Temer se prepara para ser (definitivamente) presidente de Brasil
El hasta ahora presidente en ejercicio volcará su gestión en tratar de sacar al país de la recesión económica en la que yace
Antonio Jiménez Barca
Brasilia, El País
El lunes, mientras la presidenta apartada del poder Dilma Rousseff se defendía en el senado y respondía uno por uno a los senadores en el juicio político en el que se jugaba su destitución, el presidente en ejercicio Michel Temer, recibía muy sonriente a los atletas olímpicos. Bromeó con ellos y hasta se puso un gorro blanco de los del equipo de wáter-polo. La imagen, algo ridícula, salió el martes reproducida en todos los periódicos de Brasil. Todo estaba calculado: Temer, que será presidente el miércoles a menos que ocurra un milagro en la votación final, trata de apartarse de la última hora del sombrío proceso de impeachment a fin de que su imagen no se resienta y sea capaz de encarnar una nueva era. Su Gobierno tendrá poco tiempo y muchos problemas y se centrará, sobre todo, en sacar al país del hoyo económico en que yace.
Temer afirmó la mañana del gorro de wáter-polo que no había seguido la sesión histórica del senado a la que acudió Rousseff (de la que fue vicepresidente y aliado y ahora es su enemigo político más enconado). “He estado trabajando”, aseguró. Como si la cosa no fuera con él. Dos ejemplos aportados por A Folha de S. Paulo demuestran que no es así: ese día, Temer prometió al senador Roberto Rocha un cargo de director del Banco del Nordeste para convencerle de que no cambiara de opinión –Lula lo había tentado desde el otro lado- y siguiera pensando en votar en contra de Rousseff. Y también ese día telefoneó a una senadora de su propio partido, Rose de Freitas, para llamarla al orden porque, en broma, De Freitas había asegurado minutos antes a un colega que hablaría a favor de Rousseff. Por teléfono, la senadora, con lágrimas en los ojos, prometió a Temer que todo había sido un malentendido y que votaría tal y como estaba acordado.
Si todo sale como está previsto, Temer, un ex catedrático de Derecho Constitucional sin mucho carisma que ha sido vicepresidente de Rousseff un mandato y medio, será presidente completo el miércoles por la tarde. Dejará de ser presidente interino, cargo que ha ocupado desde el pasado 12 de mayo. Y lo primero que hará después de tomar posesión será, sin perder un minuto, coger un avión e irse a China, a participar en la cumbre del G-20 que se celebra ese fin de semana.
Hay prisa. El experto y profesor de ciencia Política Fernando Luiz Abrucio considera que Temer ha gozado, durante estos meses de presidencia interina, de cierta complacencia por parte de los mercados, de las agencias de calificación y de los inversores. Pero que esa complacencia era más a la contra, es decir, por constituir un sustituto a Rousseff que por su propia figura. Ahora, desembarazado de la interinidad, sin la sombra del impeachment,Temer deberá acelerar en arbitrar las medidas necesarias para enderezar la maltrecha economía brasileña. O por lo menos es a lo que aspira. “No tendrá mucho tiempo. En 2018 hay elecciones presidenciales y eso acorta radicalmente el plazo para proponer medidas de ajuste impopulares. Deberá implementarlas entre octubre de este año y junio del año que viene”, asegura Abrucio.
Temer ha gozado, durante estos meses de presidencia interina, de cierta complacencia por parte de los mercados
Brasil vive la mayor recesión económica en 80 años. El desempleo escala por encima del 11%, el PIB retrocederá este año más allá del 3%, por segundo año consecutivo y la inflación, el talón de Aquiles de la economía brasileña, controlada en épocas anteriores, lleva ya más de un año disparada, por encima del 7%. A favor de Temer juega la (volátil) confianza de los empresarios e inversores y una razón política: él ha asegurado que no va a presentarse a reelección, con lo que estará con las manos libres para llevar a cabo esos ajustes que los economistas juzgan inevitables. Entre ellos se cuenta una reforma de las pensiones y una reforma de las leyes laborales.
