Muhammad Ali / Poeta a puñetazo limpio
Muhammad Ali era capaz de rimar vocablos y armar retruécanos con la misma agilidad con la que combinó en los cuadriláteros su mote
Jorge F. Hernández
El País
Supongo que nadie se atrevió en vida a criticar a Muhammad Ali como poeta o cuestionar su inmenso papel en no pocas transformaciones ideológicas y sociales del siglo XX. Lo obvio sería esperar que respondería con un gancho a la mandíbula, cuando en realidad el armamento más contundente que ostentaba el gigante campeón de los pesos pesados fueron las palabras. Los puristas de la métrica y engolados de academia dirán ahora que se trata no más que de un raro descendiente de esclavos negros que —como muchos otros bardos del Sur de los Estados Unidos— transpiraba una propensión natural para la rima; derivados intuitivos de eso que llaman limmericks, Ali desde que se llamaba Cassius Clay era capaz de rimar vocablos y armar retruécanos con la misma agilidad con la que combinó en los cuadriláteros su mote: era una mariposa que flotaba, al tiempo que picaba como abeja. Lamentablemente intraducible en toda su sonoridad, eso de Floats like a Butterfly and Stings like a Bee se volvió una suerte de credo recrecido que alteraba incluso la etimología formal de la No-violencia. Ha fallecido apenas hace unas horas y el mundo entero aún no sabe bien cómo deletrear su nombre, pero el respetuoso silencio que merece su leyenda merece al menos que intentemos entender su grandeza.
Campeón olímpico en los Juegos de Roma, el joven Clay pronto abrió las alas de su intelecto y lenguaje, desaforado y desatándose de entre las rígidas cuadrículas de una sociedad que aún segregaba a los ciudadanos de su raza. Ahora parece que hablamos de la prehistoria, pero en The Good Ol’United States, donde hoy es presidente Barack Obama, hace apenas poco más de medio siglo se obligaba en gran parte de su territorio a todos los ciudadanos negros –así fueran célebres cantantes, académicos o músicos de gran altura— a beber en fuentes aparte, viajar en la parte trasera de los autobuses y buscar educación o trabajo en reductos confinados como exclusivos para sus vidas.
Clay —ya campeón de eso que llamaban antaño amateur— se volvió profesional no sólo en los combates profesionales con bolsa de dinero, sino catedrático del escándalo: se proclamó a sí mismo el más grande de todos los tiempos, inauguró la intimidación verbal de todo rival aún antes de enfrentarlo en el cuadrilátero y se lanzó nada menos y nada más contra el más que rígido establishment. Por algo y por mucho The Beatles lo fueron a visitar a su campamento de entrenamiento. Ali nació el día en que asumió en público una conversión al islam en un mundo que a la fecha y en gran parte no ha sabido no sólo entender del todo lo que eso significa, sino aceptarlo dentro de los cánones del american way of life que se han contagiado a todos los órdenes o costumbres que se trastocaron precisamente desde la década psicodélica: por su credo y por sus creencias, más que simple objetor de conciencia, Ali fue un abierto opositor a la necia y nefanda guerra de Vietnam; declaró en vivo y por todos los canales de información que él no veía razón alguna en tener que viajar al otro lado del mundo para matar a ningún vietnamita, viviendo en un país que no generaba el prometido bienestar para una inmensa mayoría de sus habitantes.
Por su retórica y punzantes posturas políticas, fue despojado del título de campeón (que recuperó hasta en tres ocasiones) forzándolo a crecerse aún más en vez de aniquilarlo. Algunos dirán que él mismo se convirtió en la pantomima de su propio discurso —por las bravatas verbales, por la danza desesperante que coreografiaba sobre el cuadrilátero como si evitara precisamente entrarle a los golpes o por las constantes bufonadas con las que debatía en entrevistas con el célebre cronista Howard Cosell de la NBC— pero Ali era poeta en acción y su verborrea no sólo buscaba la rima instantánea (sin pretensión alguna de volverse Frost o Longfellow) sino encender un clima, armar un huracán en el vacío que sirviera de desconcierto para trastocar o abatir todo aquello que nos decían era intocable y su fox-trot ya con guantes respondía fielmente a la perfecta definición del boxeo, que no es la de subir a un entramado sólo para pegar, sino saber evadir con gracia los golpes que lanza el contrario.
