Corbyn se afianza en el liderazgo del laborismo para consumar su giro a la izquierda
La rebelión parlamentaria queda neutralizada tras imponerse el líder con más contundencia aún (61,8%) que hace un año
Pablo Guimón
Londres, El País
El laborismo renovó ayer el mandato de Jeremy Corbyn para tirar del partido hacia la izquierda y convertirlo en un movimiento popular que trate de convertir en una victoria electoral el descontento que le ha afianzado en el poder. El veterano socialista se impuso en la batalla por el liderazgo, con tres puntos porcentuales más (61,8%) que hace un año. La rebelión de los diputados, capitaneada por el diputado Owen Smith, queda neutralizada. Pero la grieta que los separa de la militancia sigue abierta. Los movimientos de unos y otros permitirán comprobar si la llamada a la unidad que formuló el ganador se traduce en una mano tendida a sus críticos, y si estos remarán a favor de una corriente que creen que les aleja de las preocupaciones del conjunto de los británicos.
Con una victoria que se daba por hecha, la medida del éxito o fracaso de Corbyn está en la comparación con su resultado de hace un año. Y lo ha superado. Ha obtenido casi tres puntos más entre un electorado aún más numeroso. De hecho, como denunciaban ayer muchos de sus seguidores, ese 61,8% de apoyo habría sido aún mayor de no haberse introducido, a última hora y con calzador, medidas electorales que excluían a una parte importante de los nuevos afiliados.
Su discurso de aceptación de ayer difirió sustancialmente del que pronunciara hace ahora un año. Esta vez sí, Corbyn apeló al conjunto de los votantes. El partido, aclaró, está aquí para ganar las elecciones. “Tenemos mucho más en común que lo que nos divide. Limpiemos la pizarra a partir de hoy y emprendamos juntos el trabajo que tenemos que hacer como partido”, dijo.
A uno y otro bandos les une un enemigo común, los tories, y la convicción de que una guerra prolongada sería devastadora. Pero esta sigue abierta. La militancia se siente atacada por un aparato que insiste en silenciarla. Los diputados se consideran boicoteados por advenedizos simpatizantes carentes de lealtad al partido e intolerantes con la disensión.
En su primer año de liderazgo, Jeremy Corbyn ha sufrido una presión sin precedentes en la moderna política británica. Una hostilidad unánime en los medios se ha sumado a las conspiraciones para derrocarlo latentes desde el primer día. La dimisión en masa y coordinada de 60 miembros del equipo de oposición. Un aparatoso golpe, en medio de una crisis nacional, en el que 172 de los 230 diputados laboristas le retiraron su confianza. Incluso, una vez abierta la lucha por la sucesión, se intentó excluirlo de la contienda tratando de obligarle a reunir el apoyo del grupo parlamentario para presentar su candidatura.
Pero Corbyn, como él mismo se encargó de recordar ayer, ha convertido al laborismo en “el partido político más grande de Europa”. Ha acercado a la política tradicional a una generación que renegaba de sus mecanismos. Está por ver si este socialista de 67 años, curtido en los márgenes de la política como protesta, es el llamado a trazar el nuevo camino de la izquierda.
El laborismo, por más que algunos se resistan a verlo, tiene hoy poco que ver con lo que era antes de que estallara la Gran Recesión, cuando la Tercera Vía de Blair ganó tres elecciones generales. El propio Owen Smith -que apeló ayer a la unidad y dejó abierta la puerta aceptar un cargo en el equipo de oposición- reconoció el cambio en el partido al centrar su campaña en la falta de liderazgo y no en la ideología.
La victoria no borra los indicios que apuntan a la desconexión del proyecto de Corbyn con el electorado general. Algunas de sus posturas, como la nacionalización de los ferrocarriles, son compartidas por el conjunto de los votantes. Pero su apoyo inequívoco al desarme nuclear unilateral, su política exterior un tanto extravagante y sus posos marxistas le convierten, según sus críticos, en inelegible.
