La nueva dictadura británica
Sí, la una vez ejemplar democracia parlamentaria británica ya no lo es
John Carlin
Uno teme enterarse de lo que está pasando en el mundo últimamente. Ponemos la radio o le echamos un vistazo al móvil, al diario o a la televisión y vemos que ganó el Brexit, que hubo un atentado terrorista en Niza y un golpe militar en Turquía, que las encuestas dan cada día más posibilidades de que Donald Trump sea presidente de Estados Unidos. Atentos. Aquí va otra noticia: Reino Unido se ha convertido en un Estado de partido único.
Sí, la una vez ejemplar democracia parlamentaria británica ya no lo es. La nueva primera ministra, Theresa May es la jefa de un gobierno de derechas sin oposición. El monopolio del poder del que goza recuerda al de Hugo Chávez en Venezuela, o en tiempos de José López Portillo, al del PRI en México. Lo opuesto a lo que vemos hoy en la joven democracia española, un modelo de multipartidismo (por más frustraciones que genere) en comparación con la más reciente versión de la antigua democracia británica.
El gobierno conservador de May tiene vía libre para hacer exactamente lo que se le antoje. Acaba de nombrar a tres chiflados como ministros encargados de la tarea más crucial a la que su gobierno se enfrenta: negociar los nuevos términos económicos y políticos de la relación entre Reino Unido y la Unión Europea post-Brexit. Pero el partido laborista, que quedó segundo en las elecciones generales del año pasado, no ha dicho ni pío. Sus miembros dedican toda su energía a una guerra fratricida que amenaza con acabar con la posibilidad de que la izquierda gobierne en una generación, o más.
Si Reino Unido en general está dando un ejemplo al mundo de cómo no se debe gobernar un país, el laborismo británico está protagonizando una farsa que debería servir de advertencia para todos aquellos en Europa y más allá que aspiran a que la izquierda imponga la solución a la creciente desigualdad en un sistema capitalista rampante, incapaz de cumplir su eterna promesa de que la prosperidad de los de arriba se filtrará a los de abajo.
El problema de la izquierda británica no es nuevo. En su afán de sentirse bien consigo mismo, sus partidarios olvidan la necesidad práctica de confeccionar un mensaje capaz de convencer al electorado. El problema particular del laborismo se concentra en su mensajero, Jeremy Corbyn, líder del partido desde septiembre del año pasado. Corbyn es, a todos luces, un buen hombre, honesto e inquebrantablemente fiel a sus ideales socialistas. Su punto débil es que se opone pero no propone; está en contra de muchas cosas pero no se sabe a favor de qué. Por eso, pero también porque es más gris que el cielo londinense, el 80 por ciento de los diputados laboristas en el parlamento han declarado que es crónicamente incapaz de montar una oposición efectiva al gobierno conservador, mucho menos de ganar unas elecciones generales.
En 2014 el partido cambió las reglas según las cuales se elige al líder, amoldándolos al principio de la democracia directa que tantos adeptos ha obtenido gracias en buena medida a la noción evangelizada en las redes sociales de que las opiniones de todos sobre todo son igual de válidas, de que “los expertos”, como dijo uno de los líderes conservadores de la campaña por el Brexit, no tienen nada que enseñarnos. Antes los votos de los diputados electos del partido eran decisivos en la elección del líder. Ahora un diputado es uno más. El cambio consistió en que los votos de todos los miembros del partido tendrían igual peso. Para hacerse miembro uno solo tenían que pagar tres libras, hoy 3,58 euros.
Tres cuartos de los que han hecho el desembolso son de la clase media; más de la mitad tiene un título universitario. No ofrecen una fiel imagen de la clase social que el laborismo, nacido del sindicalismo laboral, pretende representar. Más bien son el tipo de gente que lee el diario The Guardian, más próspera que la media, con un alto nivel educativo y presos de la necesidad de expiar su culpa por la buena fortuna que han tenido. Ellos fueron los que, por un margen arrollador, eligieron en septiembre a Corbyn, el candidato laborista que representa a la izquierda más pura y sin pecado.
