El caso contra Lula envenena el clima político en Brasil

Las denuncias al expresidente más popular de Brasil se han multiplicado desde que este anunció que se presentaría a las siguientes elecciones

Tom C. Avendaño
São Paulo, El País
Las acusaciones contra el expresidente brasileño Lula de Silva por corrupción y lavado de dinero, que le llevarán a juicio, han enrarecido todavía más el ambiente político en Brasil. Después de la destitución de Dilma Rousseff por un maquillaje fiscal de las cuentas públicas, el caso de Lula es otro duro golpe al Partido de los Trabajadores. La que fuera hace años una fuerza dominante en el escenario político brasileño está sacudida hoy por la investigación de Petrobras, un desvío de fondos públicos. Lula, que planteaba presentarse a las elecciones presidenciales de 2018, se tambalea.


El pasado julio, una encuesta indicó que el expresidente de brasileño Luiz Inácio Lula da Silva lideraba la intención de voto de las elecciones presidenciales de 2018. Era la enésima prueba de que la popularidad de quien liderara el país entre 2002 y 2010, sacando a 30 millones de brasileños de la pobreza, es aún con el paso de los años, imbatible. También era el enésimo recordatorio de que si, llegado 2018, Lula cumplía su intención de presentarse como candidato oficial de su agrupación, el Partido de los Trabajadores, era un peligro para el resto de aspirantes a gobernar Brasil.

Por fortuna para ese silencioso grupo de rivales políticos, este año el nombre de Lula no ha cesado de sonar en los informativos, cada vez asociado a un nuevo delito por corrupción. El pasado martes, el juez Sérgio Moro, responsable de investigar los cientos de casos de desvío de capitales públicos, sobornos, y lavado de dinero que componen la investigación de Petrobras, aceptó investigar la denuncia de la fiscalía de que Lula había sido sobornado con un tríplex amueblado y reformado, valorado en 3,7 millones de reales, pagado por una empresa asociada al caso. Y Lula ya era un hombre imputado antes de que esto ocurriese: en julio también se había aceptado una denuncia de que había intentado comprar el silencio de un exdirector de Petrobras, la petrolera estatal de donde emanaba el dinero desviado. Lula ha insistido en que es inocente en ambos casos.

Y esas son las únicas dos acusaciones que, por ahora, han pasado a trámite. En realidad ha habido muchas más. Tantas que no faltan en el país analistas políticos que opinan que Lula está sufriendo una persecución política encubierta cuyo fin es desgastar su nombre, cuando no evitar directamente que sus problemas con la justicia le impidan el acceso legal a un cargo público. De hecho, muchas de las acusaciones han tenido más teatralidad de sustento legal.

En marzo, dos policías lo llevaron a comisaría de la forma más aparatosa posible para que confesase su papel en la trama de Petrobras (la respuesta de Lula: ninguno). La foto estaba al día siguiente en todas las portadas del país. Los fiscales pidieron que el expresidente fuera ingresado en prisión de forma preventiva, alegando que era el cabecilla de una red de violencia. La petición no fue aprobada. Semanas después se divulgó una conversación telefónica con su protegida, la entonces presidenta del país Dilma Rousseff, en la que se hablaba de nombrar ministro a Lula, porque el cargo venía con aforamiento.

Entonces Lula pasó a un segundo plano y el país se volcó en el impeachment a Rousseff, que perdió el cargo a finales de agosto. Con la expresidenta fuera de juego, el nombre de Lula ha vuelto a los titulares, de una forma tan llamativa que no pocos han observado que todo está calculado, por una élite silenciosa, para impedir que Lula tenga margen del maniobra en el Brasil posimpeachment. La semana pasada, la fiscalía soltó una bomba sin precedentes. Le acusó en televisión de ser el cabecilla de otra red: la de todos los casos relacionados con Petrobras, la afirmación más dañina que actualmente se le puede hacer a un político en el país. Las únicas pruebas que se presentaron fueron las relacionadas con el tríplex. Al aceptar el caso, el juez Moro alertaba que eran pruebas “cuestionables” pero que “en esta fase preliminar no se exige conclusión”.
Sin sucesor

Derribar a Lula tendría, además, un valor estratégico para el sector conservador: si en Brasil nadie se acerca a sus índices de popularidad, en el Partido de los Trabajadores directamente no hay ningún otro nombre que tenga fuerza en la calle. Fernando Haddad es, como actual alcalde de São Paulo, la ciudad más grande de Brasil, quien ostenta el cargo más potente. Pero en cuanto se celebren las elecciones municipales a principios de octubre, lo más probable es que pierda el cargo: las encuestas más generosas le otorgan un 9% de la intención de voto.

Llegado ese momento, si Lula no está ahí para ser la cara de los suyos, el Partido de los Trabajadores, la que fuera la agrupación de izquierdas más grande y poderosa de Latinoamérica, pasará a ser una marca más conocida por la corrupción. Por haber pasado, de forma espectacular, de una aprobación del 80% en 2010 al 8% cuando Dilma Rousseff encaró el impeachment en el agosto pasado. Para derribar a la izquierda de Brasil solo hay que acabar con un hombre de 71 años.

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