Cuando recién se había cambiado de nombre por su conversión musulmana, Muhammad Ali se enfrentó a un inmenso ropero de ébano que insistió burlonamente llamarlo repetidas veces “Cassius Clay” en las entrevistas previas al combate. Existe el vídeo donde consta que Ali, pudiendo noquear al interfecto desde el primer asalto, decidió mejor dosificarle los golpes durante varios rounds, gritándole –cada vez que se alejaba del bulto, luego de propinarle una partida de secos guantazos—“Say my name!”. Pocos cronistas o comentaristas volvieron a caer en la manía segregacionista y agresión simulada de referirse a él por el nombre que dejaba en su pretérito y todo eso fue cambiando para bien las oxidadas formas y maneras con las que se denostaba entre dientes a una inmensa mayoría de ciudadanos negros e incluso migrantes latinos en diversos niveles del mundo norteamericano.
De las entrevistas y toda aparición pública, hay que aquilatar que el campeón las aprovechó todas para siempre anteponer la virtud y la honesta creencia en sus ideas al servicio de las mejores causas: la lucha por los derechos civiles, la oposición a toda guerra, el alivio para los desposeídos, el fomento y promoción del deporte y luego, la alerta de eso que ahora todos sabemos que es la enfermedad del párkinson que lo fue minando poco a poco desde la lejana época en que nos era absolutamente desconocido. Es difícil no cerrar los ojos ante la mención de su nombre y no verlo claramente parado como un rascacielos de Manhattan, el brazo flexionado sobre el torso perfecto, literalmente encima del abatido Sonny Liston en el instante que le arrebataba la corona del mundo o subido entre las tres cuerdas en alguna esquina del universo gritando a voz en cuello que él era el mejor de todos.
Pocos han leído al menos como útil divertimento los muchos versos que escribía como genio intuitivo azorado por todo lo que le rodeaba (hace algunos años se publicó un libro con toda su poesía y no pocas de sus famosas fotografías y como era de esperarse, se trata de una edición del tamaño de una mesa que pesa lo que necesita cualquier escuálido para ejercitar bíceps y se vendió en edición imitada que creo sólo duró disponible durante los escasos días de la Feria del Libro de Fráncfort en la que se hizo pública). En un mundo donde la muerte de un torero ya no sólo es bizarra para la mayoría de las culturas, sino que se expone a la denostación e incluso burla en las redes sociales y en este planeta donde se privilegia la velocidad de las ignorancias, la banalidad de tantos papeles, tan sólo hablar de boxeo conlleva la inmediata reprobación de quienes —sin pensarlo mucho— lo califican de barbarie, remanente anacrónico del circo romano y ven no más que ridículo el increíble escenario donde dos millonarios, normalmente semidesnudos, se agarran a trompadas delante de un público, pero eso que tanto asco provoca hoy en el mundo vegano, realidad light y buena onda quedó bautizado en la prosa del gran A. J. Liebling como “la dulce ciencia” y en sus fondos resguarda al menos muchas de las reflexiones de la razón en medio de tanta sinrazón, desde el hambre como adrenalina para ganarse la vida hasta la mancillada dignidad de quién pone a prueba hasta el último gramo de su fuerza hasta que alguien tire la toalla en su abono o el universo entero lo deja noqueado sobre la piel de su propia biografía.
