Afganistán, sangre y olvido
El conflicto se ha cobrado en el primer semestre más de 5.000 víctimas civiles, entre muertos y heridos, ante el avance de los talibanes
Juan Diego Quesada
Madrid, El País
Los afganos tienen una cita diaria con la muerte. Su aliento se siente en los cines y los restaurantes, los quirófanos y las mezquitas. En un país con un Gobierno débil, que ha perdido un 5% de su territorio a manos de los talibanes, y los fogonazos esporádicos del Estado Islámico, la única certeza es que la violencia puede alcanzarte en cualquier esquina. Este año, con 1.600 víctimas mortales ha sido el más más sangriento para los civiles desde que la ONU contabiliza los muertos entre la población.
“Sales de casa y no sabes si vas a volver”, cuenta por teléfono Lotfullah Najafizada, de 27 años. El jefe de Tolo News, la CNN afgana, dice que cada jornada está marcada por la incertidumbre. “Mira, hace cinco minutos escuché una explosión, ha tenido que ser cerca de aquí. ¿Qué ha ocurrido? Ni idea. Así es mi día a día”, lamenta desde Kabul, la capital. Unas horas después se sabrá que lo que oyó Najafizada tras el almuerzo era la detonación de un explosivo en los bajos de un coche. Dentro viajaba un parlamentario afgano.
El conflicto armado en Afganistán se ha cobrado durante el primer semestre más víctimas civiles que nunca. La ONU cifró en más de 5.000 los ciudadanos golpeados por la guerra, entre muertos y heridos. Tadamichi Yamamoto, jefe de la misión, dijo que los afganos mueren en su vida diaria, mientras rezan o trabajan. “Es vergonzoso”.
Afganistán, sangre y olvido
La escalada mortífera viene acompañada de un avance paulatino de los talibanes. El Gobierno ha pasado de controlar el 70% de su territorio al 65% en los últimos cuatro meses, según un informe militar estadounidense. Bill Rogio, editor de una publicación online en la que mapea el país, sostiene que los talibanes controlan una quinta parte de Afganistán y que su influencia se extiende a casi la mitad del país.
En zonas liberadas como la parte norte de la capital de Kunduz, el presidente Ashraf Ghani, un hombre más discreto y aparentemente más honesto que su predecesor Hamid Karzai, había prometido que esos territorios nunca más caerían en manos talibanes. En el nuevo país que estaba a punto de ver la luz una tropa de funcionarios estatales y policías implantarían un modelo nuevo, desprovisto de las ataduras de la cerrazón. Pero eso nunca llegó a suceder. Ocho meses después los talibanes vuelven a mandar allí, e incluso en lugares cercanos donde no tienen el control han calado las prohibiciones de fumar o escuchar música.
Barack Obama pretendía acometer una retirada paulatina de las tropas estadounidenses en esta guerra sin horizonte fijo, pero ha tenido que ralentizar sus planes a medida que ha sido cada vez más evidente la incompetencia de las fuerzas de seguridad locales. Hasta enero de 2017, más allá de su presidencia, permanecerán sobre el terreno 8.400 militares, 3.000 más de lo esperado.
Fuerzas armadas afganas durante una operación contra los talibanes
Fuerzas armadas afganas durante una operación contra los talibanes EFE
“Desafortunadamente no somos capaces de movilizar a la gente contra los talibanes. Son financiados y entrenados por Pakistán. Y su terror se extiende. No necesariamente son más fuertes que nunca, pero sus golpes son más terroríficos”, explica Masud Jalili.
A lomos de un burro, Jalili, entonces poeta, se internó en las montañas en la década de los ochenta para combatir la invasión soviética. Convertido en guerrillero vio como el imperio soviético tenía que poner pies en polvorosa. “Pero después brotaron los talibanes y su fanatismo”, lamenta Jalili, de 68 años, hoy embajador de su país en España.
Mientras los focos de la atención internacional se posan en Irak o en Siria, la casi olvidada guerra afgana sigue su paso. El ISIS reivindicó como suyo el atentado del lunes en Kabul, donde murieron más de 80 personas. A este paso Afganistán corre el riesgo de acabar convertido en un enorme cenotafio.