Los derrotados no tienen ahora más remedio que respetar el inequívoco mandato democrático. Demostrar que es posible el delicado equilibrio entre compartir lo esencial y divergir en lo sustancial, que hay vías intermedias entre el silencio o el sabotaje. Deberán reconocer que no han sido capaces de aportar una visión alternativa que convenza a sus bases. Y habrán de tolerar una cada vez mayor permeabilidad del partido para absorber la energía del masivo movimiento popular que lo arropa.
La alternativa es marcharse. La amenaza de una escisión sigue sobrevolando el partido. Se habla de una formación centrista y proeuropea que pudiera atraer también a los liberal demócratas y a una parte de los conservadores. Pero la nefasta experiencia del Partido Social Demócrata, formado por rebeldes centristas en 1981, es difícil de obviar: el sistema electoral británico, que otorga solo un diputado por circunscripción, castiga a los partidos emergentes y pequeños.
Su contundente victoria tampoco exime de presión al ganador. La falta de preparación fruto de lo inesperado de su primera victoria ya no será excusa para los titubeos y errores que han marcado su primer año de liderazgo. El partido tiene ante sí el reto de pronunciarse sobre políticas concretas. En el desafío más importante de cuantos afronta el país, el de definir cuál será su lugar en el mundo después del Brexit, deberá decidir si quiere ser la voz del 48% de los británicos que votó por permanecer en la UE. Esbozado ya el partido que desea, al laborismo de Corbyn le toca debe definir su modelo de país y defenderlo ante los británicos.
Retos colosales
Los colosales desafíos del laborismo no acaban con la elección de un líder. Los nacionalistas del SNP, casi hegemónicos ahora en Escocia, les han arrebatado medio centenar de escaños en Westminster cruciales para una mayoría laborista. La campaña por el referéndum europeo puso de manifiesto la desconexión del partido con una parte de su electorado tradicional, cuya preocupación por la inmigración no encontró en el laborismo una respuesta tan clara, para bien o para mal, como la que les ofrecía el populismo del UKIP. La imagen de división, que contrasta con la presteza con la que los tories se repusieron de su propia crisis interna tras la victoria del Brexit, completa la imagen de un partido aún muy lejos de un poder que ha ostentado solo desde posiciones centristas en los últimos 40 años.
Pablo Guimón
Londres, El País
El laborismo renovó ayer el mandato de Jeremy Corbyn para tirar del partido hacia la izquierda y convertirlo en un movimiento popular que trate de convertir en una victoria electoral el descontento que le ha afianzado en el poder. El veterano socialista se impuso en la batalla por el liderazgo, con tres puntos porcentuales más (61,8%) que hace un año. La rebelión de los diputados, capitaneada por el diputado Owen Smith, queda neutralizada. Pero la grieta que los separa de la militancia sigue abierta. Los movimientos de unos y otros permitirán comprobar si la llamada a la unidad que formuló el ganador se traduce en una mano tendida a sus críticos, y si estos remarán a favor de una corriente que creen que les aleja de las preocupaciones del conjunto de los británicos.
Con una victoria que se daba por hecha, la medida del éxito o fracaso de Corbyn está en la comparación con su resultado de hace un año. Y lo ha superado. Ha obtenido casi tres puntos más entre un electorado aún más numeroso. De hecho, como denunciaban ayer muchos de sus seguidores, ese 61,8% de apoyo habría sido aún mayor de no haberse introducido, a última hora y con calzador, medidas electorales que excluían a una parte importante de los nuevos afiliados.
Su discurso de aceptación de ayer difirió sustancialmente del que pronunciara hace ahora un año. Esta vez sí, Corbyn apeló al conjunto de los votantes. El partido, aclaró, está aquí para ganar las elecciones. “Tenemos mucho más en común que lo que nos divide. Limpiemos la pizarra a partir de hoy y emprendamos juntos el trabajo que tenemos que hacer como partido”, dijo.
A uno y otro bandos les une un enemigo común, los tories, y la convicción de que una guerra prolongada sería devastadora. Pero esta sigue abierta. La militancia se siente atacada por un aparato que insiste en silenciarla. Los diputados se consideran boicoteados por advenedizos simpatizantes carentes de lealtad al partido e intolerantes con la disensión.
