, Dylan se apartó de la atención pública. Su matrimonio con Sara Lowndes fracasó y él se concentró en intentar criar a sus cuatro hijos. "Recuerdo que pensaba que el arte era un excremento sublime, y decidí darle la espalda durante algún tiempo". Creativamente se fue a pique. Describe la experiencia como si hubiera estado en un túnel. Cuando le pregunto cuánto tiempo le costó salir del túnel, suspira y dice: "Uf, mucho tiempo. Pero al final salí".

Los años ochenta fueron el punto álgido del declive. Sus índices de ventas cayeron en picado, así como la calidad de sus conciertos en directo. Las audiencias se alejaron, descorazonadas por el estilo laberíntico y atonal de Dylan y por su aparente indiferencia ante su propio material. "En realidad", dice, "estaba justamente en el nivel superior de una actuación de bar".

Inseguro sobre la dirección que debía tomar e incapaz de escribir nuevas canciones, descubrió que las antiguas colgaban pesadamente de su cuello. "Era como llevar un paquete de carne podrida… El resplandor había desaparecido y la cerilla se había quemado hasta el final. Lo que hacía no era más que pura fórmula. El whisky se había escapado de la botella".

Durante un tiempo pensó seriamente en dejarlo, en no volver a grabar ni dar conciertos. Pero entonces, una noche en un bar vio a un viejo cantante de jazz cuya forma de interpretar fue como una revelación. "Era como si ese tipo tuviera una ventana abierta a mi alma". Vio qué tenía que hacer para cantar y que su voz "pasara de largo" por su cerebro y "saliera disparada del fondo de mi yo profundo".

A partir de aquel momento, las cosas empezaron a mejorar, lentamente al principio y después cobrando impulso. Su álbum de 1989, Oh mercy, fue aclamado como el mejor en años. El siguiente, Time out of mind, le hizo ganar un Grammy al mejor álbum del año en 1997, y con Things have changed, la canción que escribió para la película Chicos maravillosos, de 2000, ganó un Oscar. Dylan estaba tan encantado con su Oscar que le dio por llevarlo con él al escenario y enseñárselo a la audiencia.

Fue a finales de la década de los ochenta cuando Dylan emprendió lo que pasó a conocerse como "La gira interminable" y, más o menos, ha seguido en ella desde entonces. Recorriendo el globo, dando 150 conciertos al año y deteniéndose rara vez durante más de un mes seguido.

Le pregunté si creía que si se hubiera retirado se habría podido sentir realizado alguna vez. "La verdad es que no estoy seguro. Creo que habría echado de menos los conciertos. Siento que necesito actuar más de lo que necesito escribir. Sin embargo, una vez dicho esto, estoy totalmente enganchado con escribir. Cada vez que saco una canción es como si fuera la primera rosa de mayo".

Hace unos pocos años, después de estar hospitalizado por una afección cardiaca, Dylan dijo que "cualquier día sobre la tierra era un buen día" por lo que a él le tocaba. Pero la vida ha mejorado mucho desde entonces. Su último álbum, Love and theft, publicado en 2001, fue aclamado como una de las mejores cosas que había hecho nunca. Y aquí está ahora, a los 63 años y varias veces abuelo, rebuscando en su pasado para lo que, según él, acabará siendo una autobiografía en tres volúmenes.

"Escribir el primer volumen me pareció una experiencia bastante emocional en algunos casos. Pero después lo dejé de lado y no he vuelto a mirarlo en un tiempo. Para ser sincero, también me pareció un proceso muy tedioso. Yo no soy escritor profesional y, ciertamente, no tuve esa sensación de euforia que tienen algunos escritores. Pero supongo que tengo que seguir adelante. Ciertamente, hay muchas más cosas sobre las que tengo que escribir".

Había una pregunta concreta que yo quería hacer. Por más que Dylan deteste que se le etiquete de portavoz de lo que sea, es algo que nunca podrá quitarse de encima del todo. Así que, ¿pensaba que Estados Unidos y el Reino Unido debían haber invadido Irak?

Dylan suelta una sonora carcajada: "Ésa puede que la conteste en mi próximo libro".


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