El pacto migratorio UE-Turquía alimenta la actividad de las mafias
Cada día se ahogan en el Mediterráneo diez migrantes en su intento de llegar a Europa
María Antonia Sánchez-Vallejo
Madrid, El País
Cruzar el Mediterráneo, a través de las tres rutas tradicionales (Estrecho de Gibraltar, Libia-Sicilia, Mediterráneo oriental), se ha revelado una empresa mortal. En lo que va de año, 1.357 refugiados e inmigrantes económicos han muerto o desaparecido en sus aguas, según datos de mediados de mayo de la Organización Mundial de las Migraciones (IOM, en sus siglas inglesas) y Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados; de ellos, alrededor de 500 eran menores. Sólo en el cruce de Libia a Italia han fallecido 976, lo que equivale a uno de cada 30 que lo intentan, u ocho al día, en cálculos de la ONG Médicos Sin Fronteras. IOM eleva a diez el promedio diario de ahogados entre quienes intentan llegar a Europa.
Tras cada uno de los naufragios y de las muertes hay mafias, redes de tráfico de personas que en Europa movieron 5.000 millones de euros el año pasado según Europol (y sólo en Turquía, cerca de 6.000 millones en el mismo periodo, según fuentes oficiosas). A mayores dificultades de paso o viaje, como el práctico sellado del Egeo por la triple misión de la OTAN, Frontex y los guardacostas locales, más pingües los beneficios para los criminales. Tras el cierre de la ruta balcánica, a primeros de marzo, una familia de refugiados sirios de cuatro miembros se vio obligada a pagar 12.000 euros para llegar a Alemania desde el campamento griego de Idomeni, donde estaban confinados en el barro, en indignas condiciones de vida. Es decir, los refugiados sirios tuvieron que desembolsar prácticamente la misma cantidad que un afgano cualquiera en 2015 (alrededor de 15.000 euros) por dejar atrás a los señores de la guerra, o los ataques talibanes, y llegar a una isla griega. La ley de la oferta y la demanda, macabra y azarosa, se supera a sí misma en este éxodo. Cabe recordar que los afganos, que en 2015 supusieron alrededor del 25% del millón largo de llegadas a la UE, han quedado desprovistos del derecho a protección internacional en virtud del pacto migratorio UE-Turquía. Muchos de ellos son además hazaras, una etnia en la diana de los radicales.
Refugio del sonido: música solidaria
EL PAÍS, Berklee College of Music y Casa Limón lanzan Refugio del Sonido, cuatro libro-discos cuyo beneficio se destinará a Médicos sin Fronteras y a su labor con los refugiados. Cada uno de los discos lleva el nombre de un mar: Egeo, Adriático, de Libia y Jónico. Este domingo, segunda entrega con EL PAÍS por 2,95 euros.
Con el blindaje del noreste del Egeo —muy parecido al que años atrás selló el estrecho de Gibraltar, en buena parte también gracias a la intervención de Frontex—, y la caída en un 85% de las llegadas, se abren nuevas rutas, a menudo mucho más peligrosas que las originales. Decenas de migrantes varados en Grecia intentan también el paso por Bulgaria —donde proliferan patrióticos cazadores de inmigrantes— y, muy pocos, por Albania, porque la mayoría acaban siendo rechazados. No faltan los barcos que desde Turquía circunnavegan el Peloponeso rumbo a Italia, o a otras islas griegas más lejanas. Nunca faltará una ruta, real o imaginaria, para escapar de la guerra o el hambre, ni un coyote dispuesto a satisfacer, previo pago, la huida.
Un éxodo que dura meses
La muerte del pequeño Aylan Kurdi, cuyo cadáver apareció de bruces sobre una playa turca a primeros de septiembre, fue un revulsivo para las conciencias de Occidente, ajenas hasta entonces a un éxodo que ya duraba meses, pero sobre todo puso en el disparadero a los dirigentes de los Veintiocho. El frustrado sistema de cuotas para reubicar a los refugiados y, a la postre, el pacto con Turquía, fueron el correlato político y administrativo del impacto emocional de la tragedia. Pero antes del niño Aylan, ha habido cientos como él; porque suponer, como ha hecho recientemente la canciller alemana, que con la aplicación del pacto migratorio la sangría mortal va a detenerse —Merkel subrayó, como prueba de la eficacia del acuerdo, que desde el 20 de marzo sólo se han ahogado siete migrantes en el Mediterráneo oriental—, es no conocer la historia. Una historia escrita con lágrimas en cada una de las lápidas que ponen punto final a la desesperada huida de miles de seres humanos, de Tarifa a Lesbos, de Calais a Lampedusa.
Más de 1.250 hombres, mujeres y niños yacen desde 2014 en tumbas sin nombre en cementerios improvisados en Turquía, Grecia e Italia. La isla griega de Lesbos se vio obligada en octubre pasado a habilitar un segundo camposanto porque el tradicional estaba a rebosar de cuerpos, y se sucedían los naufragios masivos, y la morgue del hospital local no daba abasto. Algunas de las lápidas de estos muertos sin nombre se remontan a 2007 y 2008.