Juan Diego Quesada
Madrid, El País
Los afganos tienen una cita diaria con la muerte. Su aliento se siente en los cines y los restaurantes, los quirófanos y las mezquitas. En un país con un Gobierno débil, que ha perdido un 5% de su territorio a manos de los talibanes, y los fogonazos esporádicos del Estado Islámico, la única certeza es que la violencia puede alcanzarte en cualquier esquina. Este año, con 1.600 víctimas mortales ha sido el más más sangriento para los civiles desde que la ONU contabiliza los muertos entre la población.
“Sales de casa y no sabes si vas a volver”, cuenta por teléfono Lotfullah Najafizada, de 27 años. El jefe de Tolo News, la CNN afgana, dice que cada jornada está marcada por la incertidumbre. “Mira, hace cinco minutos escuché una explosión, ha tenido que ser cerca de aquí. ¿Qué ha ocurrido? Ni idea. Así es mi día a día”, lamenta desde Kabul, la capital. Unas horas después se sabrá que lo que oyó Najafizada tras el almuerzo era la detonación de un explosivo en los bajos de un coche. Dentro viajaba un parlamentario afgano.
El conflicto armado en Afganistán se ha cobrado durante el primer semestre más víctimas civiles que nunca. La ONU cifró en más de 5.000 los ciudadanos golpeados por la guerra, entre muertos y heridos. Tadamichi Yamamoto, jefe de la misión, dijo que los afganos mueren en su vida diaria, mientras rezan o trabajan. “Es vergonzoso”.
Afganistán, sangre y olvido
La escalada mortífera viene acompañada de un avance paulatino de los talibanes. El Gobierno ha pasado de controlar el 70% de su territorio al 65% en los últimos cuatro meses, según un informe militar estadounidense. Bill Rogio, editor de una publicación online en la que mapea el país, sostiene que los talibanes controlan una quinta parte de Afganistán y que su influencia se extiende a casi la mitad del país.
En zonas liberadas como la parte norte de la capital de Kunduz, el presidente Ashraf Ghani, un hombre más discreto y aparentemente más honesto que su predecesor Hamid Karzai, había prometido que esos territorios nunca más caerían en manos talibanes. En el nuevo país que estaba a punto de ver la luz una tropa de funcionarios estatales y policías implantarían un modelo nuevo, desprovisto de las ataduras de la cerrazón. Pero eso nunca llegó a suceder. Ocho meses después los talibanes vuelven a mandar allí, e incluso en lugares cercanos donde no tienen el control han calado las prohibiciones de fumar o escuchar música.
Barack Obama pretendía acometer una retirada paulatina de las tropas estadounidenses en esta guerra sin horizonte fijo, pero ha tenido que ralentizar sus planes a medida que ha sido cada vez más evidente la incompetencia de las fuerzas de seguridad locales. Hasta enero de 2017, más allá de su presidencia, permanecerán sobre el terreno 8.400 militares, 3.000 más de lo esperado.
Fuerzas armadas afganas durante una operación contra los talibanes
Fuerzas armadas afganas durante una operación contra los talibanes EFE
“Desafortunadamente no somos capaces de movilizar a la gente contra los talibanes. Son financiados y entrenados por Pakistán. Y su terror se extiende. No necesariamente son más fuertes que nunca, pero sus golpes son más terroríficos”, explica Masud Jalili.
A lomos de un burro, Jalili, entonces poeta, se internó en las montañas en la década de los ochenta para combatir la invasión soviética. Convertido en guerrillero vio como el imperio soviético tenía que poner pies en polvorosa. “Pero después brotaron los talibanes y su fanatismo”, lamenta Jalili, de 68 años, hoy embajador de su país en España.
Mientras los focos de la atención internacional se posan en Irak o en Siria, la casi olvidada guerra afgana sigue su paso. El ISIS reivindicó como suyo el atentado del lunes en Kabul, donde murieron más de 80 personas. A este paso Afganistán corre el riesgo de acabar convertido en un enorme cenotafio.