Ali: el rey del mundo

El boxeador era una especie de magia, una esquizofrenia consciente, una energía tan ambigua como potente y arolladoramente seductora

John Carlin
El País
El boxeo no me interesó antes de Muhammad Ali ni me interesó después pero fue —es— el ídolo de mi vida. Recuerdo la primera vez que me enteré de su existencia como si fuera ayer. Fue en 1964, cuando yo tenía siete años, al leer un artículo de un diario argentino, el Buenos Aires Herald, publicado a dos columnas al lado derecho de la última página. Lo veo ahora. Veo la foto, con él mirando a la cámara, sudoroso y extasiado; veo el titular, anunciando que era el nuevo campeón mundial de los pesos pesados tras derrotar al aparentemente invencible Sonny Liston; y veo el texto, citando sus primeras palabras en el ring después de que Liston se negase a salir a pelear al comienzo del séptimo round tras la paliza que le había dado Ali en el sexto. “I shook up the world!”. Sacudí al mundo. “I am the prettiest!”. Soy el más guapo. “I am the greatest!”. Soy el más grande.


Desde aquel día vi todas sus peleas, deseando que ganase como jamás he deseado que nadie nunca ganara nada, pero no fue hasta que cumplí 13 años cuando descifré lo que me había pasado con este hombre de un país que no era el mío, de una raza con la que no había tenido ningún contacto personal. Mi padre había intentado convencerme que la gente más admirable era la más inteligente y erudita. Él era muy fan de Harold Wilson, el entonces primer ministro británico y gran cerebro que había sacado brillantes notas en la Universidad de Oxford.

Tuve mi momento de revelación y de rebeldía a aquellos 13 años cuando vi una larga entrevista con Ali en la BBC y entendí que Wilson era un enano junto a él. Era de noche y me quedé hipnotizado de principio a fin. Tenía un tremendo sentido del humor y tanto yo como el público que juntó la BBC para presenciar la entrevista en directo nos partíamos de la risa. Rápido e ingenioso en sus respuestas, de repente soltaba un poema que él había compuesto proclamando su propia gloria. Pero con sus ojos, con su sonrisa, con sus muecas nos hacía cómplices de su fanfarronería. Como que nos estaba diciendo: no me tomen en serio, pero tómenme en serio. Estoy interpretando el papel de Muhammad Ali, pero este es el auténtico Muhammad Ali. Me río de mí mismo pero cuando digo que soy “the greatest” también me lo creo, y más vale que os lo creáis vosotros. Era una especie de magia, una esquizofrenia consciente, una energía tan ambigua como potente, y arolladoramente seductora.

Ali era la definición del carisma; era el carisma hecho carne —equiparable a una figura de leyenda como el Aquiles de Homero, o histórica como Napoleón, o Bolívar, o Garibaldi—. Su único rival contemporáneo, para mí, ha sido Nelson Mandela, pero lo conocí cuando yo era ya adulto y mi visión de él pasó por un filtro cerebral. Ali me llegó a las vísceras, directo como un golpe al estómago.

¿Qué es el carisma? El carisma es una luz que se transmite a partir de una colosal confianza en uno mismo, de saber, sin la más remota duda y mucho, mucho más allá de mezquindades como la altanería o su hermana gemela, la inseguridad, que uno es grande y especial. Ali creó un grandioso personaje y, con enorme generosidad, se lo regaló al mundo.

Soy un fanático del deporte y he presenciado grandísimos partidos y extraordinarias hazañas pero nada, nada que compare con la pelea entre Ali y George Foreman el 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, Zaire. Yo tenía 18 años. En Londres, donde vivía, solo se podia ver la pelea en vivo yendo a las dos de la mañana a un cine en Brixton, un barrio que en aquel entonces era una especie de gueto poblado mayoritariemente por negros y que, quizá injustamente, tenía fama de ser peligroso. La entrada me costó todo el dinero que tenía ahorrado tras trabajar durante las vacaciones de verano en una fábrica. Nunca hice una mejor inversión.

Foreman, un monstruo, entró al ring primero. Daba miedo verle. Había aniquilado en un round a rivales que Ali había sufrido en 15 para derrotar. Sus bíceps eran más anchos que los muslos de Ali. Empezó la pelea y durante los cuatro primeros rounds Ali se atrincheró contra las cuerdas, cubriéndose la cabeza con los guantes, recibiendo un golpe brutal tras otro en el abdomen sin devolver ninguno. Todos en el cine, parecía que todos negros menos yo, estabamos desolados. Esto era una masacre. El quinto round empezó igual pero de repente, cuando todo parecía perdido, emergió el fénix de las cenizas. Ali empezó a boxear como solo él sabía, bailando. Flotando como una mariposa, picando como una abeja. Un golpe con la izquierda le retorció la cabeza a Foreman y una gota gruesa de sudor saltó de su rostro, salpicando el suelo. En el cine nos pusimos todos de pie. Cuando cayó Foreman a la lona en el octavo y el árbitro contó a diez, con Foreman incapaz de levantarse, el rugido en Brixton se habría oído en el Congo. No conocía a nadie a mi alrededor pero nos abrazamos todos como hermanos.

He visto jugar a Pelé y a Maradona, a Tiger Woods, a Federer y a Nadal, a Cristiano Ronaldo y a Leo Messi. Ellos pertenecen al deporte. Ali pertenece a todos. “¡Soy el rey del mundo!”, clamaba, y era verdad. No solo nadie redefinió el deporte como Ali sino que nadie lo trascendio como él. Fue un gigante, una fuerza elemental de la naturaleza, un huracán humano. Falleció tras batallar en la penumbra durante tres décadas contra su enemigo más implacable, la enfermedad de Parkinson. Pero para mí, y para muchísimos más de todas las razas y todas las creencias en todos los rincones de la tierra que tuvimos la fortuna de vivir en sus años de gloria, es inmortal.

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