María Antonia Sánchez-Vallejo
Madrid, El País
Cruzar el Mediterráneo, a través de las tres rutas tradicionales (Estrecho de Gibraltar, Libia-Sicilia, Mediterráneo oriental), se ha revelado una empresa mortal. En lo que va de año, 1.357 refugiados e inmigrantes económicos han muerto o desaparecido en sus aguas, según datos de mediados de mayo de la Organización Mundial de las Migraciones (IOM, en sus siglas inglesas) y Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados; de ellos, alrededor de 500 eran menores. Sólo en el cruce de Libia a Italia han fallecido 976, lo que equivale a uno de cada 30 que lo intentan, u ocho al día, en cálculos de la ONG Médicos Sin Fronteras. IOM eleva a diez el promedio diario de ahogados entre quienes intentan llegar a Europa.
Tras cada uno de los naufragios y de las muertes hay mafias, redes de tráfico de personas que en Europa movieron 5.000 millones de euros el año pasado según Europol (y sólo en Turquía, cerca de 6.000 millones en el mismo periodo, según fuentes oficiosas). A mayores dificultades de paso o viaje, como el práctico sellado del Egeo por la triple misión de la OTAN, Frontex y los guardacostas locales, más pingües los beneficios para los criminales. Tras el cierre de la ruta balcánica, a primeros de marzo, una familia de refugiados sirios de cuatro miembros se vio obligada a pagar 12.000 euros para llegar a Alemania desde el campamento griego de Idomeni, donde estaban confinados en el barro, en indignas condiciones de vida. Es decir, los refugiados sirios tuvieron que desembolsar prácticamente la misma cantidad que un afgano cualquiera en 2015 (alrededor de 15.000 euros) por dejar atrás a los señores de la guerra, o los ataques talibanes, y llegar a una isla griega. La ley de la oferta y la demanda, macabra y azarosa, se supera a sí misma en este éxodo. Cabe recordar que los afganos, que en 2015 supusieron alrededor del 25% del millón largo de llegadas a la UE, han quedado desprovistos del derecho a protección internacional en virtud del pacto migratorio UE-Turquía. Muchos de ellos son además hazaras, una etnia en la diana de los radicales.
Refugio del sonido: música solidaria
EL PAÍS, Berklee College of Music y Casa Limón lanzan Refugio del Sonido, cuatro libro-discos cuyo beneficio se destinará a Médicos sin Fronteras y a su labor con los refugiados. Cada uno de los discos lleva el nombre de un mar: Egeo, Adriático, de Libia y Jónico. Este domingo, segunda entrega con EL PAÍS por 2,95 euros.
Con el blindaje del noreste del Egeo —muy parecido al que años atrás selló el estrecho de Gibraltar, en buena parte también gracias a la intervención de Frontex—, y la caída en un 85% de las llegadas, se abren nuevas rutas, a menudo mucho más peligrosas que las originales. Decenas de migrantes varados en Grecia intentan también el paso por Bulgaria —donde proliferan patrióticos cazadores de inmigrantes— y, muy pocos, por Albania, porque la mayoría acaban siendo rechazados. No faltan los barcos que desde Turquía circunnavegan el Peloponeso rumbo a Italia, o a otras islas griegas más lejanas. Nunca faltará una ruta, real o imaginaria, para escapar de la guerra o el hambre, ni un coyote dispuesto a satisfacer, previo pago, la huida.
Un éxodo que dura meses
La muerte del pequeño Aylan Kurdi, cuyo cadáver apareció de bruces sobre una playa turca a primeros de septiembre, fue un revulsivo para las conciencias de Occidente, ajenas hasta entonces a un éxodo que ya duraba meses, pero sobre todo puso en el disparadero a los dirigentes de los Veintiocho. El frustrado sistema de cuotas para reubicar a los refugiados y, a la postre, el pacto con Turquía, fueron el correlato político y administrativo del impacto emocional de la tragedia. Pero antes del niño Aylan, ha habido cientos como él; porque suponer, como ha hecho recientemente la canciller alemana, que con la aplicación del pacto migratorio la sangría mortal va a detenerse —Merkel subrayó, como prueba de la eficacia del acuerdo, que desde el 20 de marzo sólo se han ahogado siete migrantes en el Mediterráneo oriental—, es no conocer la historia. Una historia escrita con lágrimas en cada una de las lápidas que ponen punto final a la desesperada huida de miles de seres humanos, de Tarifa a Lesbos, de Calais a Lampedusa.
Más de 1.250 hombres, mujeres y niños yacen desde 2014 en tumbas sin nombre en cementerios improvisados en Turquía, Grecia e Italia. La isla griega de Lesbos se vio obligada en octubre pasado a habilitar un segundo camposanto porque el tradicional estaba a rebosar de cuerpos, y se sucedían los naufragios masivos, y la morgue del hospital local no daba abasto. Algunas de las lápidas de estos muertos sin nombre se remontan a 2007 y 2008.