El triunfo de la Francia multicolor en el Mundial del 98
La causa no era el aumento de la variedad racial, sino que los muchachos de las razas desfavorecidas se criaban en barrios difíciles.
Alfredo Relaño
As
En la selección francesa habían aparecido desde mucho tiempo atrás jugadores de varias razas, particularmente de origen magrebí o subsaharianos, pero a mediados de los noventa ya llegaron a ser mayoría. La causa no era solo el aumento de la variedad racial del país, sino el hecho de que los muchachos de las razas desfavorecidas se criaban en barrios difíciles, donde había más tiempo para jugar al fútbol y más dificultades a superar, lo que forjaba sus voluntades. A eso habría que añadir la facilidad de la raza negra para el fútbol. El caso es que la selección llegó a irritar al líder de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen, presidente del Frente Nacional, que en junio de 1996, en una fiesta de su partido, en Saint Gilles, sacó los pies por alto: «Es artificial que se haga venir a extranjeros y luego se les bautice como equipo de Francia». Calificó a esos jugadores como «representantes del papeleo» y prometió revisar su situación cuando llegara a la presidencia. Además se quejó de que no cantaban La marsellesa antes de los partidos, «no sé si porque no quieren o porque visiblemente la desconocen».
Aquello levantó polvareda, y la insistencia de Le Pen en los mismos conceptos hizo que los jugadores pidieran el voto contra él. Aunque había una gran variedad de orígenes entre los futbolistas, la verdad es que todos habían nacido en la metrópoli o en las colonias, con la única excepción de Desailly, nacido en Ghana y nacionalizado. Para horror de Le Pen,en el grupo final de veintidós seleccionados del Mundial 1998 solo había ocho jugadores que Le Pen pudiera considerar franceses puros, hijos de padre y madre franceses, y de raza blanca. El resto eran descendientes de árabes, caribeños, suramericanos, africanos, caucásicos y hasta uno procedía del sur del Pacífico, el canaco Christian Karembeu. Pero resultó ser una buena selección, que fue superando rivales al compás del estupendo juego de su cerebro, Zinedine Zidane, marsellés del barrio de La Castellane, de padres argelinos. Uno de esos barrios en los que la policía no se atreve a entrar. El propio Zidane, tan comedido siempre en todo, llegó a tomar la palabra en el largo pleito entre Le Pen y la selección: «Soy francés. Mi padre es argelino. Estoy orgulloso de ser francés y estoy orgulloso de que mi padre sea argelino».
La final fue ante Brasil. Y aquel fue el día en que Ronaldo sufrió unas extrañas convulsiones durante la mañana del partido que asustaron a Roberto Carlos, su compañero de habitación. Se le llevó a una clínica, se le observó con cierta profundidad y finalmente los médicos del equipo le dieron permiso para jugar, un poco por su insistencia. Al descanso llegó ya con dos a cero, tantos ambos marcados por Zidane, en una especialidad no muy suya: rematando de cabeza sendos córneres. Brasil atacó durante toda la segunda mitad, pero quien marcó, en el último minuto, fue Francia, por medio de Emmanuel Petit, blanco y rubio, uno de los que aprobaría Le Pen. Era la primera vez que los bleus ganaban esta Copa, inventada tantos años atrás por un visionario francés, Jules Rimet.
La victoria produjo en Francia un estallido de alegría sin precedentes, con millones de personas en los Campos Elíseos festejando el éxito de lo que Chirac llamó: «Esta Francia multicolor y ganadora…». Fue la mayor manifestación contemplada jamás en el país, a despecho de la falta de «pureza de sangre» de los héroes del balón. Francia se reconoció explícitamente a sí misma como una comunidad multirracial.
Alfredo Relaño
As
En la selección francesa habían aparecido desde mucho tiempo atrás jugadores de varias razas, particularmente de origen magrebí o subsaharianos, pero a mediados de los noventa ya llegaron a ser mayoría. La causa no era solo el aumento de la variedad racial del país, sino el hecho de que los muchachos de las razas desfavorecidas se criaban en barrios difíciles, donde había más tiempo para jugar al fútbol y más dificultades a superar, lo que forjaba sus voluntades. A eso habría que añadir la facilidad de la raza negra para el fútbol. El caso es que la selección llegó a irritar al líder de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen, presidente del Frente Nacional, que en junio de 1996, en una fiesta de su partido, en Saint Gilles, sacó los pies por alto: «Es artificial que se haga venir a extranjeros y luego se les bautice como equipo de Francia». Calificó a esos jugadores como «representantes del papeleo» y prometió revisar su situación cuando llegara a la presidencia. Además se quejó de que no cantaban La marsellesa antes de los partidos, «no sé si porque no quieren o porque visiblemente la desconocen».
Aquello levantó polvareda, y la insistencia de Le Pen en los mismos conceptos hizo que los jugadores pidieran el voto contra él. Aunque había una gran variedad de orígenes entre los futbolistas, la verdad es que todos habían nacido en la metrópoli o en las colonias, con la única excepción de Desailly, nacido en Ghana y nacionalizado. Para horror de Le Pen,en el grupo final de veintidós seleccionados del Mundial 1998 solo había ocho jugadores que Le Pen pudiera considerar franceses puros, hijos de padre y madre franceses, y de raza blanca. El resto eran descendientes de árabes, caribeños, suramericanos, africanos, caucásicos y hasta uno procedía del sur del Pacífico, el canaco Christian Karembeu. Pero resultó ser una buena selección, que fue superando rivales al compás del estupendo juego de su cerebro, Zinedine Zidane, marsellés del barrio de La Castellane, de padres argelinos. Uno de esos barrios en los que la policía no se atreve a entrar. El propio Zidane, tan comedido siempre en todo, llegó a tomar la palabra en el largo pleito entre Le Pen y la selección: «Soy francés. Mi padre es argelino. Estoy orgulloso de ser francés y estoy orgulloso de que mi padre sea argelino».
La final fue ante Brasil. Y aquel fue el día en que Ronaldo sufrió unas extrañas convulsiones durante la mañana del partido que asustaron a Roberto Carlos, su compañero de habitación. Se le llevó a una clínica, se le observó con cierta profundidad y finalmente los médicos del equipo le dieron permiso para jugar, un poco por su insistencia. Al descanso llegó ya con dos a cero, tantos ambos marcados por Zidane, en una especialidad no muy suya: rematando de cabeza sendos córneres. Brasil atacó durante toda la segunda mitad, pero quien marcó, en el último minuto, fue Francia, por medio de Emmanuel Petit, blanco y rubio, uno de los que aprobaría Le Pen. Era la primera vez que los bleus ganaban esta Copa, inventada tantos años atrás por un visionario francés, Jules Rimet.
La victoria produjo en Francia un estallido de alegría sin precedentes, con millones de personas en los Campos Elíseos festejando el éxito de lo que Chirac llamó: «Esta Francia multicolor y ganadora…». Fue la mayor manifestación contemplada jamás en el país, a despecho de la falta de «pureza de sangre» de los héroes del balón. Francia se reconoció explícitamente a sí misma como una comunidad multirracial.