De fiesta en Río

Santiago Aparicio
Río de Janeiro, EFE
No hay casi nada más importante en Brasil que el fútbol. Ni nada más relevante que su selección, que la canarinha. Los Juegos Olímpicos han sido prueba de ambas realidades. El fervor se desató más que nunca con cada compatriota. En el fútbol, casi más.


Maracaná se levanto distinto un día gris en Río de Janeiro. Advirtió lluvia también y llegó. Nada, sin embargo, para poder afear la fiesta preparada por el fútbol brasileño. Llegó el día. Brasil tiene una cuenta pendiente con la historia y nada mejor que Río 2016 para saldarla. Y Maracaná. Y Alemania.

La pasarela de la Avenida Presidente Castelo Branco, la que une la parada del metro, la estación con el mismo nombre que el estadio, con el estadio, fue una riada amarilla. Permanente y apresurada casi recién comida, que propició uno de los grandes llenos de todos los eventos olímpicos.

No es el fútbol un deporte tradicional en el programa de los Juegos. Pero es una religión en Brasil. Pocas cosas obtuvieron un seguimiento tan masivo y tan entregado que el de su selección. Una hinchada plagada de fervor. El remozado recinto, engalanado para la ocasión, desde el Mundial de hace dos años, de triste recuerdo, agitó sus entrañas con la letra de su himno, a plena voz. Más aún a la conclusión de la música. Un grito unánime de aliento.

Pocas cosas urgen tanto a los brasileños como la recuperación de su selección. En época de penurias, de vaivenes políticos, de conflictos sociales, de problemas en las calles, el fútbol es un aparte. Un consuelo, un desahogo, una pasión.

Brasil tiene prisa por restaurar su historia. Son demasiados sinsabores seguidos que han acentuado las penas de un carácter que destella alegría de manera habitual. Cambia con el fútbol. Es capaz de alcanzar la felicidad con una victoria de su equipo o estrangularla con un revés.

El Mundial, del que fue anfitrión y la reciente Copa América han languidecido el estado de ánimo del equipo sobre la cancha. Un talante que llegó al terreno de juego. Desprovisto de su jogo bonito emprendió la filosofía del resultado por encima de la brillantez. Y eso no lo perdona el brasileño.

Todos a una la afición se aunó para este último día de Juegos. El más esperado. No fallaron los brasileños, ansiosos por recuperar el carácter ganador. Camisetas de todas las épocas, con nombres de cualquiera de los más simbólicos futbolistas de su selección invadieron la grada, los anexos, la calle. Amarillo es el color.

El gesto solo se torció para algún seguidor esporádico, intruso, que retó el talante brasileño vestido con la camiseta argentina. Se llevaron lo suyo. Abucheados, abroncados, sonrojados. Es Argentina el rival más encarnizado de Brasil en deporte en los últimos tiempos. Más en los últimos tiempos y muy evidente en Río 2016.

No perdonan el desafío permanente entre las dos grandes potencias deportivas de Sudamérica. Solo acaparó alguna simpatía un doble de Maradona, el icono argentino y el más afeado en los cánticos inventados por la 'torcida'. Más por el parecido y el aspecto que por lo que representaba. Mas de un amarillo buscó autorretratos con el imitador.

Ignorados fueron gran parte de los escasos espectadores presentes con la camiseta de Alemania. El cuadro germano, actual campeón del mundo, ha sido especialmente dañino en fútbol con Brasil. Fue el culpable del último gran sonrojo que padeció la 'amarilla' en un terreno de juego. Nunca una venganza estuvo preparada mejor que en Río. Y en Maracaná.

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