En su primer año de liderazgo, Jeremy Corbyn ha sufrido una presión sin precedentes en la moderna política británica. Una hostilidad unánime en los medios se ha sumado a las conspiraciones para derrocarlo latentes desde el primer día. La dimisión en masa y coordinada de 60 miembros del equipo de oposición. Un aparatoso golpe, en medio de una crisis nacional, en el que 172 de los 230 diputados laboristas le retiraron su confianza. Incluso, una vez abierta la lucha por la sucesión, se intentó excluirlo de la contienda tratando de obligarle a reunir el apoyo del grupo parlamentario para presentar su candidatura.
Pero Corbyn, como él mismo se encargó de recordar ayer, ha convertido al laborismo en “el partido político más grande de Europa”. Ha acercado a la política tradicional a una generación que renegaba de sus mecanismos. Está por ver si este socialista de 67 años, curtido en los márgenes de la política como protesta, es el llamado a trazar el nuevo camino de la izquierda.
El laborismo, por más que algunos se resistan a verlo, tiene hoy poco que ver con lo que era antes de que estallara la Gran Recesión, cuando la Tercera Vía de Blair ganó tres elecciones generales. El propio Owen Smith -que apeló ayer a la unidad y dejó abierta la puerta aceptar un cargo en el equipo de oposición- reconoció el cambio en el partido al centrar su campaña en la falta de liderazgo y no en la ideología.
La victoria no borra los indicios que apuntan a la desconexión del proyecto de Corbyn con el electorado general. Algunas de sus posturas, como la nacionalización de los ferrocarriles, son compartidas por el conjunto de los votantes. Pero su apoyo inequívoco al desarme nuclear unilateral, su política exterior un tanto extravagante y sus posos marxistas le convierten, según sus críticos, en inelegible.
Los derrotados no tienen ahora más remedio que respetar el inequívoco mandato democrático. Demostrar que es posible el delicado equilibrio entre compartir lo esencial y divergir en lo sustancial, que hay vías intermedias entre el silencio o el sabotaje. Deberán reconocer que no han sido capaces de aportar una visión alternativa que convenza a sus bases. Y habrán de tolerar una cada vez mayor permeabilidad del partido para absorber la energía del masivo movimiento popular que lo arropa.
La alternativa es marcharse. La amenaza de una escisión sigue sobrevolando el partido. Se habla de una formación centrista y proeuropea que pudiera atraer también a los liberal demócratas y a una parte de los conservadores. Pero la nefasta experiencia del Partido Social Demócrata, formado por rebeldes centristas en 1981, es difícil de obviar: el sistema electoral británico, que otorga solo un diputado por circunscripción, castiga a los partidos emergentes y pequeños.
Su contundente victoria tampoco exime de presión al ganador. La falta de preparación fruto de lo inesperado de su primera victoria ya no será excusa para los titubeos y errores que han marcado su primer año de liderazgo. El partido tiene ante sí el reto de pronunciarse sobre políticas concretas. En el desafío más importante de cuantos afronta el país, el de definir cuál será su lugar en el mundo después del Brexit, deberá decidir si quiere ser la voz del 48% de los británicos que votó por permanecer en la UE. Esbozado ya el partido que desea, al laborismo de Corbyn le toca debe definir su modelo de país y defenderlo ante los británicos.
Retos colosales
Los colosales desafíos del laborismo no acaban con la elección de un líder. Los nacionalistas del SNP, casi hegemónicos ahora en Escocia, les han arrebatado medio centenar de escaños en Westminster cruciales para una mayoría laborista. La campaña por el referéndum europeo puso de manifiesto la desconexión del partido con una parte de su electorado tradicional, cuya preocupación por la inmigración no encontró en el laborismo una respuesta tan clara, para bien o para mal, como la que les ofrecía el populismo del UKIP. La imagen de división, que contrasta con la presteza con la que los tories se repusieron de su propia crisis interna tras la victoria del Brexit, completa la imagen de un partido aún muy lejos de un poder que ha ostentado solo desde posiciones centristas en los últimos 40 años.