Una ratonera a cielo abierto
El campo de refugiados de Idomeni está desbordado por el cierre de las fronteras balcánicas
María Antonia Sánchez-Vallejo
Idomeni (Frontera greco-macedonia), El País
Del tropel de imágenes que a diario genera la crisis migratoria, pocas tan ilustrativas como la barrera formada por centenares de niños, mujeres y algún anciano —algunos, con flores de almendro en la mano; todos, con el desapego de los condenados—, que este jueves cortó el paso al mercancías que pasa por Idomeni rumbo a la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM). Fue, más que una protesta, un espontáneo gesto de cansancio. Porque la paciencia es un bien escaso, casi nulo, en el campamento de refugiados donde malgastan su esperanza 11.000 seres humanos —cada día que pasa, varios cientos más que el previo—, 11.000 almas reducidas a cifras por las estadísticas, y casi cosificadas en el gigantesco plató en que se ha convertido el lugar. En toda Grecia, son ya 30.000 los atrapados.
Los eslóganes de la protesta (“Merkel, ayúdanos”, “la UE es el nuevo Hitler” o “abran las fronteras”) no sonaban a grito de guerra sino de desesperanza, o cuando menos a la constatación de una evidencia casi empírica: Idomeni se ha vuelto una ratonera a cielo abierto. Tras el cierre en cadena de las fronteras balcánicas, Grecia asumió este miércoles que ha dejado de ser un país de tránsito para convertirse en lugar de acogida permanente. Una nación debilitada por la crisis que podría albergar a fin de mes 100.000 migrantes (un 1% de su población). O, como lo define con su habitual franqueza el exministro Yanis Varoufakis, un país reconvertido en “campo de concentración para refugiados”. El primer ministro, Alexis Tsipras, se reunirá este viernes con los líderes de los partidos políticos para analizar la situación.
Por eso no resultan extraños los raptos de desesperación, como la huelga de hambre que ha iniciado un grupo de jóvenes en el campo, o el intento de suicidio de una madre siria al ser separada de sus hijos, ya en FYROM; o, en fin, las pesadillas febriles de los miles de bebés, muchos de ellos nacidos durante este éxodo masivo. Son los que más preocupan a las ONG, pues el campo no cuenta con condiciones específicas de asistencia. “Falta leche maternizada e infantil, y escasean productos para los más pequeños, como pañales o portabebés”, señala Kiriakí Jionidu, coordinadora de la ONG Arsis, que trabaja con menores.
“Igual de preocupante es la situación de los miles de mujeres que viajan solas con sus niños; ellas son especialmente vulnerables al abuso o la discriminación; en una cola o una negociación siempre estarán en desventaja. En la carpa infantil [lugar de juegos del campamento] estamos dejando dormir a madres con bebés de días y embarazadas a término… Se supone que no está para eso, pero…”, añade. Bajo un cartelón que advierte en árabe a los padres que no pierdan de vista a los niños, otro voluntario de la ONG contacta telefónicamente con albergues en Salónica: “Tenemos tres niños no acompañados y una mujer de siete meses, hay que buscarles sitio…”.
Mayoría de mujeres y niños
El último cómputo de ACNUR (agencia de la ONU para los refugiados), con entradas a 1 de enero, sostiene que la mayoría absoluta de los refugiados son mujeres y niños (el 20% y el 36%, respectivamente). Del total general, el 46% son sirios procedentes de puntos tan calientes como Deir el Zor, Qamishli, Alepo o Raqa, ciudad mártir, como Hassan, que este jueves aguardaba en cuclillas con su hijo de tres años, hecho una bola de fuego por la fiebre. “¿Alguien me puede ayudar?”, preguntaba al albur. El dispensario de Médicos sin Fronteras (MSF) abre sus puertas a las seis de la mañana (de noche atiende urgencias), pero ni siquiera así da abasto; mujeres y menores de cinco años copan las consultas con diarreas, problemas respiratorios y los derivados de la falta de higiene. Sólo esta ONG destina a diario 50.000 euros a mejorar las condiciones del campo (tiendas, sacos de dormir y plazas para 4.000 refugiados, de los 1.500 iniciales, además de 34.000 comidas al día), pero, al igual que el resto de organizaciones, se ve desbordada por la afluencia masiva. Por los atestados caminos de Idomeni, que sólo embellece el perfil de los almendros en flor, empiezan a verse voluntarios de organizaciones musulmanas, como Islamic Relief, que ha enviado a su personal en Albania.
Resulta fácil distinguir a los pobladores veteranos de los recién llegados: estos acarrean voluminosos fardos de mantas, su posesión más preciada junto con los papeles con el sello de refugiado. Frank y Ashti, un matrimonio de Erbil, en el Kurdistán iraquí, hacían hoy a pie con sus dos hijas los últimos 10 kilómetros del viaje. “Milicianos de Daesh [Estado Islámico] me robaron el camión a punta de metralleta. Me quedé sin sustento, en medio de una violencia generalizada. No quiero eso para mis hijas. Por eso afrontamos la muerte en la barcaza que nos cruzó a Grecia, que volcó a unos metros de la costa. Por eso llevamos un mes y 13 días sin dormir en una cama”, cuenta.
Hay otro par de imágenes que describen bien Idomeni: las manos crispadas que agitan durante horas fajos de papeles ante el punto de registro de la policía —un trámite obligatorio para cruzar la frontera, y que en teoría prioriza según las circunstancias personales o familiares—, y los miles de piezas de ropa infantil, ya de desvaídos colores, tendidas en las verjas junto a un reguero de juguetes rotos. Un poco de humanidad, o de vida, en este gigantesco aparcamiento de personas.
