El Bronx: una entrada al infierno en el centro de Bogotá
La policía y el Ejército desmantelan uno de los mayores mercados de la droga de Colombia
Ana Marcos
Bogotá, El País
Aquí huele a sangre. Es la sangre seca pegada a los escalones que dibuja un camino macabro hasta la tercera planta donde funcionaba una sala de tortura. Huele a excrementos de perros encerrados a los que alimentaban con carne humana. Y huele a hombres y mujeres que compartieron durante demasiado tiempo esta angosta casa del Bronx de Bogotá. El edificio, ahora vacío, pasa desapercibido en las tres calles (algo más de 9.000 metros cuadrados) que se habían convertido en uno de los mayores mercados de droga -y lo que se demandara a cambio de dinero- de Colombia y de una capital sudamericana. “Aquí se podía conseguir hasta un riñón”, confiesa uno de sus habitantes.
A las cuatro de la mañana del sábado 28 de mayo el Bronx dejó de existir. Más de 2.000 policías de distintas unidades (incluidos equipos de asalto) con la colaboración del Ejército reconquistaron la zona, a pocos metros de la Alcaldía de Bogotá, de la Casa de Nariño, la residencia presidencial, y pegada a un acuartelamiento militar. Por primera vez, desde finales de los años noventa, cuando se creó esta olla (el nombre que reciben en Colombia), hombres uniformados pisaban su suelo. Llevaban cuatro meses preparándose.
La Fuerza Pública entró con escudos y armamento, bloquearon las vías de acceso y unas 1.900 personas quedaron retenidas. “No quisieron pelearnos, aunque sabíamos que tenían material pesado para defenderse”, dice el comandante Giovanni Cristancho, del Comando de Operaciones Especiales, presente en el operativo. “Nos lanzaron algunas bombas molotov y tenían preparados baldes con bolsas de excrementos y pinturas”. En el asalto se confiscaron 30 armas de asalto, 11 no letales y cinco granadas. Sobre las cuatro de la tarde, los últimos indigentes salieron del Bronx después de que la policía los identificara uno a uno. Los ganchos o estructuras criminales que controlaban el sector recibieron un duro golpe, pero no han desaparecido. En ese momento comenzaron a emerger los misterios que se escondían bajo las banderolas y los puestos de lona que ocultaban este territorio.
El Bronx es ahora un pequeño pueblo fantasma custodiado día y noche por las autoridades, pero durante casi dos décadas ha sido la casa diaria de 3.000 personas de todos los estratos sociales, unas 5.000 los fines de semana. En las calles, sin asfaltar, hay restos de las maderas y los toldos de las taquillas, los puestos donde se vendían al aire libre el bazuco o crack (la pasta base de la cocaína), por algo más de un dólar. El mercado funcionaba 24 horas, siete días a la semana. En una jornada se movían 130 millones de pesos (41.000 de dólares) de ganancias del narcotráfico. El sábado se requisaron 105.900 dosis de estupefacientes. Los equipos de limpieza han sacado desde entonces 131 toneladas de basura, “más que la que produce un municipio de 10.000 habitantes en un mes”, en palabras de uno de los responsables del dispositivo.
En estas dos calles hay lugares parecidos a los hoteles, casas para descansar por 4.000 pesos (algo más de un dólar) la hora. En uno de estos edificios, bajo la basura, la policía halló uno de los túneles que se usaban para mover dinero, armas y droga sin levantar sospecha. La connivencia de algunos policías ayudó a que durante décadas se conformara “la república independiente del crimen en el centro de Bogotá”, como denomina a la zona Enrique Peñalosa, alcalde de la capital y responsable del operativo. “Hay manzanas podridas que atentan contra la institucionalidad”, reconoció el presidente de Colombia Juan Manuel Santos. Esta era la herencia del Cartucho, la olla que antecedía al Bronx. Y la de los gerentes de la ciudad.
Los edificios están mordidos por el tiempo. Las ventanas no tienen marcos ni cristales. Las fachadas que no están cubiertas de pintadas, son las grietas que desvelan lo que sucedía en el interior de las casas. “Se va demoler todo y se incorporará al espacio público”, apunta Richard Vargas, director del Instituto Distrital de Gestión de Riesgos. Uno de los grafitis que se mantiene intacto es la cara de Javier de Nicolo, el padre que trabajó durante más de 40 años con los habitantes de la calles de Bogotá. “Un poco de humanidad en este lugar”, dice una de las técnicas del ayuntamiento.