Hasta ahora, el Gobierno interino de Temer, comandado por un ortodoxo ministro de Economía, Henrique Meirelles, no ha operado con toda la contundencia que se esperaba (o que esperaban los mercados). La razón es obvia: con la incertidumbre del proceso de destitución de Rousseff todavía flotando en cualquier decisión política, el país ha vivido una suerte de impasse institucional.
Thiago Aragão, politólogo cercano a Temer, asegura que a las reformas estructurales como la de las pensiones hay que añadir una ola de privatizaciones. “Es algo que ya se ha venido haciendo en los últimos años, con los Gobiernos del PT, pero que ahora se intensificará más: autovías, aeropuertos, puertos, el mercado de las telecomunicaciones y el de la explotación petrolífera del gran yacimiento de Pre-Sal (yacimiento submarino situado en el litoral del Estado de Río de Janeiro)”, señala Aragão. “Estos dos últimos darán un mensaje muy claro a los inversores de que Brasil se abre a una época nueva”, agrega.
"No tendrá mucho tiempo. En 2018 hay elecciones presidenciales y eso acorta radicalmente el plazo para proponer medidas de ajuste impopulares"
Con todo, Temer deberá luchar con una popularidad muy baja, tan baja como la de Rousseff y con un Congreso fragmentado hasta lo inverosímil, poco proclive a adoptar medidas impopulares. Rousseff demostró muy poca mano izquierda para convencer a unos diputados que se reparten en más de 30 formaciones distintas.
A Temer le persiguen también dos “fantasmas” imprevisibles, a juicio de Abrucio. Uno es la deriva de las investigaciones por el Caso Petrobras, que pueden afectar a miembros del Gobierno. E, inclusive, al propio Temer, que ya ha sido citado por algunos implicados, según algunas publicaciones, al asegurar que el actual presidente brasileño ha recibido donaciones irregulares para campañas electorales. El segundo fantasma es aún más peligroso: el ex presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, del mismo partido que Temer, acusado de corrupción, puede llegar a un acuerdo con los investigadores y contar lo que se supone que sabe a cambio de rebajar la previsible condena. Su delación, según los expertos, pondría el Estado patas arriba. Otra vez.
Antonio Jiménez Barca
Brasilia, El País
El lunes, mientras la presidenta apartada del poder Dilma Rousseff se defendía en el senado y respondía uno por uno a los senadores en el juicio político en el que se jugaba su destitución, el presidente en ejercicio Michel Temer, recibía muy sonriente a los atletas olímpicos. Bromeó con ellos y hasta se puso un gorro blanco de los del equipo de wáter-polo. La imagen, algo ridícula, salió el martes reproducida en todos los periódicos de Brasil. Todo estaba calculado: Temer, que será presidente el miércoles a menos que ocurra un milagro en la votación final, trata de apartarse de la última hora del sombrío proceso de impeachment a fin de que su imagen no se resienta y sea capaz de encarnar una nueva era. Su Gobierno tendrá poco tiempo y muchos problemas y se centrará, sobre todo, en sacar al país del hoyo económico en que yace.
Temer afirmó la mañana del gorro de wáter-polo que no había seguido la sesión histórica del senado a la que acudió Rousseff (de la que fue vicepresidente y aliado y ahora es su enemigo político más enconado). “He estado trabajando”, aseguró. Como si la cosa no fuera con él. Dos ejemplos aportados por A Folha de S. Paulo demuestran que no es así: ese día, Temer prometió al senador Roberto Rocha un cargo de director del Banco del Nordeste para convencerle de que no cambiara de opinión –Lula lo había tentado desde el otro lado- y siguiera pensando en votar en contra de Rousseff. Y también ese día telefoneó a una senadora de su propio partido, Rose de Freitas, para llamarla al orden porque, en broma, De Freitas había asegurado minutos antes a un colega que hablaría a favor de Rousseff. Por teléfono, la senadora, con lágrimas en los ojos, prometió a Temer que todo había sido un malentendido y que votaría tal y como estaba acordado.