María Antonia Sánchez-Vallejo
Idomeni (Frontera greco-macedonia), El País
Del tropel de imágenes que a diario genera la crisis migratoria, pocas tan ilustrativas como la barrera formada por centenares de niños, mujeres y algún anciano —algunos, con flores de almendro en la mano; todos, con el desapego de los condenados—, que este jueves cortó el paso al mercancías que pasa por Idomeni rumbo a la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM). Fue, más que una protesta, un espontáneo gesto de cansancio. Porque la paciencia es un bien escaso, casi nulo, en el campamento de refugiados donde malgastan su esperanza 11.000 seres humanos —cada día que pasa, varios cientos más que el previo—, 11.000 almas reducidas a cifras por las estadísticas, y casi cosificadas en el gigantesco plató en que se ha convertido el lugar. En toda Grecia, son ya 30.000 los atrapados.
Los eslóganes de la protesta (“Merkel, ayúdanos”, “la UE es el nuevo Hitler” o “abran las fronteras”) no sonaban a grito de guerra sino de desesperanza, o cuando menos a la constatación de una evidencia casi empírica: Idomeni se ha vuelto una ratonera a cielo abierto. Tras el cierre en cadena de las fronteras balcánicas, Grecia asumió este miércoles que ha dejado de ser un país de tránsito para convertirse en lugar de acogida permanente. Una nación debilitada por la crisis que podría albergar a fin de mes 100.000 migrantes (un 1% de su población). O, como lo define con su habitual franqueza el exministro Yanis Varoufakis, un país reconvertido en “campo de concentración para refugiados”. El primer ministro, Alexis Tsipras, se reunirá este viernes con los líderes de los partidos políticos para analizar la situación.
Por eso no resultan extraños los raptos de desesperación, como la huelga de hambre que ha iniciado un grupo de jóvenes en el campo, o el intento de suicidio de una madre siria al ser separada de sus hijos, ya en FYROM; o, en fin, las pesadillas febriles de los miles de bebés, muchos de ellos nacidos durante este éxodo masivo. Son los que más preocupan a las ONG, pues el campo no cuenta con condiciones específicas de asistencia. “Falta leche maternizada e infantil, y escasean productos para los más pequeños, como pañales o portabebés”, señala Kiriakí Jionidu, coordinadora de la ONG Arsis, que trabaja con menores.
“Igual de preocupante es la situación de los miles de mujeres que viajan solas con sus niños; ellas son especialmente vulnerables al abuso o la discriminación; en una cola o una negociación siempre estarán en desventaja. En la carpa infantil [lugar de juegos del campamento] estamos dejando dormir a madres con bebés de días y embarazadas a término… Se supone que no está para eso, pero…”, añade. Bajo un cartelón que advierte en árabe a los padres que no pierdan de vista a los niños, otro voluntario de la ONG contacta telefónicamente con albergues en Salónica: “Tenemos tres niños no acompañados y una mujer de siete meses, hay que buscarles sitio…”.
Mayoría de mujeres y niños
El último cómputo de ACNUR (agencia de la ONU para los refugiados), con entradas a 1 de enero, sostiene que la mayoría absoluta de los refugiados son mujeres y niños (el 20% y el 36%, respectivamente). Del total general, el 46% son sirios procedentes de puntos tan calientes como Deir el Zor, Qamishli, Alepo o Raqa, ciudad mártir, como Hassan, que este jueves aguardaba en cuclillas con su hijo de tres años, hecho una bola de fuego por la fiebre. “¿Alguien me puede ayudar?”, preguntaba al albur. El dispensario de Médicos sin Fronteras (MSF) abre sus puertas a las seis de la mañana (de noche atiende urgencias), pero ni siquiera así da abasto; mujeres y menores de cinco años copan las consultas con diarreas, problemas respiratorios y los derivados de la falta de higiene. Sólo esta ONG destina a diario 50.000 euros a mejorar las condiciones del campo (tiendas, sacos de dormir y plazas para 4.000 refugiados, de los 1.500 iniciales, además de 34.000 comidas al día), pero, al igual que el resto de organizaciones, se ve desbordada por la afluencia masiva. Por los atestados caminos de Idomeni, que sólo embellece el perfil de los almendros en flor, empiezan a verse voluntarios de organizaciones musulmanas, como Islamic Relief, que ha enviado a su personal en Albania.
Resulta fácil distinguir a los pobladores veteranos de los recién llegados: estos acarrean voluminosos fardos de mantas, su posesión más preciada junto con los papeles con el sello de refugiado. Frank y Ashti, un matrimonio de Erbil, en el Kurdistán iraquí, hacían hoy a pie con sus dos hijas los últimos 10 kilómetros del viaje. “Milicianos de Daesh [Estado Islámico] me robaron el camión a punta de metralleta. Me quedé sin sustento, en medio de una violencia generalizada. No quiero eso para mis hijas. Por eso afrontamos la muerte en la barcaza que nos cruzó a Grecia, que volcó a unos metros de la costa. Por eso llevamos un mes y 13 días sin dormir en una cama”, cuenta.
Hay otro par de imágenes que describen bien Idomeni: las manos crispadas que agitan durante horas fajos de papeles ante el punto de registro de la policía —un trámite obligatorio para cruzar la frontera, y que en teoría prioriza según las circunstancias personales o familiares—, y los miles de piezas de ropa infantil, ya de desvaídos colores, tendidas en las verjas junto a un reguero de juguetes rotos. Un poco de humanidad, o de vida, en este gigantesco aparcamiento de personas.