Muhammad Ali se compró casas y coches, tuvo mujeres diversas y se volvió un icono raro en distintos escenarios. Se le ve como Rey del África y protagonista de buenos documentales, se queda en las fotografías que lo congelan en un tiempo que poco a poco se va quedando en blanco y negro en este mundo que ya cabe en pantallas planas de cualquier tamaño, pero hoy que vive ya el amanecer de su leyenda eterna, valdría la pena guardarle el silencio al menos por dos detalles asombrosos: entre los muchos placeres que se ganó con los puños, Ali se compró una grabadora y dejó para la posteridad un inmenso archivo de conversaciones consigo mismo y con su hija, llamadas telefónicas que él mismo se grababa (sabiendo que desde joven había sido grabado-espiado por la CIA, el FBI y quien sabe cuántas otras mafias) y todo ese material sirvió como música de fondo de un entrañable documental donde el espectador descubre a un padre amoroso, un inmenso oso que en el fondo destila ternura y un anciano contra su imbatible voluntad que ante al asombro de la realidad, el pétalo de una flor desconocida o el paisaje visto desde lejos, sólo se le ocurre buscarle rimas e intentar atrapar con las manos (envueltas en guantes que parecería que no estorban las yemas de sus dedos) eso que llaman poesía.
El otro detalle es jamás olvidar y citar cada vez que se pueda que Muhammad Ali tuvo que dirigirse a una multitud durante un improvisado mitin en medio de la turbulenta época de tantos disturbios, desatadas iras y multiplicación de confusiones. El resultado es quizá el discurso más breve de la historia. Frente al micrófono (una vez que amainó el ruido multitudinario que parecía implacable) el hijo de esclavos que desde niño hablaba en rimas, el más grande de todos los tiempos, abrió las aguas de un inmenso mar para transmitirle a la multitud la unidad que formamos todos, tan sólo diciendo a media voz, como murmullo: Me. We. A no pocos políticos, intelectuales, artistas, empresarios, maestros o ministros de todo credo les vendrá bien aprenderse ese discurso y jamás olvidar que hubo al menos uno de los héroes de un pasado que se esfuma que en medio de tantos gritos supo rimar el aforismo donde Todos somos Yo.
Jorge F. Hernández
El País
Supongo que nadie se atrevió en vida a criticar a Muhammad Ali como poeta o cuestionar su inmenso papel en no pocas transformaciones ideológicas y sociales del siglo XX. Lo obvio sería esperar que respondería con un gancho a la mandíbula, cuando en realidad el armamento más contundente que ostentaba el gigante campeón de los pesos pesados fueron las palabras. Los puristas de la métrica y engolados de academia dirán ahora que se trata no más que de un raro descendiente de esclavos negros que —como muchos otros bardos del Sur de los Estados Unidos— transpiraba una propensión natural para la rima; derivados intuitivos de eso que llaman limmericks, Ali desde que se llamaba Cassius Clay era capaz de rimar vocablos y armar retruécanos con la misma agilidad con la que combinó en los cuadriláteros su mote: era una mariposa que flotaba, al tiempo que picaba como abeja. Lamentablemente intraducible en toda su sonoridad, eso de Floats like a Butterfly and Stings like a Bee se volvió una suerte de credo recrecido que alteraba incluso la etimología formal de la No-violencia. Ha fallecido apenas hace unas horas y el mundo entero aún no sabe bien cómo deletrear su nombre, pero el respetuoso silencio que merece su leyenda merece al menos que intentemos entender su grandeza.
Campeón olímpico en los Juegos de Roma, el joven Clay pronto abrió las alas de su intelecto y lenguaje, desaforado y desatándose de entre las rígidas cuadrículas de una sociedad que aún segregaba a los ciudadanos de su raza. Ahora parece que hablamos de la prehistoria, pero en The Good Ol’United States, donde hoy es presidente Barack Obama, hace apenas poco más de medio siglo se obligaba en gran parte de su territorio a todos los ciudadanos negros –así fueran célebres cantantes, académicos o músicos de gran altura— a beber en fuentes aparte, viajar en la parte trasera de los autobuses y buscar educación o trabajo en reductos confinados como exclusivos para sus vidas.
