ANÁLISIS / Pasando factura a Hollande
El presidente está políticamente acabado y el Partido Socialista al borde de una ruptura
Sami Naïr
El País
Es duro asistir en vivo, diariamente, a la autodestrucción de la izquierda francesa. Nunca la oposición entre las fuerzas sindicales de izquierdas más importantes, la CGT y la Fuerza Obrera, y un Gobierno oficialmente de izquierda ha sido tan tajante y violenta. Ni siquiera en las peores épocas de los últimos Gobiernos de derecha, la situación había sido tan tensa. Es imposible entender totalmente por qué, a unos meses de las próximas presidenciales, el presidente y su primer ministro se empeñan en prolongar esa batalla sobre la reforma del mercado laboral impuesta por Bruselas. Los sindicatos que la rechazan quieren otro texto, con plazos y contenidos menos brutales y más equilibrados.
Dentro de la clase política francesa se están considerando los escenarios más sorprendentes: el presidente, al provocar este enfrentamiento sin precedente en el pasado, ¿está preparando unas elecciones legislativas anticipadas para seguir gobernando con un primer ministro de derecha, sea Sarkozy o Juppé, y volver a presentarse como un candidato de consenso entre la derecha, el centro y un partido socialista recompuesto en torno de su eje más neoliberal? Parece arriesgado, pues la derecha, como se dice en francés, no “le va a servir la sopa” para salvarlo.
¿Puede ser que François Hollande, fiel defensor del liberalismo social, lo dé todo por terminado y pretenda dejar huella como un presidente que hubiera querido una Francia “reformada”? Lo que es seguro es que con esa batalla lo pierde todo: si retira la reforma se desacreditará y si la mantiene parecerá rehén de su primer ministro, Manuel Valls, cuyo objetivo son las presidenciales de 2021. O aún más simple, ¿ninguno de los dos controla la situación actual y Francia ha entrado en uno de esos periodos de explosiones sociales cuyos secretos, en Europa, son propios de ella?
Dos cosas parecen ahora ciertas: primero, el presidente está políticamente acabado y el Partido Socialista está al borde de una ruptura interna que podría desembocar en una refundación de la izquierda en torno de dos fuerzas: una social-liberal y otra que embarque a un bloque de izquierdas cuyas premisas se ven hoy en las calles. Pues es difícil pensar que el partido socialista pueda continuar mucho tiempo más en sus condiciones actuales. Algo debe ocurrir en su seno.
Segundo, todos los cálculos que unos y otros están realizando no tienen en cuenta, en realidad, que la única fuerza que se desarrolla tranquilamente es el Frente Nacional de Marine Le Pen. Es poco probable que este partido pueda ganar las presidenciales, pero sí podría coaccionar a cualquier Gobierno futuro de Francia, bien participando en él, en caso de victoria de Nicolas Sarkozy, o desde fuera, en caso de la de Alain Juppé (que rechaza gobernar con la extrema derecha). Pero sea cual sea la salida de la situación actual, Hollande lo tendrá muy difícil para restablecer su credibilidad. Haber sido elegido por defecto en 2012 y con un programa de izquierda que no era el suyo, le pasa factura ahora.
Sami Naïr
El País
Es duro asistir en vivo, diariamente, a la autodestrucción de la izquierda francesa. Nunca la oposición entre las fuerzas sindicales de izquierdas más importantes, la CGT y la Fuerza Obrera, y un Gobierno oficialmente de izquierda ha sido tan tajante y violenta. Ni siquiera en las peores épocas de los últimos Gobiernos de derecha, la situación había sido tan tensa. Es imposible entender totalmente por qué, a unos meses de las próximas presidenciales, el presidente y su primer ministro se empeñan en prolongar esa batalla sobre la reforma del mercado laboral impuesta por Bruselas. Los sindicatos que la rechazan quieren otro texto, con plazos y contenidos menos brutales y más equilibrados.
Dentro de la clase política francesa se están considerando los escenarios más sorprendentes: el presidente, al provocar este enfrentamiento sin precedente en el pasado, ¿está preparando unas elecciones legislativas anticipadas para seguir gobernando con un primer ministro de derecha, sea Sarkozy o Juppé, y volver a presentarse como un candidato de consenso entre la derecha, el centro y un partido socialista recompuesto en torno de su eje más neoliberal? Parece arriesgado, pues la derecha, como se dice en francés, no “le va a servir la sopa” para salvarlo.
¿Puede ser que François Hollande, fiel defensor del liberalismo social, lo dé todo por terminado y pretenda dejar huella como un presidente que hubiera querido una Francia “reformada”? Lo que es seguro es que con esa batalla lo pierde todo: si retira la reforma se desacreditará y si la mantiene parecerá rehén de su primer ministro, Manuel Valls, cuyo objetivo son las presidenciales de 2021. O aún más simple, ¿ninguno de los dos controla la situación actual y Francia ha entrado en uno de esos periodos de explosiones sociales cuyos secretos, en Europa, son propios de ella?
Dos cosas parecen ahora ciertas: primero, el presidente está políticamente acabado y el Partido Socialista está al borde de una ruptura interna que podría desembocar en una refundación de la izquierda en torno de dos fuerzas: una social-liberal y otra que embarque a un bloque de izquierdas cuyas premisas se ven hoy en las calles. Pues es difícil pensar que el partido socialista pueda continuar mucho tiempo más en sus condiciones actuales. Algo debe ocurrir en su seno.
Segundo, todos los cálculos que unos y otros están realizando no tienen en cuenta, en realidad, que la única fuerza que se desarrolla tranquilamente es el Frente Nacional de Marine Le Pen. Es poco probable que este partido pueda ganar las presidenciales, pero sí podría coaccionar a cualquier Gobierno futuro de Francia, bien participando en él, en caso de victoria de Nicolas Sarkozy, o desde fuera, en caso de la de Alain Juppé (que rechaza gobernar con la extrema derecha). Pero sea cual sea la salida de la situación actual, Hollande lo tendrá muy difícil para restablecer su credibilidad. Haber sido elegido por defecto en 2012 y con un programa de izquierda que no era el suyo, le pasa factura ahora.