El Chapo juega al ajedrez solo

EL PAÍS reconstruye la vida en prisión del mayor narcotraficante del mundo

Jan Martínez Ahrens
México, El País
Joaquín Guzmán Loera está solo. Sentado junto a una mesa, estira las piernas y mira con fijeza un tablero gris metálico y negro. Es un ajedrez. El Chapo Guzmán juega al ajedrez en su celda. No se sabe si contra sí mismo o contra uno de los problemas del libro que le han prestado. Pero la partida le mantiene absorto, perdido en la atmósfera neutra del penal de Ciudad Juárez. Ahí, en ese habitáculo blindado, el mayor narcotraficante del planeta ve correr el tiempo antes de ser extraditado a Estados Unidos y que termine su reinado de terror. EL PAÍS, que pudo comprobar su situación, reconstruye su vida en prisión.


La celda es pequeña. No más de seis metros cuadrados. Un ventanuco dispara una luz azulada en la estancia. Hay un lavabo metálico, una taza, dos rollos de papel higiénico y, en una esquina, un camastro con un antifaz. El Chapo lo usa para dormir.En ese espacio pasan lentas las horas. Hace dos meses que le metieron ahí después de sacarle de la cárcel de El Altiplano. Esposado de pies y manos fue enviado de noche y sin mayores explicaciones al penal de Ciudad Juárez. El traslado se decidió tras haberse detectado una fisura en la seguridad.

En El Altiplano, las reuniones de El Chapo con los abogados, los vis a vis y las visitas a la enfermería obligaban a sacarle del perímetro central. Esos paseos fuera del anillo blindado ofrecían un punto de fuga. “Eran una rutina peligrosa”, señala una fuente policial. Bastó eso y el humillante recuerdo de su evasión el 11 de julio de 2015 para enviarle 1.800 kilómetros al norte.

En Ciudad Juárez se clonó el blindaje de El Altiplano. En el interior, 75 agentes se dedican exclusivamente a su custodia; en el exterior, 600 policías y soldados. Un castillo insomne donde el todopoderoso líder del cártel de Sinaloa–“suministro más heroína, cocaína y marihuana que nadie en el mundo”, se ufanó ante el actor Sean Penn- mata su tiempo con un ajedrez y unos pocos libros.

Por sus manos han pasado El Quijote, Una vida con propósito, del pastor evangélico Rick Warren, y últimamente El caballero de la armadura oxidada, una obra de autoayuda del superventas estadounidense Robert Fischer. Este texto, hilado como una sucesión de retos emocionales, hace un uso intensivo de aforismos. Alguno especialmente sugerente para el preso: “Cuando aprendáis a aceptar en lugar de esperar, tendréis menos decepciones”.

Los libros los guarda El Chapo en la mesa, entre el tablero y los legajos de su extradición. Los papeles, de los que cuelgan cintas azules y rojas, forman una pequeña torre. Encima, como un mal estudiante, el preso ha dejado una caja de plástico blanco con restos de comida. A veces se pasa horas mirándolos.

Al decir de los responsables de la Procuraduría General de la República (PGR), su envío a Estados Unidos es inexorable. Tras su detención, el presidente Enrique Peña Nieto elevó la extradición a una cuestión de Estado. “La catarata de recursos presentados por Guzmán Loera pueden retrasar el proceso, pero no pararlo”, señala una fuente de la PGR.

En esta cuenta atrás, el mayor temor del Ejecutivo radica en una nueva fuga. Su impacto sería demoledor y pulverizaría al mismo presidente. Por ello, se han apretado todas las tuercas. Las legales y las policiales. Nada se ha dejado al azar, ni siquiera su intimidad. Las cámaras le siguen continuamente. Graban sus movimientos. Y los de sus guardias. Como en un juego de espejos, no hay vigilante que no sea vigilado.