Clay —ya campeón de eso que llamaban antaño amateur— se volvió profesional no sólo en los combates profesionales con bolsa de dinero, sino catedrático del escándalo: se proclamó a sí mismo el más grande de todos los tiempos, inauguró la intimidación verbal de todo rival aún antes de enfrentarlo en el cuadrilátero y se lanzó nada menos y nada más contra el más que rígido establishment. Por algo y por mucho The Beatles lo fueron a visitar a su campamento de entrenamiento. Ali nació el día en que asumió en público una conversión al islam en un mundo que a la fecha y en gran parte no ha sabido no sólo entender del todo lo que eso significa, sino aceptarlo dentro de los cánones del american way of life que se han contagiado a todos los órdenes o costumbres que se trastocaron precisamente desde la década psicodélica: por su credo y por sus creencias, más que simple objetor de conciencia, Ali fue un abierto opositor a la necia y nefanda guerra de Vietnam; declaró en vivo y por todos los canales de información que él no veía razón alguna en tener que viajar al otro lado del mundo para matar a ningún vietnamita, viviendo en un país que no generaba el prometido bienestar para una inmensa mayoría de sus habitantes.
Por su retórica y punzantes posturas políticas, fue despojado del título de campeón (que recuperó hasta en tres ocasiones) forzándolo a crecerse aún más en vez de aniquilarlo. Algunos dirán que él mismo se convirtió en la pantomima de su propio discurso —por las bravatas verbales, por la danza desesperante que coreografiaba sobre el cuadrilátero como si evitara precisamente entrarle a los golpes o por las constantes bufonadas con las que debatía en entrevistas con el célebre cronista Howard Cosell de la NBC— pero Ali era poeta en acción y su verborrea no sólo buscaba la rima instantánea (sin pretensión alguna de volverse Frost o Longfellow) sino encender un clima, armar un huracán en el vacío que sirviera de desconcierto para trastocar o abatir todo aquello que nos decían era intocable y su fox-trot ya con guantes respondía fielmente a la perfecta definición del boxeo, que no es la de subir a un entramado sólo para pegar, sino saber evadir con gracia los golpes que lanza el contrario.
Cuando recién se había cambiado de nombre por su conversión musulmana, Muhammad Ali se enfrentó a un inmenso ropero de ébano que insistió burlonamente llamarlo repetidas veces “Cassius Clay” en las entrevistas previas al combate. Existe el vídeo donde consta que Ali, pudiendo noquear al interfecto desde el primer asalto, decidió mejor dosificarle los golpes durante varios rounds, gritándole –cada vez que se alejaba del bulto, luego de propinarle una partida de secos guantazos—“Say my name!”. Pocos cronistas o comentaristas volvieron a caer en la manía segregacionista y agresión simulada de referirse a él por el nombre que dejaba en su pretérito y todo eso fue cambiando para bien las oxidadas formas y maneras con las que se denostaba entre dientes a una inmensa mayoría de ciudadanos negros e incluso migrantes latinos en diversos niveles del mundo norteamericano.
De las entrevistas y toda aparición pública, hay que aquilatar que el campeón las aprovechó todas para siempre anteponer la virtud y la honesta creencia en sus ideas al servicio de las mejores causas: la lucha por los derechos civiles, la oposición a toda guerra, el alivio para los desposeídos, el fomento y promoción del deporte y luego, la alerta de eso que ahora todos sabemos que es la enfermedad del párkinson que lo fue minando poco a poco desde la lejana época en que nos era absolutamente desconocido. Es difícil no cerrar los ojos ante la mención de su nombre y no verlo claramente parado como un rascacielos de Manhattan, el brazo flexionado sobre el torso perfecto, literalmente encima del abatido Sonny Liston en el instante que le arrebataba la corona del mundo o subido entre las tres cuerdas en alguna esquina del universo gritando a voz en cuello que él era el mejor de todos.