Si todo sale como está previsto, Temer, un ex catedrático de Derecho Constitucional sin mucho carisma que ha sido vicepresidente de Rousseff un mandato y medio, será presidente completo el miércoles por la tarde. Dejará de ser presidente interino, cargo que ha ocupado desde el pasado 12 de mayo. Y lo primero que hará después de tomar posesión será, sin perder un minuto, coger un avión e irse a China, a participar en la cumbre del G-20 que se celebra ese fin de semana.
Hay prisa. El experto y profesor de ciencia Política Fernando Luiz Abrucio considera que Temer ha gozado, durante estos meses de presidencia interina, de cierta complacencia por parte de los mercados, de las agencias de calificación y de los inversores. Pero que esa complacencia era más a la contra, es decir, por constituir un sustituto a Rousseff que por su propia figura. Ahora, desembarazado de la interinidad, sin la sombra del impeachment,Temer deberá acelerar en arbitrar las medidas necesarias para enderezar la maltrecha economía brasileña. O por lo menos es a lo que aspira. “No tendrá mucho tiempo. En 2018 hay elecciones presidenciales y eso acorta radicalmente el plazo para proponer medidas de ajuste impopulares. Deberá implementarlas entre octubre de este año y junio del año que viene”, asegura Abrucio.
Temer ha gozado, durante estos meses de presidencia interina, de cierta complacencia por parte de los mercados
Brasil vive la mayor recesión económica en 80 años. El desempleo escala por encima del 11%, el PIB retrocederá este año más allá del 3%, por segundo año consecutivo y la inflación, el talón de Aquiles de la economía brasileña, controlada en épocas anteriores, lleva ya más de un año disparada, por encima del 7%. A favor de Temer juega la (volátil) confianza de los empresarios e inversores y una razón política: él ha asegurado que no va a presentarse a reelección, con lo que estará con las manos libres para llevar a cabo esos ajustes que los economistas juzgan inevitables. Entre ellos se cuenta una reforma de las pensiones y una reforma de las leyes laborales.
Hasta ahora, el Gobierno interino de Temer, comandado por un ortodoxo ministro de Economía, Henrique Meirelles, no ha operado con toda la contundencia que se esperaba (o que esperaban los mercados). La razón es obvia: con la incertidumbre del proceso de destitución de Rousseff todavía flotando en cualquier decisión política, el país ha vivido una suerte de impasse institucional.
Thiago Aragão, politólogo cercano a Temer, asegura que a las reformas estructurales como la de las pensiones hay que añadir una ola de privatizaciones. “Es algo que ya se ha venido haciendo en los últimos años, con los Gobiernos del PT, pero que ahora se intensificará más: autovías, aeropuertos, puertos, el mercado de las telecomunicaciones y el de la explotación petrolífera del gran yacimiento de Pre-Sal (yacimiento submarino situado en el litoral del Estado de Río de Janeiro)”, señala Aragão. “Estos dos últimos darán un mensaje muy claro a los inversores de que Brasil se abre a una época nueva”, agrega.
"No tendrá mucho tiempo. En 2018 hay elecciones presidenciales y eso acorta radicalmente el plazo para proponer medidas de ajuste impopulares"
Con todo, Temer deberá luchar con una popularidad muy baja, tan baja como la de Rousseff y con un Congreso fragmentado hasta lo inverosímil, poco proclive a adoptar medidas impopulares. Rousseff demostró muy poca mano izquierda para convencer a unos diputados que se reparten en más de 30 formaciones distintas.
A Temer le persiguen también dos “fantasmas” imprevisibles, a juicio de Abrucio. Uno es la deriva de las investigaciones por el Caso Petrobras, que pueden afectar a miembros del Gobierno. E, inclusive, al propio Temer, que ya ha sido citado por algunos implicados, según algunas publicaciones, al asegurar que el actual presidente brasileño ha recibido donaciones irregulares para campañas electorales. El segundo fantasma es aún más peligroso: el ex presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, del mismo partido que Temer, acusado de corrupción, puede llegar a un acuerdo con los investigadores y contar lo que se supone que sabe a cambio de rebajar la previsible condena. Su delación, según los expertos, pondría el Estado patas arriba. Otra vez.