El Chapo lo sabe. Habla poco. Sus abogados han denunciado sus condiciones de aislamiento. “El trato es cruel, inhumano y torturante; puede acabar con su vida”, sostienen. Los encargados de su custodia aseguran que se encuentra bien, aunque admiten que se evita por todos los medios que entre en contacto con los guardias. El protocolo es estricto. En El Altiplano un funcionario le preguntó si era su cumpleaños y fue despedido. El líder del cártel de Sinaloa, a juicio de las fuerzas de seguridad, es tóxico. Su proximidad corrompe. Lleva toda la vida rompiendo voluntades. El plomo o la plata. Es lo que ofrece. Incluso si le tienen esposado y con un revólver apuntándole.
“Les voy a arreglar la vida”

Eran las 9.16 del pasado 8 de enero. Punto kilométrico 198.1 de la carretera de Culiacán a Los Mochis (Sinaloa). Dos policías federales acababan de parar un Ford Focus rojo. Su robo había sido denunciado seis minutos antes. La dueña había descrito a los ladrones como dos hombres sucios y en ropa interior. Eran El Chapo y su jefe de escoltas, el terrible Orso Iván Gastelum. Tras escapar a su captura por un túnel, buscaban romper el cerco militar a bordo del Ford Focus. Estaban a punto de lograrlo, cuando la pareja policial paró el vehículo sospechoso y ordenó callar a ese tipo de bigote negro que se había bajado el primero y ofrecía a arreglarles la existencia.

-"¿Pero saben quién soy?", insistió el prófugo.

Sólo entonces, en una segunda mirada, los agentes se percataron de la inmensidad de su captura. Y también del peligro que corrían. La emisora les anunció que un convoy de sicarios corría a rescatar a su jefe. Los policías, ya acompañados por más agentes, decidieron buscar refugio en un hotel próximo y feo, el Dux. Tomaron fotos de El Chapo, las enviaron a sus superiores y se lanzaron al hotel. En la habitación 19 se encerraron con él. Otros subieron a la azotea a defender la posición. El Chapo volvió a la carga.

-"Ayúdenme a llegar a Juan José Ríos (una ciudad a 18 kilómetros de Los Mochis) y les arreglamos la vida. Les pondremos empresas que nadie va a conocer".

Por fortuna, por valor, por miedo o por un poco de todo, los agentes se resistieron. Ese fue el fin de El Chapo. Tras la llegada del ejército, Guzmán Loera fue enviado a la prisión de El Altiplano, de la que seis meses antes se había fugado por un túnel de 1.500 metros. Lo primero que hizo al entrar fue pedir un trapo para limpiar la celda. “Es obsesivo con la limpieza”, comenta una fuente de seguridad.

Ahora, seis meses después, los dos agentes han sido ascendidos y El Chapo, en uniforme marrón claro, descansa en otra celda que brilla por su limpieza. Tanto que anda descalzo. Ha dejado sus zapatillas blancas, parecidas a zuecos sanitarios, en una esquina y no levanta la cabeza del tablero.

Afuera, el universo que creó a sangre y fuego se desmorona. Su gran pasión, la actriz Kate del Castillo, vive bajo la amenaza de una posible detención; su supuesta amante, la diputada Lucero Sánchez López, ha sido despojada de la inmunidad por el propio Congreso de la República, y la federación de células armadas que controlaba con mano de hierro ha empezado a resquebrajarse. La horizontalidad del cártel, que durante décadas mostró una asombrosa capacidad de adaptación, juega ahora en contra. No hay un líder visible y ante la evidencia de que Guzmán Loera está perdido se ha desatado la guerra por el territorio. La disputa ha llegado hasta la casa de la propia madre de El Chapo, en La Tuna, la tierra sagrada del cártel de Sinaloa. La vivienda de Consuelo Loera ha sido asaltada y los fieles han tenido que llevársela en avioneta hasta un lugar seguro.

Cada vez más aislado, los abogados de Guzmán Loera difunden la especie de que están dispuestos a negociar con Estados Unidos. “Si hay acuerdo, retiramos los recursos”, señala su letrado. Pero Washington ya ha dejado claro que antes de cualquier paso, el preso tiene que entrar en su territorio y declararse culpable.Las salidas se agotan. El reinado llega a su fin. A sus 58 años, Joaquín Guzmán Loera lo debe saber. En su celda de Ciudad Juárez, a pocos kilómetros de la frontera, tiene frente a sí los legajos de la extradición, un tablero y tiempo para pensar en su próximo movimiento. Juega con blancas. Le toca mover a él.

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