Hasta que los cimientos del Bronx desaparezcan, ropa, libros, diarios y cuadernos escritos a mano, juguetes, cuadros y fotografías esperan a sus dueños. Es el rastro de quienes intentaban vivir con normalidad en el infierno porque al otro lado de las endebles paredes podía estar un laboratorio de droga, una sala de consumo o un agujero donde desaparecían personas. Estas tres calles eran el hogar de drogodependientes, narcos, vendedores y de los sayayines, la seguridad privada de las tres bandas que se repartían el territorio. Hasta 150 hombres armados ejercían la ley del más fuerte. “Al que no pagaba se le daba una paliza, lo siguiente era la casa de pique”, cuenta Eusebio Díaz, de 61 años y visitante habitual de la olla, refiriéndose a las zonas en las que los perros y otros animales acababan con los restos.
La visita termina en una discoteca. El edificio está sellado. Lo único que se sabe por el momento es que era el destino de cientos de jóvenes. Algunos llegaban hasta aquí para probar la fiesta. Las niñas tenían peor suerte. De los 136 menores que la alcaldía encontró el día del asalto, 77 eran mujeres que, obligadas o por decisión propia, se prostituían a cambio de bazuco.
Estos chicos y chicas están siendo atendidos el Instituto de Bienestar Familiar. Los indigentes que vivían o visitaban la olla reciben ayuda de la Secretaría de Integridad Social de Bogotá solo si la solicitan. Más de mil personas han pasado por centros de acogida desde el sábado. Reciben asistencia psicosocial, comida y pueden asearse. Si deciden quedarse entran en un programa de resocialización de hasta nueve meses. “Solo el 15% lo termina”, asegura Miriam Stella Cantor, subdirectora para la adultez. Los que la rechazaron sobreviven en las calles aledañas donde tras la toma de la olla se registraron disturbios con la policía. Muchos de ellos siguen a la espera de que el Bronx, como pasó con el Cartucho, se vuelva a organizar en otra esquina.
Ana Marcos
Bogotá, El País
Aquí huele a sangre. Es la sangre seca pegada a los escalones que dibuja un camino macabro hasta la tercera planta donde funcionaba una sala de tortura. Huele a excrementos de perros encerrados a los que alimentaban con carne humana. Y huele a hombres y mujeres que compartieron durante demasiado tiempo esta angosta casa del Bronx de Bogotá. El edificio, ahora vacío, pasa desapercibido en las tres calles (algo más de 9.000 metros cuadrados) que se habían convertido en uno de los mayores mercados de droga -y lo que se demandara a cambio de dinero- de Colombia y de una capital sudamericana. “Aquí se podía conseguir hasta un riñón”, confiesa uno de sus habitantes.
A las cuatro de la mañana del sábado 28 de mayo el Bronx dejó de existir. Más de 2.000 policías de distintas unidades (incluidos equipos de asalto) con la colaboración del Ejército reconquistaron la zona, a pocos metros de la Alcaldía de Bogotá, de la Casa de Nariño, la residencia presidencial, y pegada a un acuartelamiento militar. Por primera vez, desde finales de los años noventa, cuando se creó esta olla (el nombre que reciben en Colombia), hombres uniformados pisaban su suelo. Llevaban cuatro meses preparándose.
La Fuerza Pública entró con escudos y armamento, bloquearon las vías de acceso y unas 1.900 personas quedaron retenidas. “No quisieron pelearnos, aunque sabíamos que tenían material pesado para defenderse”, dice el comandante Giovanni Cristancho, del Comando de Operaciones Especiales, presente en el operativo. “Nos lanzaron algunas bombas molotov y tenían preparados baldes con bolsas de excrementos y pinturas”. En el asalto se confiscaron 30 armas de asalto, 11 no letales y cinco granadas. Sobre las cuatro de la tarde, los últimos indigentes salieron del Bronx después de que la policía los identificara uno a uno. Los ganchos o estructuras criminales que controlaban el sector recibieron un duro golpe, pero no han desaparecido. En ese momento comenzaron a emerger los misterios que se escondían bajo las banderolas y los puestos de lona que ocultaban este territorio.
