Refugio en las cárceles de Sadam
Los refugiados sirios encuentran acomodo en una antigua prisión del dictador, donde reciben dinero en efectivo del WFP
Juan Diego Quesada
Aqrah (Irak), El País
El edificio tiene el aire aterrador de la arquitectura estalinista. Sadam Husein utilizó este monstruo de hormigón como prisión para los combatientes persas. Era la década de los ochenta y el dictador que habría de morir en la horca abrazado al Corán estaba inmerso en una guerra fratricida con Irán. La puerta de entrada es oscura, como un túnel a un tiempo tenebroso, pero una vez superado el umbral aparece un patio bañado de luz. Los refugiados sirios que han huido del avance del Estado Islámico han encontrado ahora un hogar entre estas mazmorras.
La antigua prisión está en Aqrah, una ciudad enclavada en las montañas del Kurdistán. Para llegar hasta aquí hay que viajar casi dos horas desde Erbil, la capital de la región. A unos 40 kilómetros está la primera línea de combate. La carretera va dejando atrás rebaños de cabras y edificios en esqueleto como los que poblaban España tras la crisis. Los kurdos, ricos en petróleo, vivieron una explosión económica tras la caída de Sadam en 2003 pero ahora, con el enésimo conflicto en la región, la burbuja se ha pinchado y todo parece haberse quedado a medio construir.
En medio de tanta destrucción, los refugiados de la vieja prisión han comenzado el proceso inverso. En una esquina del patio una señora ha levantado un puesto en el que vende plátanos valiéndose de una vieja balanza. En la otra hay varias tiendas de comestibles que nada tienen que envidiarle a las que hay por la calle. Tras una puerta roja se encuentra una pequeña comisaría que barre un señor con bigote, más allá está el colegio y, cerca, una enfermería para atender pequeños contratiempos. Desde que el Programa Mundial de Alimentos (WFP, en sus siglas en inglés) pusiera en marcha un programa de tarjetas electrónicas, el sistema Scope, los refugiados sirios y los desplazados internos iraquíes tienen en el norte acceso a dinero en efectivo (10 dólares por persona) con el que además de alimentarse pueden poner en marcha pequeños proyectos que les devuelva a la vida normal.
“Cuando Mosul comenzó a ser ocupado en junio 2014, generó una gran cantidad de desplazados que llegaron a esta región del norte”, explica Jane Pearce, la directora en Irak del WFP, la organización que financió este viaje. El programa da asistencia a 1.500.000 personas en todo Irak. En el caso de que Mosul fuera liberada, su equipo ha preparado un plan de contingencia para ayudar a otras 700.000 personas.
El Ejército iraquí mantiene rodeado Mosul, sin que todavía se haya lanzado a su reconquista. A su vez, apoyado por una coalición estadounidense, ha entrado en combate urbano en Faluya, otra de las ciudades claves del país. Al calor de las bombas, la crisis humanitaria sigue expandiéndose como una mancha. La Comisión Europea calcula que la tercera parte de la población, unos 10.000.000 de personas, requiere asistencia Los desplazados internos superan los 3.000.000, a lo que hay que sumar 250.000 sirios asentados en el país.
El alcalde de Aqrah, como todos los gobernantes que han sufrido la avalancha, es un hombre desbordado por la situación. En la ciudad hay muchas más personas de las que el precario sistema sanitario y los postes de luz puedan soportar. La luz se va a cada rato, los quirófanos no dan a basto. “Esta región es muy pobre. Recibimos con gusto a nuestros hermanos pero enfrentamos gravísimos problemas”, dice Mazin Mohammad Saeed en un salón del Ayuntamiento, rodeado de sus asesores. Como buen político kurdo, siente un gran desapego hacia el Gobierno iraquí, al que acusa de abandonar a su suerte a los refugiados y a los desplazados internos.
Uno de esos hombres dejados a la mano de Dios es el sirio Abdul Karim, un hombre de manos grandes y bigote canoso. Vive con toda la familia en una de las celdas. Se disculpa por la descortesía de no levantarse a saludar a los visitantes. Hace unos meses cogió a peso una caja y desde entonces está postrado en una cama por el lumbago. "Es una angustia tremenda, no puedo moverme, ni trabajar", se queja, iluminado por un foco que cuelga del techo. Aunque libre, es un reo de la guerra y de la espalda, que lo flagela con múltiples dolores. Una cárcel no deja nunca de ser una cárcel.
