Bob Dylan abre la puerta del cielo literario

La elección del músico de Minnesota reconoce la revolución cultural de los 60

Diego A. Manrique
Madrid, El País
Tras años siendo un improbable candidato, Bob Dylan ha ganado el Premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca lo argumenta finamente: “Por crear nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”. La elección tiene, sin embargo, otras lecturas: de alguna manera, se reconoce la revolución cultural de los sesenta, de la que Dylan fue esencial catalizador. Se interpretará igualmente como un triunfo generacional, de los llamados baby boomers.


Revisando el cartel del pasado Desert Festival, se hacían cábalas sobre la relativa importancia de cada participante: Dylan, los Rolling Stones, Paul McCartney, Neil Young, The Who, Roger Waters. Olvidemos fama y ventas: resulta evidente que solo uno de ellos tiene categoría de maestro. Una palabra demasiado desgastada, pero que aquí se aplica literalmente: todos los demás invitados estudiaron los discos de Dylan, desde 1965, si no antes. Las letras del rock cambiaron radicalmente a partir de sus primeros álbumes. Ampliaron su temática, enriquecieron sus técnicas expresivas, buscaron aliento poético, se alargaron. Acierta el tópico: “Elvis liberó el cuerpo, Dylan hizo lo mismo con la mente”.

Había sido rockero en sus inicios (escuchen Mixed up Confusión, su primer single, de 1962) pero se mimetizó con el ambiente del Greenwich Village neoyorquino). Reconvertido en folk singer, pronto superó a sus preceptores en la acidez de sus canciones políticas, en su agridulce repertorio amoroso, en la forja de un cancionero personal que oscilaba entre el surrealismo y unos monólogos interiores particularmente torrenciales. Avisó del cambio de perspectiva con Another Side of Bob Dylan (1964). Pero nadie estaba preparado para la tormenta de decibelios que vendría al año siguiente.
Ejemplo moral

Dylan también ha funcionado como ejemplo moral. Resistió impertérrito las críticas mordaces de la izquierda y los abucheos ocasionales que siguieron a Like a Rolling Stone. Tras encabezar —sin pretenderlo— la insurgencia juvenil, en 1966 se retiró justo cuando la contracultura saltaba de la bohemia a las masas. Primó su familia sobre aquella teórica revolución y recibió sopapos sin cesar. Su casa de Nueva York hasta se vio asediada por patéticas manifestaciones de creyentes que exigían que tomara de nuevo la bandera de la rebelión.

No lo hizo, aunque ocasionalmente diera rienda suelta a su ira ante la injusticia racial (Hurricane o la mucho menos conocida, George Jackson). De hecho, se emperraba en llevar la contra: lanzó un disco de retales, Self Portrait (1970), posiblemente en respuesta a la popularidad de los discos piratas que recogían sus grabaciones inéditas. Si el Viejo Testamento había formado parte de sus cimientos culturales, en los setenta visitó Israel y flirteó con el sionismo. Aún con todos esos precedentes, alienó a lo que quedaba de su público cuando, hacia 1978, se transformó en un cristiano fundamentalista, facturando poderosas canciones de fuego y azufre. Por si fuera poca cosa el reto a unos oyentes escasamente religiosos, reforzaba sus conciertos con unos sermones apocalípticos cuya lectura —el pintor Francesco Clemente los reunió en un librito de su editorial, Hanuman— todavía produce bochorno.

Ya en los ochenta, desistió de evangelizar a su descreída parroquia. Iniciaba una peregrinación aparentemente marcada por la desesperación profesional. Se puso a las ordenes de productores de éxito que prometían acercarle a los compradores de discos: Mark Knopfler, Arthur Baker, Daniel Lanois, David y Don Was; hasta cedería a la moda con un descuidado MTV Unplugged (1995). Sufrió una aterradora etapa de sequía compositiva, que tapó con colecciones de canciones folclóricas, como Good as I Been to You (1992) o World Gone Wrong (1993). Para más inri, por aquel tiempo, su hijo Jakob se convirtió en superventas al frente de The Wallflowers.

Se apuntó a giras con Tom Petty & the Heartbreakers y los Grateful Dead. Con los sanfranciscanos aquello fue particularmente desastroso —“se ponía a tocar canciones que no habíamos ensayado y que él tampoco dominaba”— pero tuvo una revelación. Lo contó en Crónicas (2004), el único tomo publicado de una prometida trilogía autobiográfica: descubrió una manera de reinventar sus canciones, sin importarle que sonaran irreconocibles. Y confirmó su vocación de músico itinerante: desde 1988 ofrece alrededor de un centenar de actuaciones al año, ritmo que ninguno de sus compañeros del rock se ha atrevido a imitar.

Todos estos volantazos estuvieron rodeados de misterio. La mayoría de los encuentros periodísticos con Dylan se caracterizan por su tono evasivo o arisco. Para ser el cantante más analizado del planeta, objeto de una inmensa bibliografía, ha sabido mantener muchos secretos sobre su vida privada. Solo en 2001, gracias a la investigación del británico Howard Sounes, se supo que estuvo seis años casado con Carolyn Dennis, corista de su grupo góspel, con la que tuvo una hija. Cada poco nos da una sorpresa que sugiere una mente inquieta, que no puede detenerse: expone pinturas, trabajos de forja…
Sin acrobacias

Ayuda que Dylan haya resuelto el enojoso trance de grabar. Nada de acrobacias en el estudio: desde Love and Theft (2001) se autoproduce, bajo el seudónimo de Jack Frost, apoyado por su banda de directo y algunos amigos. Su sonido y sus arreglos son ahora formalistas.

Desde 1997, los vientos soplan a su favor. Ese año, sufrió una pericarditis que estuvo a punto de reunirle "con Elvis". Fue un mazazo entre sus seguidores, que le creían poco menos que indestructible. Desde entonces, sus excentricidades parecen más tolerables. ¿Que tocó para Juan Pablo II? “¡Le sacó una pasta al Vaticano!”. ¿Que se detectan abundantes plagios en canciones o escritos?. “Está recuperando a autores olvidados”. ¿Que hace publicidad para lencería, bancos o automóviles? “Se burla del comercialismo de nuestra era”. El espaldarazo recibido desde Estocolmo confirma que hasta el establishment literario se ha rendido a sus idiosincrasias. Es el reconocimiento definitivo a una vida tan intensa como creativa.

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