Corbyn, que detesta más el pragmatismo electoral de Tony Blair que a los propios tories, es todo corazón. Nadie celebró más las victoria de Corbyn que un periodista de The Guardian, hoy convertido en su cerebro. Seumas Milne sigue inscrito en la plantilla de The Guardian pero es hoy el director de estrategia y comunicación del partido laborista. Una versión en caricatura del típico lector de The Guardian, Milne viene de una familia rica, fue uno de los colegios privados más exclusivos de Inglaterra, estudió en la Universidad de Oxford y vive hoy en una casa con un valor de dos millones y medio de euros en un barrio exclusivo de la periferia londinense.
Un columnsita de The Guardian publicó un retrato de Milne este fin de semana. Recordó que Milne es un anti-imperalista ferviente, pero siempre y cuando se trate del imperialismo yanqui. El imperialismo ruso-soviético es otra cosa. “Dice que es un socialista pero se arrodilla y se quita la gorra ante la cleptocracia capitalista de Putin,” escribió el columnista. “Ha defendido al partido único comunista de Stalin pero ahora está convirtiendo a Inglaterra en un partido único tory.”
Cómo no, Milne es, igual que Corbyn, un admirador del chavismo venezolano, de cuyos desastres no han visto hasta la fecha ninguna necesidad de distanciarse. Tampoco ha visto la bienpensante mayoría de los miembros del partido ninguna necesidad de distanciarse de Corbyn, pese a que no ha demostrado ninguna capacidad de persuasión con la idolatrada clase obrera que dice representar. La prueba fue que más de ellos votaron en el referéndum por el Brexit con Nigel Farage, el hasta hace unos días líder del ultraderechista partido UKIP, que con Corbyn, que favoreció la permanencia de Reino Unido en la UE.
Hoy la mayoria de los diputados parlamentarios laboristas andan aterrados de que en las próximas elecciones perderán sus trabajos. Por eso, pero también para evitar que la única oposición viable contra los tories acabe siendo UKIP (Partido por la Independencia de Reino Unido), han exigido a Corbyn que dimita. Corbyn, descrito por sus rivales como un líder de protesta no de gobierno, se niega a hacerlo. Habrá dentro de poco otras elecciones internas laboristas. Gracias a la firmeza ideológica de los miembros todo indica que volverá a ganar Corbyn. Nadie lo celebrará más que Theresa May y los demás caudillos de la nueva dictadura conservadora.
John Carlin
Uno teme enterarse de lo que está pasando en el mundo últimamente. Ponemos la radio o le echamos un vistazo al móvil, al diario o a la televisión y vemos que ganó el Brexit, que hubo un atentado terrorista en Niza y un golpe militar en Turquía, que las encuestas dan cada día más posibilidades de que Donald Trump sea presidente de Estados Unidos. Atentos. Aquí va otra noticia: Reino Unido se ha convertido en un Estado de partido único.
Sí, la una vez ejemplar democracia parlamentaria británica ya no lo es. La nueva primera ministra, Theresa May es la jefa de un gobierno de derechas sin oposición. El monopolio del poder del que goza recuerda al de Hugo Chávez en Venezuela, o en tiempos de José López Portillo, al del PRI en México. Lo opuesto a lo que vemos hoy en la joven democracia española, un modelo de multipartidismo (por más frustraciones que genere) en comparación con la más reciente versión de la antigua democracia británica.
El gobierno conservador de May tiene vía libre para hacer exactamente lo que se le antoje. Acaba de nombrar a tres chiflados como ministros encargados de la tarea más crucial a la que su gobierno se enfrenta: negociar los nuevos términos económicos y políticos de la relación entre Reino Unido y la Unión Europea post-Brexit. Pero el partido laborista, que quedó segundo en las elecciones generales del año pasado, no ha dicho ni pío. Sus miembros dedican toda su energía a una guerra fratricida que amenaza con acabar con la posibilidad de que la izquierda gobierne en una generación, o más.
Si Reino Unido en general está dando un ejemplo al mundo de cómo no se debe gobernar un país, el laborismo británico está protagonizando una farsa que debería servir de advertencia para todos aquellos en Europa y más allá que aspiran a que la izquierda imponga la solución a la creciente desigualdad en un sistema capitalista rampante, incapaz de cumplir su eterna promesa de que la prosperidad de los de arriba se filtrará a los de abajo.