El Bronx es ahora un pequeño pueblo fantasma custodiado día y noche por las autoridades, pero durante casi dos décadas ha sido la casa diaria de 3.000 personas de todos los estratos sociales, unas 5.000 los fines de semana. En las calles, sin asfaltar, hay restos de las maderas y los toldos de las taquillas, los puestos donde se vendían al aire libre el bazuco o crack (la pasta base de la cocaína), por algo más de un dólar. El mercado funcionaba 24 horas, siete días a la semana. En una jornada se movían 130 millones de pesos (41.000 de dólares) de ganancias del narcotráfico. El sábado se requisaron 105.900 dosis de estupefacientes. Los equipos de limpieza han sacado desde entonces 131 toneladas de basura, “más que la que produce un municipio de 10.000 habitantes en un mes”, en palabras de uno de los responsables del dispositivo.
En estas dos calles hay lugares parecidos a los hoteles, casas para descansar por 4.000 pesos (algo más de un dólar) la hora. En uno de estos edificios, bajo la basura, la policía halló uno de los túneles que se usaban para mover dinero, armas y droga sin levantar sospecha. La connivencia de algunos policías ayudó a que durante décadas se conformara “la república independiente del crimen en el centro de Bogotá”, como denomina a la zona Enrique Peñalosa, alcalde de la capital y responsable del operativo. “Hay manzanas podridas que atentan contra la institucionalidad”, reconoció el presidente de Colombia Juan Manuel Santos. Esta era la herencia del Cartucho, la olla que antecedía al Bronx. Y la de los gerentes de la ciudad.
Los edificios están mordidos por el tiempo. Las ventanas no tienen marcos ni cristales. Las fachadas que no están cubiertas de pintadas, son las grietas que desvelan lo que sucedía en el interior de las casas. “Se va demoler todo y se incorporará al espacio público”, apunta Richard Vargas, director del Instituto Distrital de Gestión de Riesgos. Uno de los grafitis que se mantiene intacto es la cara de Javier de Nicolo, el padre que trabajó durante más de 40 años con los habitantes de la calles de Bogotá. “Un poco de humanidad en este lugar”, dice una de las técnicas del ayuntamiento.
Hasta que los cimientos del Bronx desaparezcan, ropa, libros, diarios y cuadernos escritos a mano, juguetes, cuadros y fotografías esperan a sus dueños. Es el rastro de quienes intentaban vivir con normalidad en el infierno porque al otro lado de las endebles paredes podía estar un laboratorio de droga, una sala de consumo o un agujero donde desaparecían personas. Estas tres calles eran el hogar de drogodependientes, narcos, vendedores y de los sayayines, la seguridad privada de las tres bandas que se repartían el territorio. Hasta 150 hombres armados ejercían la ley del más fuerte. “Al que no pagaba se le daba una paliza, lo siguiente era la casa de pique”, cuenta Eusebio Díaz, de 61 años y visitante habitual de la olla, refiriéndose a las zonas en las que los perros y otros animales acababan con los restos.
La visita termina en una discoteca. El edificio está sellado. Lo único que se sabe por el momento es que era el destino de cientos de jóvenes. Algunos llegaban hasta aquí para probar la fiesta. Las niñas tenían peor suerte. De los 136 menores que la alcaldía encontró el día del asalto, 77 eran mujeres que, obligadas o por decisión propia, se prostituían a cambio de bazuco.
Estos chicos y chicas están siendo atendidos el Instituto de Bienestar Familiar. Los indigentes que vivían o visitaban la olla reciben ayuda de la Secretaría de Integridad Social de Bogotá solo si la solicitan. Más de mil personas han pasado por centros de acogida desde el sábado. Reciben asistencia psicosocial, comida y pueden asearse. Si deciden quedarse entran en un programa de resocialización de hasta nueve meses. “Solo el 15% lo termina”, asegura Miriam Stella Cantor, subdirectora para la adultez. Los que la rechazaron sobreviven en las calles aledañas donde tras la toma de la olla se registraron disturbios con la policía. Muchos de ellos siguen a la espera de que el Bronx, como pasó con el Cartucho, se vuelva a organizar en otra esquina.