Juan Diego Quesada
Aqrah (Irak), El País
El edificio tiene el aire aterrador de la arquitectura estalinista. Sadam Husein utilizó este monstruo de hormigón como prisión para los combatientes persas. Era la década de los ochenta y el dictador que habría de morir en la horca abrazado al Corán estaba inmerso en una guerra fratricida con Irán. La puerta de entrada es oscura, como un túnel a un tiempo tenebroso, pero una vez superado el umbral aparece un patio bañado de luz. Los refugiados sirios que han huido del avance del Estado Islámico han encontrado ahora un hogar entre estas mazmorras.
La antigua prisión está en Aqrah, una ciudad enclavada en las montañas del Kurdistán. Para llegar hasta aquí hay que viajar casi dos horas desde Erbil, la capital de la región. A unos 40 kilómetros está la primera línea de combate. La carretera va dejando atrás rebaños de cabras y edificios en esqueleto como los que poblaban España tras la crisis. Los kurdos, ricos en petróleo, vivieron una explosión económica tras la caída de Sadam en 2003 pero ahora, con el enésimo conflicto en la región, la burbuja se ha pinchado y todo parece haberse quedado a medio construir.
En medio de tanta destrucción, los refugiados de la vieja prisión han comenzado el proceso inverso. En una esquina del patio una señora ha levantado un puesto en el que vende plátanos valiéndose de una vieja balanza. En la otra hay varias tiendas de comestibles que nada tienen que envidiarle a las que hay por la calle. Tras una puerta roja se encuentra una pequeña comisaría que barre un señor con bigote, más allá está el colegio y, cerca, una enfermería para atender pequeños contratiempos. Desde que el Programa Mundial de Alimentos (WFP, en sus siglas en inglés) pusiera en marcha un programa de tarjetas electrónicas, el sistema Scope, los refugiados sirios y los desplazados internos iraquíes tienen en el norte acceso a dinero en efectivo (10 dólares por persona) con el que además de alimentarse pueden poner en marcha pequeños proyectos que les devuelva a la vida normal.
“Cuando Mosul comenzó a ser ocupado en junio 2014, generó una gran cantidad de desplazados que llegaron a esta región del norte”, explica Jane Pearce, la directora en Irak del WFP, la organización que financió este viaje. El programa da asistencia a 1.500.000 personas en todo Irak. En el caso de que Mosul fuera liberada, su equipo ha preparado un plan de contingencia para ayudar a otras 700.000 personas.
El Ejército iraquí mantiene rodeado Mosul, sin que todavía se haya lanzado a su reconquista. A su vez, apoyado por una coalición estadounidense, ha entrado en combate urbano en Faluya, otra de las ciudades claves del país. Al calor de las bombas, la crisis humanitaria sigue expandiéndose como una mancha. La Comisión Europea calcula que la tercera parte de la población, unos 10.000.000 de personas, requiere asistencia Los desplazados internos superan los 3.000.000, a lo que hay que sumar 250.000 sirios asentados en el país.
El alcalde de Aqrah, como todos los gobernantes que han sufrido la avalancha, es un hombre desbordado por la situación. En la ciudad hay muchas más personas de las que el precario sistema sanitario y los postes de luz puedan soportar. La luz se va a cada rato, los quirófanos no dan a basto. “Esta región es muy pobre. Recibimos con gusto a nuestros hermanos pero enfrentamos gravísimos problemas”, dice Mazin Mohammad Saeed en un salón del Ayuntamiento, rodeado de sus asesores. Como buen político kurdo, siente un gran desapego hacia el Gobierno iraquí, al que acusa de abandonar a su suerte a los refugiados y a los desplazados internos.
Uno de esos hombres dejados a la mano de Dios es el sirio Abdul Karim, un hombre de manos grandes y bigote canoso. Vive con toda la familia en una de las celdas. Se disculpa por la descortesía de no levantarse a saludar a los visitantes. Hace unos meses cogió a peso una caja y desde entonces está postrado en una cama por el lumbago. "Es una angustia tremenda, no puedo moverme, ni trabajar", se queja, iluminado por un foco que cuelga del techo. Aunque libre, es un reo de la guerra y de la espalda, que lo flagela con múltiples dolores. Una cárcel no deja nunca de ser una cárcel.