El problema de la izquierda británica no es nuevo. En su afán de sentirse bien consigo mismo, sus partidarios olvidan la necesidad práctica de confeccionar un mensaje capaz de convencer al electorado. El problema particular del laborismo se concentra en su mensajero, Jeremy Corbyn, líder del partido desde septiembre del año pasado. Corbyn es, a todos luces, un buen hombre, honesto e inquebrantablemente fiel a sus ideales socialistas. Su punto débil es que se opone pero no propone; está en contra de muchas cosas pero no se sabe a favor de qué. Por eso, pero también porque es más gris que el cielo londinense, el 80 por ciento de los diputados laboristas en el parlamento han declarado que es crónicamente incapaz de montar una oposición efectiva al gobierno conservador, mucho menos de ganar unas elecciones generales.
En 2014 el partido cambió las reglas según las cuales se elige al líder, amoldándolos al principio de la democracia directa que tantos adeptos ha obtenido gracias en buena medida a la noción evangelizada en las redes sociales de que las opiniones de todos sobre todo son igual de válidas, de que “los expertos”, como dijo uno de los líderes conservadores de la campaña por el Brexit, no tienen nada que enseñarnos. Antes los votos de los diputados electos del partido eran decisivos en la elección del líder. Ahora un diputado es uno más. El cambio consistió en que los votos de todos los miembros del partido tendrían igual peso. Para hacerse miembro uno solo tenían que pagar tres libras, hoy 3,58 euros.
Tres cuartos de los que han hecho el desembolso son de la clase media; más de la mitad tiene un título universitario. No ofrecen una fiel imagen de la clase social que el laborismo, nacido del sindicalismo laboral, pretende representar. Más bien son el tipo de gente que lee el diario The Guardian, más próspera que la media, con un alto nivel educativo y presos de la necesidad de expiar su culpa por la buena fortuna que han tenido. Ellos fueron los que, por un margen arrollador, eligieron en septiembre a Corbyn, el candidato laborista que representa a la izquierda más pura y sin pecado.
Corbyn, que detesta más el pragmatismo electoral de Tony Blair que a los propios tories, es todo corazón. Nadie celebró más las victoria de Corbyn que un periodista de The Guardian, hoy convertido en su cerebro. Seumas Milne sigue inscrito en la plantilla de The Guardian pero es hoy el director de estrategia y comunicación del partido laborista. Una versión en caricatura del típico lector de The Guardian, Milne viene de una familia rica, fue uno de los colegios privados más exclusivos de Inglaterra, estudió en la Universidad de Oxford y vive hoy en una casa con un valor de dos millones y medio de euros en un barrio exclusivo de la periferia londinense.
Un columnsita de The Guardian publicó un retrato de Milne este fin de semana. Recordó que Milne es un anti-imperalista ferviente, pero siempre y cuando se trate del imperialismo yanqui. El imperialismo ruso-soviético es otra cosa. “Dice que es un socialista pero se arrodilla y se quita la gorra ante la cleptocracia capitalista de Putin,” escribió el columnista. “Ha defendido al partido único comunista de Stalin pero ahora está convirtiendo a Inglaterra en un partido único tory.”
Cómo no, Milne es, igual que Corbyn, un admirador del chavismo venezolano, de cuyos desastres no han visto hasta la fecha ninguna necesidad de distanciarse. Tampoco ha visto la bienpensante mayoría de los miembros del partido ninguna necesidad de distanciarse de Corbyn, pese a que no ha demostrado ninguna capacidad de persuasión con la idolatrada clase obrera que dice representar. La prueba fue que más de ellos votaron en el referéndum por el Brexit con Nigel Farage, el hasta hace unos días líder del ultraderechista partido UKIP, que con Corbyn, que favoreció la permanencia de Reino Unido en la UE.
Hoy la mayoria de los diputados parlamentarios laboristas andan aterrados de que en las próximas elecciones perderán sus trabajos. Por eso, pero también para evitar que la única oposición viable contra los tories acabe siendo UKIP (Partido por la Independencia de Reino Unido), han exigido a Corbyn que dimita. Corbyn, descrito por sus rivales como un líder de protesta no de gobierno, se niega a hacerlo. Habrá dentro de poco otras elecciones internas laboristas. Gracias a la firmeza ideológica de los miembros todo indica que volverá a ganar Corbyn. Nadie lo celebrará más que Theresa May y los demás caudillos de la nueva dictadura conservadora.