Pocos han leído al menos como útil divertimento los muchos versos que escribía como genio intuitivo azorado por todo lo que le rodeaba (hace algunos años se publicó un libro con toda su poesía y no pocas de sus famosas fotografías y como era de esperarse, se trata de una edición del tamaño de una mesa que pesa lo que necesita cualquier escuálido para ejercitar bíceps y se vendió en edición imitada que creo sólo duró disponible durante los escasos días de la Feria del Libro de Fráncfort en la que se hizo pública). En un mundo donde la muerte de un torero ya no sólo es bizarra para la mayoría de las culturas, sino que se expone a la denostación e incluso burla en las redes sociales y en este planeta donde se privilegia la velocidad de las ignorancias, la banalidad de tantos papeles, tan sólo hablar de boxeo conlleva la inmediata reprobación de quienes —sin pensarlo mucho— lo califican de barbarie, remanente anacrónico del circo romano y ven no más que ridículo el increíble escenario donde dos millonarios, normalmente semidesnudos, se agarran a trompadas delante de un público, pero eso que tanto asco provoca hoy en el mundo vegano, realidad light y buena onda quedó bautizado en la prosa del gran A. J. Liebling como “la dulce ciencia” y en sus fondos resguarda al menos muchas de las reflexiones de la razón en medio de tanta sinrazón, desde el hambre como adrenalina para ganarse la vida hasta la mancillada dignidad de quién pone a prueba hasta el último gramo de su fuerza hasta que alguien tire la toalla en su abono o el universo entero lo deja noqueado sobre la piel de su propia biografía.
Muhammad Ali se compró casas y coches, tuvo mujeres diversas y se volvió un icono raro en distintos escenarios. Se le ve como Rey del África y protagonista de buenos documentales, se queda en las fotografías que lo congelan en un tiempo que poco a poco se va quedando en blanco y negro en este mundo que ya cabe en pantallas planas de cualquier tamaño, pero hoy que vive ya el amanecer de su leyenda eterna, valdría la pena guardarle el silencio al menos por dos detalles asombrosos: entre los muchos placeres que se ganó con los puños, Ali se compró una grabadora y dejó para la posteridad un inmenso archivo de conversaciones consigo mismo y con su hija, llamadas telefónicas que él mismo se grababa (sabiendo que desde joven había sido grabado-espiado por la CIA, el FBI y quien sabe cuántas otras mafias) y todo ese material sirvió como música de fondo de un entrañable documental donde el espectador descubre a un padre amoroso, un inmenso oso que en el fondo destila ternura y un anciano contra su imbatible voluntad que ante al asombro de la realidad, el pétalo de una flor desconocida o el paisaje visto desde lejos, sólo se le ocurre buscarle rimas e intentar atrapar con las manos (envueltas en guantes que parecería que no estorban las yemas de sus dedos) eso que llaman poesía.
El otro detalle es jamás olvidar y citar cada vez que se pueda que Muhammad Ali tuvo que dirigirse a una multitud durante un improvisado mitin en medio de la turbulenta época de tantos disturbios, desatadas iras y multiplicación de confusiones. El resultado es quizá el discurso más breve de la historia. Frente al micrófono (una vez que amainó el ruido multitudinario que parecía implacable) el hijo de esclavos que desde niño hablaba en rimas, el más grande de todos los tiempos, abrió las aguas de un inmenso mar para transmitirle a la multitud la unidad que formamos todos, tan sólo diciendo a media voz, como murmullo: Me. We. A no pocos políticos, intelectuales, artistas, empresarios, maestros o ministros de todo credo les vendrá bien aprenderse ese discurso y jamás olvidar que hubo al menos uno de los héroes de un pasado que se esfuma que en medio de tantos gritos supo rimar el aforismo donde Todos somos Yo.